Portador de tres nombres
Fragmento del prólogo de la edición de Eisejuaz de Sara Gallardo, que inaugura la editorial Dum Dum.
Mónica
Velásquez Guzmán
“Cuando
entregues las manos perderás la sed”, así exige Dios a un mataco, así le ha demandado
la historia, la colonia, la explotación de caña o de caucho, así todos los
modelos del capitalismo; sin embargo esa sed milenaria sigue secando miles de
gargantas. La novela Eisejuaz de Sara
Gallardo (1971) nos desafía a leer lo ilegible de ese sitio ajeno a nosotros,
colocándonos fuera del conocido mundo donde creemos haber civilizado a los
otros, a lo otro que guardamos en nuestras memorias privada y pública.
Acorde
a su tiempo, Gallardo hacía ingresar al escenario de lo simbólico una nueva
lectura del indio, ya no representado en esa masa o colectividad con que la
literatura del siglo XIX y principios del XX había hablado de la fuerza de
trabajo, de resistencia o de barbarie restante desde el proyecto colonial.
Tampoco se trata ahora de un arquetipo cuyo hablar se transcribe en sus
peculiaridades de pronunciación o sintaxis; no existe ya la más mínima
posibilidad de hablar de, o por, el indígena, hay que oírlo desde su
subjetividad, desde su particular visión de mundo. Estamos frente a la
extrañeza de un mataco elegido por Dios, un personaje con delirios místicos que
ya no halla lugar entre su tribu ni en las fisuras que le ha dejado el mundo
occidental. Eisejuaz, portador de tres nombres, transita y desmiente todos los
sitios de “civilización” históricamente reforzados y ejercidos por los poderes
hegemónicos. La novela escribe a la vez un neo-indigenismo y un neo-misticismo.
Si
desde nuestros orígenes como latinoamericanos se nos dio oportunidad de
ciudadanía al convertirnos a la “verdadera fe católica”; se nos otorgó
existencia civil (de segunda clase, claro, si de mujeres o indios se trataba,
tuvimos que esperar hasta 1952, por lo menos en lo nominal) siempre y cuando
fuéramos a la escuela, nos atuviéramos a la ley, ocupáramos nuestro tiempo en
trabajar, dejáramos nuestros vicios y, ya puestos en las domesticaciones,
domináramos nuestra salvaje sexualidad en aras de la familia monógama y
legítima… Eisejuaz se fuga sistemáticamente de todas estas determinaciones,
pues obedece a un destino mayor dictado por un Dios muy particular. Prefiere
entonces dejar de leer, aunque se lo han enseñado las misiones noruegas y
católicas; elige dejar los trabajos de servicio y de carga, aun a riesgo de pasar
hambre; ocupa sus manos en levantar dignas y precarias viviendas provisorias en
respeto y armonía con la naturaleza y con una subsistencia que día a día debe
asegurarse; conoce el amor con una mujer que lo acompañará hasta morir en un
hospital civilizado y sin explicaciones a la familia, sin embargo su sexualidad
seguirá acogiendo otras relaciones no necesariamente legítimas; opta por creer
en Dios, sí, pero sin dogma, por vía directa y por mandato excepcional. Su
comunidad no lo entiende, nació para ser jefe pero no lo es. La población
blanca lo mira con desprecio y desconfianza, tenía todo para triunfar y ser un
hombre de bien, pero en vez de ello elige la libertad del animal, del que puede
mirar el infinito sin muerte, porque el mandato divino le tiene asignados caminos más profundos.
Eisejuaz
no es el indígena idealizado ni el moralmente elevado, sacrificado en su
búsqueda espiritual; por el contrario, en su alma, el bien y el mal celebran a
diario tremendas batallas, como en la arena de lo sagrado, donde ambas energías
desean gobernar. En esto nos recuerda a la novela La última tentación, de Kazantzakis y que Scorsese llevara al cine;
una relectura del místico deambula en ambos textos: el mal es interno e
inherente al hombre elegido, y el bien es un desastroso mandato que demanda
sacrificios, silencios y ceremonias que no siempre son lo mejor, ni para uno ni
para su otro, redimido-redentor. Y es que este Dios ha decidido solicitar a
Eisejuaz hacerse cargo de Paqui, el resto de toda civilización blanca, un
mercader que lucra con el cabello natural de las mujeres que somete, un
empresario promiscuo e ingrato, que, salvado por el mataco de morir enfermo en
las calles, permanecerá con él en la dura vida del monte, solo para recordarle
lo que implica atender al mal de cerca. En este sentido, nuestro personaje
replantea los presupuestos comunes en la literatura de místicos; si bien la
novela puede leerse estructuralmente siguiendo los pasos del camino espiritual
(revelación, pruebas, tentaciones, ratificación del llamado y cumplimento del
destino), dicho sendero está cimentado o más bien empolvado por la situación de
tan peculiar hombre de Dios: uno situado en los márgenes de lo civilizado y en
sus más extremos cuestionamientos.
La
atrevida inversión de términos que Gallardo propicia respecto del tópico hombre
blanco-indígena (civilización y barbarie) es remarcable. Ni un indigenismo de
masas unidas a lo natural, ni un misticismo de santos. Eisejuaz es mataco, pero
no es eso todo lo que él es. No es un ser que se agota en su pertenencia
étnica, puede, como todo gran personaje, desempeñar múltiples y contradictorios
papeles, porta mundos encontrados que resumen su historia, rompe con su lengua
los límites con que frecuentemente habíamos leído la tensión español-lenguas
nativas; impregna con su visión mística su visión indígena y viceversa. No
estamos ante otra historia de culturización de un indígena por parte de un
blanco, no es este personaje ni representado ni reivindicado por los males
concienciales de nadie; este mataco se nos escapa, porque es él quien debe
cuidar a lo último de lo último dentro de la escala de seres humanos
occidentales, blancos y civilizados; pero es, también, el postrero resabio de
lo indígena (aquél que prefiere dejar a su hambrienta comunidad, no ser su
jefe, para cuidar a un desagradecido extranjero).
Optar
por la misión exige, en este caso, una profunda lucidez de su pertenencia al
mundo mataco, no es su escape, no es su negación, sino lo contrario, una reafirmación
de lo místico como extremo sitio de existencia en un mundo que los ha
devastado: “mienten al paisano, usan al paisano, olvidan al paisano. Ya lo
sabemos. Ya lo hemos visto. No importa. Hay una sola ayuda: ese que alimenta
los corazones”. Este mesianismo, sin embargo, no es todo virtud, de hecho
advierte “aquí un barro haré con la maldad, un barro con mis pies, una planta
nacerá, la cortaré; una flor echará, la quemaré. Se acabó el tiempo de nosotros
pero no importa”. El mundo arrasado del paisano ha atestiguado desde el tiempo
cíclico el acabose para los suyos y su mundo, eso ya ha pasado y volverá a
pasar, pero no importa en la medida en que renacerá del barro, de la tierra,
del resabio, así como Eisejuaz resurgirá desde o con la escoria del cuerpo
muerto de Paqui.
Esta
novela maravillosa sostiene su mundo narrativo en un desconcertante lenguaje.
Eisejuaz es el narrador de la novela y como tal habla, organiza los hechos, nos
oculta o muestra lo que sucede según nos hable en español o “en su lengua”. (…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario