El horror y el esperpento en Juan de la Rosa
Bien vale la pena refrescar la memoria con una lectura de uno de los grandes clásicos nacionales, a propósito de la reciente reedición a cargo de la BBB.
Alejandra
Hubner
La
novela Juan de la Rosa (1885) -recientemente
reeditada por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia- relata la vida de un
niño llamado Juan, entrecruzada por los acontecimientos históricos de los
conflictos coloniales y las luchas por la independencia en el territorio boliviano,
particularmente en Cochabamba, que es donde transcurre la historia.
Juan
vive con su madre e ignora casi por completo, y hasta la muerte de ella, la
identidad de su padre y de su familia en general, que será paulatinamente
descubierta, como una verdad abominable y desgarradora, hasta el final de la
obra.
Inmediatamente
después de la muerte de su madre, Juan debe partir de su sencilla y frugal
vivienda para ir a vivir a la casa de Teresa Márquez y Altamira, su tía paterna.
Hasta ese momento, todavía no se nos ha revelado, ni tampoco a Juan, la
relación exacta de estos personajes con el niño. Basta recordar que pocas
páginas antes, y como sentencia de muerte de la madre, aparece el padre
Robustiano Arredondo, un cura “proverbialmente obeso” (en palabras del narrador),
que afirma que el niño será recibido por “la noble señora” siempre y cuando la
madre renuncie a volver a verlo para siempre. Poco después el niño parte
acompañado del cura Arredondo a la morada del enigmático personaje a quien Juan
solo conoce como noble señora.
La
casa de la señora Márquez y Altamira, descrita como un conventillo con un patio
que conduce a otro patio y este a otro, es posiblemente uno de los espacios más
extraños y pintorescos de la novela -exceptuando quizás la torre en la que vive
recluido el padre de Juan- y su descripción nos muestra un territorio grotesco,
histriónico en su fervor cristiano, decadente en su lujo y aterrador aunque
fascinante al igual que los personajes que lo habitan.
En
cierta medida es difícil no encontrar en todo el universo de la casa de doña
Teresa Márquez y Altamira, una viuda que regenta el conventillo, un lugar
repleto de hipérboles que rayan en el terreno de lo desproporcionado, lo
horrendo y desfigurado. El primer rostro que aparece ante Juan es el de una sirvienta
negra, descrita monstruosamente, casi como una calavera, frente hundida,
pómulos muy salientes, bizca, sin dientes. El mismo toque de deformidad
circense ocurre con la mayoría de los personajes adultos que recorrerán la casa
de Teresa, ahondando aún más en la idea de una especie de linaje decadente y
maldito.
En
el interior todo transcurre en la penumbra, Juan debe hacer esfuerzos para
poder ver lo que está frente a él. El aire se define como irrespirable,
cubierto de un humo permanente producido por los cigarros de doña Teresa, a
modo de una neblina eterna e inexorable que cubre la casa.
Sin
duda el escenario lúgubre del lugar se mantiene a lo largo de todas sus
apariciones en la novela, sin embargo, es interesante notar el momento
iniciático -el ingreso y la salida definitiva de esa casa, propulsada en el
primer caso por la muerte de la madre y en el segundo por la de Fray Justo, hechos
que marcarán el quiebre de una etapa de inocencia en Juan a una de pleno
conocimiento- en el que se hace el descubrimiento de la morada.
Entre
uno de los episodios notables de las primeras impresiones de la llegada del
niño -además de las descripciones de la casa en sí misma, con un portón que
tiene pintado a un león que parece una vieja haciendo un gesto horrible y un
retablo lleno de santos vestidos de oro- aparece el encuentro de Juan con los hijos de Teresa. La primera vez que los ve, su
presencia es casi espectral, él se encuentra parado en la puerta de una sala,
los niños entran con sus criadas, comen, tiran sus sobras y se van. El juego es
doble, ¿son ellos recuerdos de una forma de vida que está a punto de
desaparecer, o es él el fantasma de las vidas extintas de sus progenitores (si
bien el padre aún no ha muerto)?
El
personaje posiblemente más grotesco de la novela es el zambo Clemente. Descrito
por el tío Alejo como “más malo que Lucifer”. Clemente es el sirviente más
zalamero y cruel que encuentra Juan en toda su infancia. Él lo atormentará con
la idea de que un duende vive en la biblioteca y que solo los exorcismos del
padre Arredondo mantienen su presencia a raya. Clemente será por excelencia el
representante de una suerte de juego de máscaras -que se aplica a varios otros
personajes como Teresa, el licenciado Sulpicio Burgullo o el padre Arredondo-
en el que su rostro monstruoso se revela ante Juan pero se esconde en el
servilismo que muestra hacia los demás.
Todo
en este espacio apunta a crear un ambiente violento, donde nada es lo que
parece. Esta situación solo irá acrecentándose a medida que se desenvuelve el
relato, con una de las escenas más descarnadas, que es el punto más álgido del
horror vivido en la casa de la señora Márquez y Altamira: el asesinato del pongo
a manos de las tropas realistas, y su cadáver bañado
en un charco de sangre a los pies del cuadro del arcángel San Miguel, que
parece hallar un eco en el perro muerto a la entrada del camino que conducirá a
Juan donde su padre.
Cuando
Edgar Allan Poe escribía sus cuentos casi siempre hablaba de personajes con
facultades hipersensibles, oprimidos por un espacio tétrico cubierto de locura
y muerte, capaces de percibir y descubrir una realidad terrible, omisa a los
ojos de los demás; Juan, dentro el universo de su ascendencia paterna no solo
encontrará algo similar sino que también encarnará ese sentimiento, en sus
propias palabras: “Creo que hay no sé qué facultad de adivinación que aún no
conocemos, pero que se revela de ese modo en muchas personas de un temperamento
nervioso como el mío”.
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