viernes, 30 de diciembre de 2016

Libros

País de disturbios, país de novela



Texto leído hace algunas semanas durante la presentación en La Paz de la novela El rostro de la furia, de Enrique Rocha Monroy, editada por 3600.


Luis Carlos Sanabria

Queda demostrado, a lo largo de los casi 200 años de existencia independiente de Bolivia, que si hay algo para lo que los bolivianos somos buenos, es para el disturbio. Ya sea en pos de buenas causas, como pretexto para oscuras intenciones, o simple vandalismo, hemos sido testigos -innumerables veces- de cómo turbas mataron, saquearon, incendiaron o destruyeron.
El disturbio ha sido clave para la historia política del país. En 2003, un disturbio a gran escala acabó con el paradigma político y social imperante y abrió la posibilidad a la construcción de un Estado Plurinacional. Aproximadamente 50 años antes, otro disturbio de dimensiones, la Revolución Nacional, cambió el paradigma previo que ignoraba a una gran parte de la nación y procuraba los intereses propios de las clases dominantes. Así también, otro disturbio, particularmente violento, es el que narra El rostro de la furia, novela de Enrique Rocha Monroy, publicada originalmente en 1979, reimpresa en 1987 y que ahora se presenta en su tercera edición a cargo de 3600.
Después de varios años en que fue injustamente olvidada, esta obra vuelve a la circulación para refrescar la memoria de los bolivianos y acercarnos al lado humano de un hecho trascendental en nuestra historia.
Antes que nada, hay que resaltar que los dos aspectos fundamentales de este libro: lo temático y lo estilístico, mantienen plena vigencia y frescura, a pesar del largo tiempo transcurrido desde el hecho histórico que narra (1946) e incluso de su primera edición (37 años).

Conspiración y sacrificio
El primer aspecto importante de esta novela es sin duda el tema, lo histórico. El relato principal refleja los acontecimientos sangrientos del 21 de julio de 1946, cuando una turba enfurecida y guiada por intereses políticos, tras distintos actos violentos en la ciudad, irrumpe en Palacio Quemado y lincha al presidente Gualberto Villarroel.
Aunque se concentra en este hecho particular, El rostro de la furia es un texto de gran significación para comprender el proceso político más importante del siglo XX en Bolivia: la Revolución de 1952, que encuentra en Villarroel a su proto-héroe.
En la novela se retrata cabalmente al presidente, un militar que después de la Guerra del Chaco entiende que el país necesita un cambio urgente, y junto a sus camaradas de armas forma RADEPA, una logia que permitirá el desarrollo de un razonamiento político sobre el estado de las cosas y la necesidad de un cambio.
Sin embargo la logia no opera como partido político, por eso su aliado principal es el MNR que, una vez en el poder, conforma su gabinete con quienes a la postre serían los ideólogos de la Revolución Nacional: Víctor Paz Estenssoro, Germán Monroy Block, Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, Hernán Siles Suazo y Julio Suazo Cuenca entre otros.
Los cambios sociales que promueve Villarroel no son del agrado de la élite económica que sale a las calles y manipula políticamente a distintos grupos que protestan por ciertos usos extremos de la fuerza pública desde el gobierno. Los ánimos se caldean y comienza una campaña, narrada por Rocha Monroy con suspenso y pasión, que acabará cuando la turba, impulsada por los piristas, linche al Presidente y lo cuelgue de un farol en la Plaza Murillo.
La narración no se detiene en ese único suceso fundamental, sino que toma un interesante matiz y revisa los antecedentes familiares de Monroy Block, materializados de forma magistral en una máquina de coser Singer que debe ser rescatada, o en la prisión y confinamiento que sufren los miembros del gabinete y la relación que entablan cuando Enrique Rocha Monroy rememora el penal de Coati en que presos comunes conviven con los fundadores del MNR antes del golpe revolucionario del 20 de diciembre de 1943.
La muerte de Villarroel metaforizada como un sacrificio mesiánico, es el primer paso antes de que sus seguidores se encarguen de inmortalizar el legado del mártir en una revolución que cambiará la lógica política del país.

Cuestión de estilo
El otro aspecto relevante del libro es una cuestión de estilo. En su forma y estructura abraza y maneja, con cierta arbitrariedad lúcida, distintos géneros. En las partes que se refieren a  los sucesos inminentemente históricos, la narración adquiere características de la crónica periodística, que no escatima datos verificables a fin de dar toda la veracidad posible al relato; se despoja de cualquier juicio de valor y narra incluso los cantos vituperantes que la turba maneja como consigna. Deja por un momento de ser novela, para convertirse con maestría en historia plena.
Hay otros momentos del libro -polifónico, evidentemente- en que la narración recae en un testigo vivencial, que no es otro que “el autor”, un niño de 14 años que relata el testimonio de cómo los universitarios -parte de los revoltosos- asaltaron su casa, destrozaron sus bienes y peregrina asustado y solo a Plaza Murillo en busca de algún familiar o conocido, con el miedo presente por el rumor que otros niños le hicieron llegar: “han colgado a tu tío en la Plaza Murillo”.
El tercer estilo, el tercer narrador, es enteramente ficcional, el más novelado, que no duda en conducir a través de una duermevela en la que Villarroel reconstruye su vida hasta el momento previo a su linchamiento, y puede ver, cara a cara, el rostro de la furia. Es la misma voz que metaforiza al pirismo como una mamá-rosca, matrona en todo caso, que dirige una orgía voraz y espeluznante.

El rostro de la furia es, sin duda, un libro que merece ser leído por las nuevas generaciones de bolivianos, tanto por su valor histórico como literario.

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