viernes, 30 de diciembre de 2016

Reseña

El horror y el esperpento en Juan de la Rosa


Bien vale la pena refrescar la memoria con una lectura de uno de los grandes clásicos nacionales, a propósito de la reciente reedición a cargo de la BBB.




Alejandra Hubner 

La novela Juan de la Rosa (1885) -recientemente reeditada por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia- relata la vida de un niño llamado Juan, entrecruzada por los acontecimientos históricos de los conflictos coloniales y las luchas por la independencia en el territorio boliviano, particularmente en Cochabamba, que es donde transcurre la historia.
Juan vive con su madre e ignora casi por completo, y hasta la muerte de ella, la identidad de su padre y de su familia en general, que será paulatinamente descubierta, como una verdad abominable y desgarradora, hasta el final de la obra.
Inmediatamente después de la muerte de su madre, Juan debe partir de su sencilla y frugal vivienda para ir a vivir a la casa de Teresa Márquez y Altamira, su tía paterna. Hasta ese momento, todavía no se nos ha revelado, ni tampoco a Juan, la relación exacta de estos personajes con el niño. Basta recordar que pocas páginas antes, y como sentencia de muerte de la madre, aparece el padre Robustiano Arredondo, un cura “proverbialmente obeso” (en palabras del narrador), que afirma que el niño será recibido por “la noble señora” siempre y cuando la madre renuncie a volver a verlo para siempre. Poco después el niño parte acompañado del cura Arredondo a la morada del enigmático personaje a quien Juan solo conoce como noble señora.
La casa de la señora Márquez y Altamira, descrita como un conventillo con un patio que conduce a otro patio y este a otro, es posiblemente uno de los espacios más extraños y pintorescos de la novela -exceptuando quizás la torre en la que vive recluido el padre de Juan- y su descripción nos muestra un territorio grotesco, histriónico en su fervor cristiano, decadente en su lujo y aterrador aunque fascinante al igual que los personajes que lo habitan.
En cierta medida es difícil no encontrar en todo el universo de la casa de doña Teresa Márquez y Altamira, una viuda que regenta el conventillo, un lugar repleto de hipérboles que rayan en el terreno de lo desproporcionado, lo horrendo y desfigurado. El primer rostro que aparece ante Juan es el de una sirvienta negra, descrita monstruosamente, casi como una calavera, frente hundida, pómulos muy salientes, bizca, sin dientes. El mismo toque de deformidad circense ocurre con la mayoría de los personajes adultos que recorrerán la casa de Teresa, ahondando aún más en la idea de una especie de linaje decadente y maldito.
En el interior todo transcurre en la penumbra, Juan debe hacer esfuerzos para poder ver lo que está frente a él. El aire se define como irrespirable, cubierto de un humo permanente producido por los cigarros de doña Teresa, a modo de una neblina eterna e inexorable que cubre la casa.
Sin duda el escenario lúgubre del lugar se mantiene a lo largo de todas sus apariciones en la novela, sin embargo, es interesante notar el momento iniciático -el ingreso y la salida definitiva de esa casa, propulsada en el primer caso por la muerte de la madre y en el segundo por la de Fray Justo, hechos que marcarán el quiebre de una etapa de inocencia en Juan a una de pleno conocimiento- en el que se hace el descubrimiento de la morada.
Entre uno de los episodios notables de las primeras impresiones de la llegada del niño -además de las descripciones de la casa en sí misma, con un portón que tiene pintado a un león que parece una vieja haciendo un gesto horrible y un retablo lleno de santos vestidos de oro- aparece el encuentro de Juan con los  hijos de Teresa. La primera vez que los ve, su presencia es casi espectral, él se encuentra parado en la puerta de una sala, los niños entran con sus criadas, comen, tiran sus sobras y se van. El juego es doble, ¿son ellos recuerdos de una forma de vida que está a punto de desaparecer, o es él el fantasma de las vidas extintas de sus progenitores (si bien el padre aún no ha muerto)?
El personaje posiblemente más grotesco de la novela es el zambo Clemente. Descrito por el tío Alejo como “más malo que Lucifer”. Clemente es el sirviente más zalamero y cruel que encuentra Juan en toda su infancia. Él lo atormentará con la idea de que un duende vive en la biblioteca y que solo los exorcismos del padre Arredondo mantienen su presencia a raya. Clemente será por excelencia el representante de una suerte de juego de máscaras -que se aplica a varios otros personajes como Teresa, el licenciado Sulpicio Burgullo o el padre Arredondo- en el que su rostro monstruoso se revela ante Juan pero se esconde en el servilismo que muestra hacia los demás.
Todo en este espacio apunta a crear un ambiente violento, donde nada es lo que parece. Esta situación solo irá acrecentándose a medida que se desenvuelve el relato, con una de las escenas más descarnadas, que es el punto más álgido del horror vivido en la casa de la señora Márquez y Altamira: el asesinato del pongo a manos de las tropas realistas, y su cadáver bañado en un charco de sangre a los pies del cuadro del arcángel San Miguel, que parece hallar un eco en el perro muerto a la entrada del camino que conducirá a Juan donde su padre.
Cuando Edgar Allan Poe escribía sus cuentos casi siempre hablaba de personajes con facultades hipersensibles, oprimidos por un espacio tétrico cubierto de locura y muerte, capaces de percibir y descubrir una realidad terrible, omisa a los ojos de los demás; Juan, dentro el universo de su ascendencia paterna no solo encontrará algo similar sino que también encarnará ese sentimiento, en sus propias palabras: “Creo que hay no sé qué facultad de adivinación que aún no conocemos, pero que se revela de ese modo en muchas personas de un temperamento nervioso como el mío”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario