Digamos la verdad
Una verdadera declaración para con la literatura policial de uno de sus máximos cultores en el país. Este texto en una versión más larga, fue leído en un conversatorio sobre el tema en la FIL de Santa Cruz.
Gonzalo
Lema
La
gente debe saber que, en la oscuridad de la noche, algo se mueve además de
Santa Claus. El crimen no descansa. Hemos generado increíbles multitudes
aglomeradas en ciudades, y el resultado no podía ser otro que el peligroso
anonimato. En estas sociedades hacinadas, donde todos terminan siendo nadie,
caracterizadas por el desafecto, ya no debería sorprendernos la mano crispada
en torno a un cuchillo de matarife, a un pesado revólver o a una elegante
lapicera para estampar la firma en el desfalco.
El
crimen convive con nosotros como nunca. Mientras dormimos, él se frota en las
sombras y se alarga, se encoje, se ensancha de acuerdo a sus caprichos y en
complicidad con los faroles y la luna. Se introduce, sin abrir la puerta, a las
simples viviendas, a las casonas, y a las bóvedas gruesas de los bancos y
negocios prósperos. O simplemente se mimetiza en la corteza áspera de los
frondosos paraísos, de los coquetos jacarandás, del espinoso y barrigudo
toboroche. Estira la garra para atrapar a la niña, a la joven o a la señora. Le
fascina la violencia en el sexo. El desgarre y el llanto. Mucho, la sangre. Y
se retira del cuerpo yacente junto con el alma arrebatada. Se va por donde vino
a su caverna. A veces, refugiado en su propia oscuridad, se desespera y llora.
Casi siempre, sin embargo, se solaza sin arrepentimiento y piensa en volver a
atacar.
Durante
el día, el crimen puede caminar de traje y corbata, montado en Hush Puppies y,
por ahora, mariconamente sin calcetines. No solo así: a todos nos consta que
puede estar trajeado con blusa de seda, con chaqueta y primorosa minifalda de
cuero, medias de nilón transparentes conteniendo con eficacia la carne
temblorosa y friolenta de las nalgas, altísimos tacones de punta de goma, muy capaces
de prolongar la pierna insuficientemente larga e intimidar al valiente.
Camuflado en la elegancia, perfumes y aires de suficiencia el crimen espera su
oportunidad. Está el negociado, el tráfico de influencias, la estafa o la
malversación. Está el cadáver, la momia que explica el origen de tanta fortuna.
La fortuna que, a su vez, explica el buen nombre, el tradicional apellido, las
ridículas ínfulas de abolengo en plena y tan luchada democracia.
Aún
más: visibiliza a individuos del sector social emergente, porque el crimen
también pasea sobre abarcas u ojotas, y se viste con sombrero, de saco sin
corbata, de pollera, de preciosa blusa con escote cuadrado y encaje y sonríe
con dientes forrados en oro. El crimen, ya no lo podremos olvidar nunca más, se
acuesta con nosotros. (…)
Está,
entonces, la literatura policial. Así como campea la erótica en la narrativa
porque erotizada está nuestra sociedad, la literatura policial, negra o
detectivesca, como también se la denomina, irrumpe en nuestro horizonte de
novedades librescas porque nuestra sociedad está criminalizada. Es por esa
razón que afirmo con total contundencia: “La gente debe saber que, en la
oscuridad de la noche, algo se mueve además de Santa Claus”.
Tengo
la impresión que a la literatura policial le conviene la atalaya invertida. Es
decir: no aquella que busca el cielo para narrar mirándolo todo con vista
panorámica, sino la profunda atalaya enterrada que pelea con los topos, con las
ratas de las alcantarillas barrosas y desagües murcielagados, que husmea en
depósitos de escombros viejos, de cachivaches inútiles, y se encuentra con
fetos secos, porque en esa profundidad está la mugre que se esconde, la antigua
vergüenza que hay que olvidar, la misma cobardía que acabó venciendo al
verdadero honor. Por eso esta literatura comienza desde lo subterráneo y
asciende, cuando puede, a la luz. Su camino, y su proceso, va de tumbo en
tumbo, dando manotazos de ciego, volteando las estatuas y los grandes
maceteros, los íconos y los pequeños tótems, los emblemas y la chapa, pisando
los ornamentales crisantemos y los fantásticos nomeolvides: pateando todo. Porque
quizás nada de lo que se ve es cierto. Aunque quizás esta premisa sea falsa. La
literatura policial ha inventado al detective y su bisturí para encontrar la preciada
e íntima verdad.
Cada
detective o investigador maneja el bisturí a su modo. Hace muy poco he leído a Cristina
Fallarás en su novela Las niñas perdidas.
Quiero decirles que su investigador es una mujer con un embarazo de seis meses
y llora de rabia ante el peligro acechante sobre las niñas del mundo. Varias
veces. Y, también hace poco, he leído a Vladimir Hernández en Indómito y su investigador, con
metodología criminal, es un delincuente sentenciado que corta brazos, piernas,
y mete bala a todo lo que se mueve. Otro cubano, Leonardo Padura, desarrolla un
detective que farrea, en La Habana actual, inclusive con aceite de camión a
falta de ron, con nítida diferencia de estilo respecto a Phillipe Marlowe que
se emborracha con gimmlets. Del
elegante James Bond, en las tantas novelas de espías, que toma Martini batido
pero nunca revuelto. A todos les duele el dolor, aunque a algunos no tanto como
se quisiera. A todos los aplasta la ruindad posible y demostrable del ser
humano, pero no todos sufren bíblicamente. Advierto, no obstante, que estos
investigadores están cubiertos por una pátina de real cinismo. Nunca hubo un
tiempo mejor para la humanidad, ellos lo saben. Ni siquiera en la opera prima de
la Creación. (…)
El
investigador de la literatura policial es un ser romántico. Pelea por nosotros
a pesar de nosotros. Es un incomprendido por las instituciones del Estado. Su
vida corre peligro de muerte y no parece importarle. Está en el anonimato. En
su mayoría, no se casan. Apenas tienen amigos porque sería inevitable
comprometerlos. Son seres sentimentales con fachas de duros y algunos lloran
con las letras de los boleros. Yo conocí a un investigador que, en sus tiempos
libres, era árbitro de fútbol. Le distraía la filigrana tejida por la pelota
golpeada, o acariciada, por los botines. Alguna vez le sucedió que se le hizo
la luz mientras la pelota viajaba por los cielos y salió corriendo a atrapar al
criminal ante el total desconcierto del juego.
Los
teóricos afirman que el cuento es el género exacto para narrar lo policial.
Puede ser. Pero el cuento se vende menos que la novela, y nadie es capaz de
explicar por qué. Lo más probable: porque el lector piensa en los niños cuando
le hablan de cuentos. Algunas novelas ya brillan entre lo más selecto de la
literatura. Quiero decir: se codean atrevidas con las clásicas. En Bolivia, y
en América Latina, las novelas policiales no “aterrizan” en el género propio,
sino en el género universal. Es decir: una novela policial boliviana tiene que
competir con Juan de la Rosa, Raza de
bronce o El run run de la calavera.
No sucede lo mismo en Estados Unidos o Europa donde ya existe el género. Esta
aparente incomodidad hace que nuestra novela se esmere en su calidad literaria.
Mucha
gente aún piensa que la novela policial, como esa del viejo western, sirve, mientras se viaja en
bus, para paliar tanta monotonía del paisaje, pero luego recomiendan dejar el
libro abandonado en el asiento. Y no es así, ni mucho menos. A tantos
seguidores nos consta que El largo adiós
resiste veinte lecturas o más, como también Los
mares del sur. Un ciego con una
pistola nos exige dos lecturas para comprenderla bien. Pulp se puede releer, siempre y cuando haya un whisky a la mano con
dos cubitos de hielo. Hay decenas de magníficos ejemplos.
La
literatura policial nos recuerda que las espinas de esta rosa bella y
emblemática que llamamos “vida” podrían estar envenenadas.
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