jueves, 9 de noviembre de 2017

Reseña

Graciela Speranza y el tiempo
en el arte de nuestro tiempo




Edmundo Paz Soldán

Alguna vez leía clásicos, ahora no tanto: me inundan las novedades cada vez que ingreso a internet. Alguna vez sentarme a escribir un cuento era precisamente eso, ahora no tanto: suficiente abrir la computadora para descubrir la cantidad de correos que me urge responder, las noticias con las que debo ponerme al día, las polémicas en las redes que me reclaman. Así pasan las horas, incapaz de proyectar el futuro o bucear en el pasado porque el presente me ha agarrado del cuello.
Lo que me ocurre no es la excepción sino la norma, como sugiere la intelectual argentina Graciela Speranza resumiendo un libro de Jonathan Crary: “son muy pocos ya los intervalos significativos de la experiencia humana, a excepción del sueño, que no han sido penetrados o arrebatados como tiempo laboral, tiempo del consumo, tiempo mercantilizado”. Los nuevos medios y las nuevas tecnologías, que venían a liberarnos, nos están ahogando con la urgencia de sus requerimientos.
La cita de Speranza está en su lúcido y potente libro Cronografías: Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (Anagrama), que indaga en las formas en que el arte y la literatura contemporáneos se enfrentan al problema del tiempo a través de la revitalización de sus formas y lenguajes. Cronografías sugiere con convicción que el arte hoy no solo nos puede ayudar a entender nuestra experiencia enloquecida del presente, también es capaz de transformar esa experiencia: contemplar un cuadro, ver una videoinstalación, leer una novela nos desaceleran, nos dan pie para resistir al reloj y su dictadura. Pero esa resistencia debe apuntalar también el camino de la revolución que nos permita recuperar relaciones menos salvajes con el reloj.
Speranza es exhaustiva y recorre todas las artes, pero se detiene sobre todo en la videoinstalación, que en las páginas de su libro aparece como la más adecuada para enfrentarse al problema de la representación del tiempo. De todas las obras analizadas, la central es The Clock (2010), del suizo Christian Marclay (1955). En esta obra que dura 24 horas, Marclay y su equipo arman durante tres años un montaje de clips de películas en las que aparece un reloj marcando cada minuto del día; en The Clock, el tiempo real y el tiempo de la pantalla coinciden, creando una suerte de “ballet de la humanidad registrado en cien años de historia del cine… Las horas no son unidades matemáticas, sino casilleros semánticos… exclusas de la gestualidad”. Por supuesto, no es fácil ver The Clock: solo hay seis copias en diferentes museos del mundo, y no siempre se exhiben. Es una de las aporías del arte experimental: nos dice cosas sugerentes pero no todos pueden acceder a él (en la sección más literaria del libro, Speranza habla de un espectador -que puede ser ella- que hace un viaje especial a Los Ángeles con el único objetivo de ver The Clock en un museo).

Speranza también analiza, entre otros, a Anne Carson, Karl Ove Knausgard, Gabriel Orozco, Liliana Porter, Patricio Pron, W. G. Sebald y Lydia Davis. Todos están unidos por la búsqueda de nuevos registros simbólicos en torno al tiempo que nos permitan desnaturalizarlo y resistir así el culto contemporáneo de la hipervelocidad y la hiperconexión. La crítica recuerda, en su prosa a la vez compleja y transparente -incluso didáctica-, que Walter Benjamin afirmaba que hacia 1840 algunos parisinos salían a pasear tortugas con correa, para enfrentarse a su manera al progreso y “contrariar las urgencias del productivismo capitalista”. Los artistas más necesarios hoy son aquellos que están buscando esas tortugas que nos permitan “abrir el presente a otros tiempos”. El desafío consistirá en encontrar el tiempo para escucharlos. 

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