Graciela Speranza y
el tiempo
en el arte de nuestro tiempo
Edmundo Paz Soldán
Alguna vez leía clásicos, ahora no tanto: me inundan las novedades
cada vez que ingreso a internet. Alguna vez sentarme a escribir un cuento era
precisamente eso, ahora no tanto: suficiente abrir la computadora para
descubrir la cantidad de correos que me urge responder, las noticias con las
que debo ponerme al día, las polémicas en las redes que me reclaman. Así pasan
las horas, incapaz de proyectar el futuro o bucear en el pasado porque el
presente me ha agarrado del cuello.
Lo que me ocurre no es la excepción sino la norma, como
sugiere la intelectual argentina Graciela Speranza resumiendo un libro de
Jonathan Crary: “son muy pocos ya los intervalos significativos de la
experiencia humana, a excepción del sueño, que no han sido penetrados o
arrebatados como tiempo laboral, tiempo del consumo, tiempo mercantilizado”.
Los nuevos medios y las nuevas tecnologías, que venían a liberarnos, nos están
ahogando con la urgencia de sus requerimientos.
La cita de Speranza está en su lúcido y potente libro Cronografías: Arte y ficciones de un tiempo
sin tiempo (Anagrama), que indaga en las formas en que el arte y la
literatura contemporáneos se enfrentan al problema del tiempo a través de la
revitalización de sus formas y lenguajes. Cronografías sugiere con convicción
que el arte hoy no solo nos puede ayudar a entender nuestra experiencia
enloquecida del presente, también es capaz de transformar esa experiencia:
contemplar un cuadro, ver una videoinstalación, leer una novela nos
desaceleran, nos dan pie para resistir al reloj y su dictadura. Pero esa
resistencia debe apuntalar también el camino de la revolución que nos permita
recuperar relaciones menos salvajes con el reloj.
Speranza es exhaustiva y recorre todas las artes, pero se
detiene sobre todo en la videoinstalación, que en las páginas de su libro
aparece como la más adecuada para enfrentarse al problema de la representación
del tiempo. De todas las obras analizadas, la central es The Clock (2010), del suizo Christian Marclay (1955). En esta obra
que dura 24 horas, Marclay y su equipo arman durante tres años un montaje de
clips de películas en las que aparece un reloj marcando cada minuto del día; en
The Clock, el tiempo real y el tiempo de la pantalla coinciden, creando una
suerte de “ballet de la humanidad registrado en cien años de historia del cine…
Las horas no son unidades matemáticas, sino casilleros semánticos… exclusas de
la gestualidad”. Por supuesto, no es fácil ver The Clock: solo hay seis copias en diferentes museos del mundo, y
no siempre se exhiben. Es una de las aporías del arte experimental: nos dice
cosas sugerentes pero no todos pueden acceder a él (en la sección más literaria
del libro, Speranza habla de un espectador -que puede ser ella- que hace un
viaje especial a Los Ángeles con el único objetivo de ver The Clock en un museo).
Speranza también analiza, entre otros, a Anne Carson, Karl
Ove Knausgard, Gabriel Orozco, Liliana Porter, Patricio Pron, W. G. Sebald y
Lydia Davis. Todos están unidos por la búsqueda de nuevos registros simbólicos
en torno al tiempo que nos permitan desnaturalizarlo y resistir así el culto
contemporáneo de la hipervelocidad y la hiperconexión. La crítica recuerda, en
su prosa a la vez compleja y transparente -incluso didáctica-, que Walter
Benjamin afirmaba que hacia 1840 algunos parisinos salían a pasear tortugas con
correa, para enfrentarse a su manera al progreso y “contrariar las urgencias
del productivismo capitalista”. Los artistas más necesarios hoy son aquellos
que están buscando esas tortugas que nos permitan “abrir el presente a otros
tiempos”. El desafío consistirá en encontrar el tiempo para escucharlos.
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