lunes, 12 de junio de 2017

Ensayo

Digamos la verdad


Una verdadera declaración para con la literatura policial de uno de sus máximos cultores en el país. Este texto en una versión más larga, fue leído en un conversatorio sobre el tema en la FIL de Santa Cruz.



Gonzalo Lema

La gente debe saber que, en la oscuridad de la noche, algo se mueve además de Santa Claus. El crimen no descansa. Hemos generado increíbles multitudes aglomeradas en ciudades, y el resultado no podía ser otro que el peligroso anonimato. En estas sociedades hacinadas, donde todos terminan siendo nadie, caracterizadas por el desafecto, ya no debería sorprendernos la mano crispada en torno a un cuchillo de matarife, a un pesado revólver o a una elegante lapicera para estampar la firma en el desfalco.
El crimen convive con nosotros como nunca. Mientras dormimos, él se frota en las sombras y se alarga, se encoje, se ensancha de acuerdo a sus caprichos y en complicidad con los faroles y la luna. Se introduce, sin abrir la puerta, a las simples viviendas, a las casonas, y a las bóvedas gruesas de los bancos y negocios prósperos. O simplemente se mimetiza en la corteza áspera de los frondosos paraísos, de los coquetos jacarandás, del espinoso y barrigudo toboroche. Estira la garra para atrapar a la niña, a la joven o a la señora. Le fascina la violencia en el sexo. El desgarre y el llanto. Mucho, la sangre. Y se retira del cuerpo yacente junto con el alma arrebatada. Se va por donde vino a su caverna. A veces, refugiado en su propia oscuridad, se desespera y llora. Casi siempre, sin embargo, se solaza sin arrepentimiento y piensa en volver a atacar.
Durante el día, el crimen puede caminar de traje y corbata, montado en Hush Puppies y, por ahora, mariconamente sin calcetines. No solo así: a todos nos consta que puede estar trajeado con blusa de seda, con chaqueta y primorosa minifalda de cuero, medias de nilón transparentes conteniendo con eficacia la carne temblorosa y friolenta de las nalgas, altísimos tacones de punta de goma, muy capaces de prolongar la pierna insuficientemente larga e intimidar al valiente. Camuflado en la elegancia, perfumes y aires de suficiencia el crimen espera su oportunidad. Está el negociado, el tráfico de influencias, la estafa o la malversación. Está el cadáver, la momia que explica el origen de tanta fortuna. La fortuna que, a su vez, explica el buen nombre, el tradicional apellido, las ridículas ínfulas de abolengo en plena y tan luchada democracia.
Aún más: visibiliza a individuos del sector social emergente, porque el crimen también pasea sobre abarcas u ojotas, y se viste con sombrero, de saco sin corbata, de pollera, de preciosa blusa con escote cuadrado y encaje y sonríe con dientes forrados en oro. El crimen, ya no lo podremos olvidar nunca más, se acuesta con nosotros. (…)
Está, entonces, la literatura policial. Así como campea la erótica en la narrativa porque erotizada está nuestra sociedad, la literatura policial, negra o detectivesca, como también se la denomina, irrumpe en nuestro horizonte de novedades librescas porque nuestra sociedad está criminalizada. Es por esa razón que afirmo con total contundencia: “La gente debe saber que, en la oscuridad de la noche, algo se mueve además de Santa Claus”.
Tengo la impresión que a la literatura policial le conviene la atalaya invertida. Es decir: no aquella que busca el cielo para narrar mirándolo todo con vista panorámica, sino la profunda atalaya enterrada que pelea con los topos, con las ratas de las alcantarillas barrosas y desagües murcielagados, que husmea en depósitos de escombros viejos, de cachivaches inútiles, y se encuentra con fetos secos, porque en esa profundidad está la mugre que se esconde, la antigua vergüenza que hay que olvidar, la misma cobardía que acabó venciendo al verdadero honor. Por eso esta literatura comienza desde lo subterráneo y asciende, cuando puede, a la luz. Su camino, y su proceso, va de tumbo en tumbo, dando manotazos de ciego, volteando las estatuas y los grandes maceteros, los íconos y los pequeños tótems, los emblemas y la chapa, pisando los ornamentales crisantemos y los fantásticos nomeolvides: pateando todo. Porque quizás nada de lo que se ve es cierto. Aunque quizás esta premisa sea falsa. La literatura policial ha inventado al detective y su bisturí para encontrar la preciada e íntima verdad.
Cada detective o investigador maneja el bisturí a su modo. Hace muy poco he leído a Cristina Fallarás en su novela Las niñas perdidas. Quiero decirles que su investigador es una mujer con un embarazo de seis meses y llora de rabia ante el peligro acechante sobre las niñas del mundo. Varias veces. Y, también hace poco, he leído a Vladimir Hernández en Indómito y su investigador, con metodología criminal, es un delincuente sentenciado que corta brazos, piernas, y mete bala a todo lo que se mueve. Otro cubano, Leonardo Padura, desarrolla un detective que farrea, en La Habana actual, inclusive con aceite de camión a falta de ron, con nítida diferencia de estilo respecto a Phillipe Marlowe que se emborracha con gimmlets. Del elegante James Bond, en las tantas novelas de espías, que toma Martini batido pero nunca revuelto. A todos les duele el dolor, aunque a algunos no tanto como se quisiera. A todos los aplasta la ruindad posible y demostrable del ser humano, pero no todos sufren bíblicamente. Advierto, no obstante, que estos investigadores están cubiertos por una pátina de real cinismo. Nunca hubo un tiempo mejor para la humanidad, ellos lo saben. Ni siquiera en la opera prima de la Creación. (…)
El investigador de la literatura policial es un ser romántico. Pelea por nosotros a pesar de nosotros. Es un incomprendido por las instituciones del Estado. Su vida corre peligro de muerte y no parece importarle. Está en el anonimato. En su mayoría, no se casan. Apenas tienen amigos porque sería inevitable comprometerlos. Son seres sentimentales con fachas de duros y algunos lloran con las letras de los boleros. Yo conocí a un investigador que, en sus tiempos libres, era árbitro de fútbol. Le distraía la filigrana tejida por la pelota golpeada, o acariciada, por los botines. Alguna vez le sucedió que se le hizo la luz mientras la pelota viajaba por los cielos y salió corriendo a atrapar al criminal ante el total desconcierto del juego.
Los teóricos afirman que el cuento es el género exacto para narrar lo policial. Puede ser. Pero el cuento se vende menos que la novela, y nadie es capaz de explicar por qué. Lo más probable: porque el lector piensa en los niños cuando le hablan de cuentos. Algunas novelas ya brillan entre lo más selecto de la literatura. Quiero decir: se codean atrevidas con las clásicas. En Bolivia, y en América Latina, las novelas policiales no “aterrizan” en el género propio, sino en el género universal. Es decir: una novela policial boliviana tiene que competir con Juan de la Rosa, Raza de bronce o El run run de la calavera. No sucede lo mismo en Estados Unidos o Europa donde ya existe el género. Esta aparente incomodidad hace que nuestra novela se esmere en su calidad literaria.
Mucha gente aún piensa que la novela policial, como esa del viejo western, sirve, mientras se viaja en bus, para paliar tanta monotonía del paisaje, pero luego recomiendan dejar el libro abandonado en el asiento. Y no es así, ni mucho menos. A tantos seguidores nos consta que El largo adiós resiste veinte lecturas o más, como también Los mares del sur. Un ciego con una pistola nos exige dos lecturas para comprenderla bien. Pulp se puede releer, siempre y cuando haya un whisky a la mano con dos cubitos de hielo. Hay decenas de magníficos ejemplos.
La literatura policial nos recuerda que las espinas de esta rosa bella y emblemática que llamamos “vida” podrían estar envenenadas.


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