jueves, 9 de noviembre de 2017

Edmundo de voz propia

Edmundo Paz Soldán: “La escritura
nace a partir del extrañamiento”

 
Edmundo Paz Soldán, escritor boliviano. (Foto: Liliana Colanzi)

En esta parte, la central, la más sustanciosa de este informe especial sobre el escritor cochabambino, la idea era hablar de Edmundo persona, antes que Edmundo escritor… una ingenuidad nuestra, pues es imposible dividir de esta manera al autor de Norte, quien, como se verá, en sus 50 años prácticamente hizo del vivir-leer-escribir, una experiencia intrínsecamente común y paralela.



Willy Camacho

Igual que muchos escritores consagrados, Edmundo Paz Soldán comenzó su carrera en el colegio, y lo hizo con buen pie, ya que logró la aprobación de críticos tan sinceros como crueles: sus compañeros de curso. Tenía 11 años cuando empezó a escribir relatos policiales en sus cuadernos, copiando historias de Agatha Christie, cuyos libros fueron fundamentales para su educación sentimental...
Los recuerdos de infancia se interrumpen abruptamente; nada fuera de lo normal, suele suceder con las llamadas vía WhatsApp (si lo barato cuesta caro, ¿qué se puede esperar de lo gratuito?). Habíamos acordado la entrevista un par de semanas antes, cuando Edmundo estaba de visita en Bolivia, pero, por diversos motivos, entonces no fue posible realizarla. Así que, finalmente, un viernes por la noche logramos el contacto virtual, yo en la zona más alta de la hoyada, Chasquipampa, y él en un pueblito a una hora de Oaxaca, a cuya Feria del Libro había sido invitado para presentar su última novela, Los días de la peste.
“Estoy en una casa muy antigua, quizá por eso la conexión no es muy buena”, dice Edmundo cuando vuelve a llamar para retomar la entrevista. Lo dice como si se sintiera culpable por las fallas de WhatsApp, algo que, como comprendería más adelante, es un rasgo de su personalidad: procurar entender los errores ajenos, incluso atribuyéndolos a cierta responsabilidad de su parte.
Y aquí es preciso mencionar otro rasgo que lo distingue: la amabilidad. Edmundo recién había llegado a Oaxaca el día anterior, llevaba varias horas de viaje por tierra, además del cansancio que implica conferencias, firma de libros y todo lo que gira alrededor de su presencia en eventos literarios, pues es un autor que concita mucha expectativa. Aun así, sencillo y amable como pocos, descarta que esta entrevista sea un deber profesional, sino más bien “un diálogo con amigos”, y se banca una hora y cuarenta minutos de charla, con no menos de 30 interrupciones por la pésima conexión, siempre manteniendo un tono cordial y afectuoso.
“Me he movido a otro lugar, ¿me escuchas bien?”, repetirá varias veces, y me lo imaginaré recorriendo de ida y vuelta el corredor colonial de una casona antiquísima que, quizá, es el orgullo de ese pueblito mexicano, donde otras figuras de la cultura latinoamericana se habrán alojado durante sus giras. En fin, no hay tiempo para divagaciones, de modo que volvemos a su infancia y su precoz éxito como escritor de relatos policiales.
“Tengo todavía esos cuadernos, donde hay como 40 cuentos que escribí entre mis 11 y 14 años. Todos eran cuentos policiales, porque mi educación sentimental estuvo marcada por la novela policial, que era, creo yo, lo que más tenía mi papá en su biblioteca, y yo las leí todas. Claro que lo que en ese entonces hacía era robarme historias, porque no se me ocurrían historias propias, y recuerdo que me inventé un detective boliviano, que se llamaba Mario Martínez, en honor a un tenista nacional que por esos años llegó a estar rankeado en el puesto 33”. Para conocer la opinión de sus primeros lectores y críticos, Edmundo añadía al final de cada relato una tabla en la que sus compañeros debían poner una puntuación. “Varios obtuvieron puntaje muy alto”, afirma con orgullo nostálgico, pero sin marcar paralelismos con el éxito que tiene hoy en día, ya que, si bien en ese entonces escribía bastante, asegura que lo hacía porque le apasionaba, no porque estuviese consciente de su vocación literaria. 
Además, confiesa que los periódicos que elaboraba para su colegio tuvieron más lectores y circulación: “Creo que tuve más éxito como periodista que como escritor en ciernes”. Supongo que los docentes y sacerdotes del Don Bosco alentaban las inquietudes del pequeño Edmundo, previendo que su futuro estaría ligado a las letras, aunque, años después, terminarían sometiéndolo a una interpelación, tras la publicación de Río Fugitivo (1998), una de sus novelas más aclamadas.
“Se molestaron porque en la novela los estudiantes les faltaban el respeto a los sacerdotes del colegio. Entonces, me convocaron a una reunión para que hiciera una especie de rendición de cuentas, y fue una reunión pública con los curas y los docentes, porque algunos profesores también se habían ofendido. Y, claro, yo les expliqué: ‘estos personajes no son ustedes, esto es una novela; no obstante, debo reconocer que, en mi época de estudiante, no éramos precisamente respetuosos con los docentes y los sacerdotes del colegio’. En todo caso, quizá en la novela me quedé un poco corto respecto a la falta de respeto”, cuenta entre risas, pese a que no toma a burla la reacción de sus exprofesores. “Si estás tratando de crear una ficción verosímil, tampoco puedes hacerte al inocente si esa ficción llega a ser tan verosímil para un lector que viene a acusarte de no haber sido fiel a la verdad o de que lo estás ofendiendo”, dice con seriedad, pero no niega que, en cierta medida, resulta un elogio que la gente confunda su Don Bosco ficcional con el Don Bosco verdadero.
Edmundo Paz Soldán Ávila, segundo hijo del matrimonio de Raúl y Lucy, tuvo una niñez feliz, marcada por su obsesiva dedicación a la lectura. “Mi papá me llevaba a la revistería SEA, cuyo encargado, me acuerdo bien, era don Gregorio; yo cargaba unos cinco o seis libros en un cajoncito de cartón para canjearlos por otros, porque en ese tiempo no solo era difícil conseguir libros, sino que eran muy caros. Entonces, yo entregaba mis libros y, de la pila de novelas policiales que tenía don Gregorio, escogía las que no había leído, y él cobraba un peso, digamos, por cada canje. Así yo tenía para un par de semanas de lectura. También canjeaba revistas de cómic argentino, El Tony, Fantasía y D’artagnan, que igual fueron fundamentales para mi educación sentimental”.
Ya en su adolescencia, cuando logró reunir algo de dinero para comprar libros, los primeros que adquirió fueron best sellers: “Encuentros cercanos del tercer tipo y la novela Tiburón, que no eran de gran calidad literaria, pero me llamaban la atención porque se sabía que las películas ya se iban a estrenar”. Nada raro para un chico de 14 años en la década de los 80, que se caracterizó por la explosión de la cultura pop, cuya punta de lanza fueron el cine y la música. Lo que sí no concuerda con el perfil del típico adolescente ochentero es que Edmundo se deslumbrara con los cuentos de Jorge Luis Borges, tan breves cuanto complejos, incluso para estudiantes de esta época. “Estábamos leyendo Ficciones en colegio, y lo podíamos sacar de la biblioteca, pero me gustó tanto que les pedí a mis papás que me lo regalaran. Recuerdo que era una edición de Alianza y que lo compramos en Los Amigos del Libro, la librería de don Werner Guttentag”.

Iba para ingeniero, pero…
Ecléctico en sus gustos literarios, el incansable escritor de relatos policiales y “periodista” oficial del Don Bosco salió bachiller sin tener la mínima intención de seguir una carrera literaria. “En el colegio me hicieron un test vocacional y terminé estudiando ingeniería; ni siquiera cruzó por mi mente dedicarme a la literatura”. Dada la convulsión social y los constantes paros de las universidades públicas durante el gobierno de Hernán Siles, los padres de Edmundo decidieron enviarlo a Argentina. “Estuve en Mendoza un año, estudiando ingeniería; luego me cambié a relaciones internacionales; después pasé a ciencias políticas y acabé esa carrera, pero me di cuenta de que no era lo que yo quería. O sea que tardé seis años y medio, luego de salir bachiller, en asumir que yo quería dedicarme a la literatura”.
No fue una epifanía, un momento de iluminación en el que su verdadera vocación brillara señalándole el camino. Más bien fue una suma de factores lo que lo llevó a tomar ese paso decisivo en su vida. Gracias a una beca deportiva, Edmundo terminó ciencias políticas en la Universidad de Alabama (su talento con el balón era tan grande como su talento con la pluma; quienes lo conocen desde chico dicen que, por culpa de la literatura, Bolivia perdió un excelente futbolista). “En Estados Unidos, mientras terminaba ciencias políticas, tomé unas materias de literatura, y un profesor cubano, Manuel Cachán, que había leído mi primer libro de cuentos, Las máscaras de la nada -publicado en Bolivia en 1990, con Los Amigos del Libro-, fue quien me alentó y me dijo que con ese libro podía conseguir una beca para un doctorado. Entonces postulé a un doctorado de literatura latinoamericana en la Universidad de Berkeley, California”.
Antes de terminar su doctorado, Paz Soldán ya tenía dos novelas y dos libros de cuento publicados en Bolivia. No había marcha atrás, su vida estaba ligada a las letras para siempre. Lejos había quedado el año de ingeniería en Mendoza, donde la lectura de Abaddón el exterminador, de Ernesto Sabato, le hizo cambiar de rumbo profesional. “El personaje de esa novela es un alter ego de Sabato que es, como él, un científico que ama el arte, y cuando está haciendo un experimento comete un error casi fatal, luego del cual decide dejar la ciencia y dedicarse al arte. Y bueno, me hizo reflexionar sobre mi propia vida, porque yo estaba estudiando ingeniería y no me gustaba. No aprendía mucho, debido a que le dedicaba tiempo a leer y escribir cuentos. Entonces pensé: ‘Pucha, algún día puedo cometer un error que quizá cause una desgracia fatal’. Así fue que decidí dejar esa carrera”.
Debido, precisamente, a la exploración de la notable tradición literaria argentina, su paso por las universidades de dicho país no fue una pérdida de tiempo. “Yo estudié allí a finales de los 80, y en esa época para mí fueron clave tres autores. Borges y Cortázar me gustaban mucho, por la cuestión fantástica y, sobre todo, por esa vuelta de tuerca que tenían siempre sus cuentos; ese golpe de efecto sorpresivo me encantaba y yo lo quería replicar en mis primeros relatos. Y el tercer autor es Sabato, de quien me he distanciado últimamente; ya no lo leo, no ha sido influyente en mis lecturas, pero sí ha sido influyente en mi vida personal”.

Un difícil inicio
Las máscaras de la nada fue bien recibido por la crítica de Bolivia, elogiaban la factura de los cuentos, destacando la juventud del autor. Sin embargo, cuando Edmundo ganó el premio Erich Guttentag con su novela Días de papel (1992), un debate por la prensa provocó que gran parte del mundo académico local le bajara el pulgar, no solo a ese libro, sino a toda su obra posterior. “Rafael Archondo me invitó a escribir un artículo sobre la importancia de los premios literarios; yo acepté y escribí que en un país como Bolivia, donde los escritores jóvenes tenían escasas oportunidades de publicar, los concursos literarios eran fundamentales, en el sentido de que eran uno de los pocos caminos para acceder a la publicación”. A partir de ahí comenzó el lío; a la semana siguiente salió un artículo en el que lo atacaban por ser el “defensor de los premios”. “Yo cometí el error de contestar. Juan Cristóbal MacLean me advirtió que al contestar lo único que yo conseguía era hacerme de más enemigos, y tuvo razón, porque días después se publicaron dos o tres artículos atacándome. Creo que desde ahí la cosa se torció y se generó una especie de animadversión hacia mí, pues suele ocurrir que la gente se forma imágenes a partir de las cosas que se dicen por la prensa, y tú no estás ahí para tomarte un café y explicarles algo. Me parece que se creó una imagen equivocada, y la relación con algunos críticos y periodistas, lamentablemente, nunca se recondujo. Pese a que ha habido momentos tranquilos y que ya han pasado 25 años de aquel incidente, siento que algunos anticuerpos permanecen”.
Con morbosa curiosidad, intento sacarle algunos nombres, pero Edmundo prefiere dejar el asunto en el pasado. No asume la pose pedante de quien, hallándose en la cima, ningunea las rencillas añejas; en todo caso, da la impresión de que no quiere revivir un conflicto que lo afectó profundamente. “Reconozco que al principio ese tipo de ataques sí me afectaban, me dolían mucho, me desestabilizaban, me hacían sentir culpable de algo, aunque no sabía de qué, y llegó un punto en que simplemente me adapté, supongo”. La sensación de culpa, como dije antes, es un elemento que configura su personalidad; Edmundo es de aquellas personas que, ante cualquier problema, opta primero por analizar qué ha hecho mal, aunque sea evidente la responsabilidad de terceros. Pienso esto mientras espero que vuelva a sonar el celular; la llamada se ha caído por enésima vez. Treinta segundos después, ingresa una llamada normal, no de WhatsApp. “Mil disculpas. Qué pena que tengamos que hablar con tantas interrupciones. Te estoy llamando directo de mi celu, así se escucha mejor, ¿no?”, me dice Edmundo, y yo, avergonzado, no sé cómo agradecer su paciencia y generosidad. Literalmente no sé cómo, y solo atino a seguir preguntando. Luego de casi diez minutos, el crédito de Edmundo se agota (las llamadas internacionales son caras); volvemos al WhatsApp y él dice: “Pucha, lo siento, se acabó mi crédito...”.
Haberse ganado un conflicto gratuito por manifestar una opinión favorable respecto a los concursos literarios no fue óbice para que, un lustro después, Edmundo decidiera enviar su cuento “Dochera” al prestigioso certamen Juan Rulfo. Si ganar el Erich Guttentag le había abierto las puertas del mercado editorial boliviano, ganar el Juan Rulfo (1997) fue clave para que sus libros comenzaran a circular en otros países. En 1998, Alfaguara Bolivia publicó Río Fugitivo y Amores imperfectos (este último incluía “Dochera”). Ese mismo año, un editor de Alfaguara Perú leyó el libro de cuentos y decidió llevar 400 ejemplares a su país; “así fue que por primera vez mis libros comenzaron a circular en el exterior”.

El resto es historia
Y desde entonces, el largo camino recorrido tuvo muchas luces y acaso ninguna sombra. Tiene 11 novelas publicadas (con El delirio de Turing ganó el Premio Nacional de Novela en 2003), otras tantas colecciones de cuentos, ensayos, artículos, colaboraciones... en fin, una prolífica carrera que lo sitúa, según la crítica del exterior, entre los escritores latinoamericanos más destacados de su generación. Paz Soldán es una máquina creativa, nunca deja de escribir, jamás se da un periodo descanso. “Siempre he tenido una especie de miedo a la página en blanco, por eso siempre me ha gustado estar metido en algún proyecto, es como una compulsión. Sé que suena un poco raro... Tengo amigos que cuando acaban un proyecto pueden pasar seis meses o dos años sin escribir, porque están como convaleciendo de un largo viaje, y yo puedo acabar un proyecto de tres años, como Los días de la peste, y para enfrentar al vacío siento que la única forma es empezar otro proyecto, aunque sea breve, un cuento corto, por ejemplo”.
¿Sobre qué más puede escribir Paz Soldán? ¿Qué lo deslumbra a sus 50 años? Temas nunca faltarán, pero actualmente está deslumbrado con el lenguaje. O mejor dicho, el lenguaje le produce extrañamiento. “Escribo en español, pese a que vivo hace mucho en un país donde los hispanoparlantes son una minoría. Entonces este choque permanente de idiomas, este entrecruzamiento, como yo no estoy hace mucho en mi sopa natural que es el castellano, ha causado que el lenguaje me resulte extraño. Quiero decir que cuando digo ‘manzana’, por ejemplo, y repito ‘manzana’ varias veces, siento que es una palabra rara; de pronto, el lenguaje que he usado siempre, que debería ser natural para mí, me resulta extraño; una palabra tan simple y común como ‘manzana’ me llama mucho la atención. Y esto ha hecho que en los últimos años esté tratando de profundizar aún más en mi relación con el lenguaje, en ver cómo puedo construir personajes a través de su propia forma de hablar, comenzar a hallar palabras raras del español que me llaman la atención, o perderle un poco el respeto al español y jugar con el lenguaje, inventarme palabras... Estoy en una etapa como de redescubrimiento del lenguaje, y me parece fascinante. Siempre he dicho que la escritura nace a partir del extrañamiento, y eso me está ocurriendo con el lenguaje: las palabras que desde la infancia me parecían naturales, ahora me parecen extrañas”.
Las palabras, precisamente, son la obsesión de Benjamín Laredo, el hacedor de crucigramas protagonista de “Dochera”. Mediante breves descripciones, Laredo da las pistas para que los lectores descubran las palabras que van en las casillas vacías: “las casas de campo de los jerarcas rusos son dachas, Puskas es un gran futbolista húngaro, Veronica Lake es una famosa femme fatale, héroe de Calama es Avaroa y la palabra clave de Ciudadano Kane es Rosebud”. ¿Qué pistas daría Laredo para describir a Edmundo Paz Soldán?, le pregunto para finalizar la entrevista. “Exfanático de los crucigramas, wilstermanista pese a todo”, me responde.



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