País de disturbios, país de novela
Texto leído hace algunas semanas durante la presentación en La Paz de la novela El rostro de la furia, de Enrique Rocha Monroy, editada por 3600.
Luis
Carlos Sanabria
Queda
demostrado, a lo largo de los casi 200 años de existencia independiente de
Bolivia, que si hay algo para lo que los bolivianos somos buenos, es para el
disturbio. Ya sea en pos de buenas causas, como pretexto para oscuras
intenciones, o simple vandalismo, hemos sido testigos -innumerables veces- de
cómo turbas mataron, saquearon, incendiaron o destruyeron.
El
disturbio ha sido clave para la historia política del país. En 2003, un
disturbio a gran escala acabó con el paradigma político y social imperante y
abrió la posibilidad a la construcción de un Estado Plurinacional.
Aproximadamente 50 años antes, otro disturbio de dimensiones, la Revolución
Nacional, cambió el paradigma previo que ignoraba a una gran parte de la nación
y procuraba los intereses propios de las clases dominantes. Así también, otro
disturbio, particularmente violento, es el que narra El rostro de la furia, novela de Enrique Rocha Monroy, publicada
originalmente en 1979, reimpresa en 1987 y que ahora se presenta en su tercera
edición a cargo de 3600.
Después
de varios años en que fue injustamente olvidada, esta obra vuelve a la
circulación para refrescar la memoria de los bolivianos y acercarnos al lado
humano de un hecho trascendental en nuestra historia.
Antes
que nada, hay que resaltar que los dos aspectos fundamentales de este libro: lo
temático y lo estilístico, mantienen plena vigencia y frescura, a pesar del
largo tiempo transcurrido desde el hecho histórico que narra (1946) e incluso
de su primera edición (37 años).
Conspiración y sacrificio
El
primer aspecto importante de esta novela es sin duda el tema, lo histórico. El
relato principal refleja los acontecimientos sangrientos del 21 de julio de
1946, cuando una turba enfurecida y guiada por intereses políticos, tras
distintos actos violentos en la ciudad, irrumpe en Palacio Quemado y lincha al
presidente Gualberto Villarroel.
Aunque
se concentra en este hecho particular, El
rostro de la furia es un texto de gran significación para comprender el
proceso político más importante del siglo XX en Bolivia: la Revolución de 1952,
que encuentra en Villarroel a su proto-héroe.
En
la novela se retrata cabalmente al presidente, un militar que después de la
Guerra del Chaco entiende que el país necesita un cambio urgente, y junto a sus
camaradas de armas forma RADEPA, una logia que permitirá el desarrollo de un
razonamiento político sobre el estado de las cosas y la necesidad de un cambio.
Sin
embargo la logia no opera como partido político, por eso su aliado principal es
el MNR que, una vez en el poder, conforma su gabinete con quienes a la postre
serían los ideólogos de la Revolución Nacional: Víctor Paz Estenssoro, Germán
Monroy Block, Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, Hernán Siles Suazo y Julio
Suazo Cuenca entre otros.
Los
cambios sociales que promueve Villarroel no son del agrado de la élite
económica que sale a las calles y manipula políticamente a distintos grupos que
protestan por ciertos usos extremos de la fuerza pública desde el gobierno. Los
ánimos se caldean y comienza una campaña, narrada por Rocha Monroy con suspenso
y pasión, que acabará cuando la turba, impulsada por los piristas, linche al Presidente
y lo cuelgue de un farol en la Plaza Murillo.
La
narración no se detiene en ese único suceso fundamental, sino que toma un
interesante matiz y revisa los antecedentes familiares de Monroy Block, materializados
de forma magistral en una máquina de coser Singer que debe ser rescatada, o en
la prisión y confinamiento que sufren los miembros del gabinete y la relación
que entablan cuando Enrique Rocha Monroy rememora el penal de Coati en que presos
comunes conviven con los fundadores del MNR antes del golpe revolucionario del
20 de diciembre de 1943.
La
muerte de Villarroel metaforizada como un sacrificio mesiánico, es el primer
paso antes de que sus seguidores se encarguen de inmortalizar el legado del
mártir en una revolución que cambiará la lógica política del país.
Cuestión de estilo
El
otro aspecto relevante del libro es una cuestión de estilo. En su forma y
estructura abraza y maneja, con cierta arbitrariedad lúcida, distintos géneros.
En las partes que se refieren a los
sucesos inminentemente históricos, la narración adquiere características de la
crónica periodística, que no escatima datos verificables a fin de dar toda la
veracidad posible al relato; se despoja de cualquier juicio de valor y narra
incluso los cantos vituperantes que la turba maneja como consigna. Deja por un
momento de ser novela, para convertirse con maestría en historia plena.
Hay
otros momentos del libro -polifónico, evidentemente- en que la narración recae
en un testigo vivencial, que no es otro que “el autor”, un niño de 14 años que
relata el testimonio de cómo los universitarios -parte de los revoltosos-
asaltaron su casa, destrozaron sus bienes y peregrina asustado y solo a Plaza
Murillo en busca de algún familiar o conocido, con el miedo presente por el
rumor que otros niños le hicieron llegar: “han colgado a tu tío en la Plaza
Murillo”.
El
tercer estilo, el tercer narrador, es enteramente ficcional, el más novelado,
que no duda en conducir a través de una duermevela en la que Villarroel
reconstruye su vida hasta el momento previo a su linchamiento, y puede ver,
cara a cara, el rostro de la furia. Es la misma voz que metaforiza al pirismo
como una mamá-rosca, matrona en todo caso, que dirige una orgía voraz y
espeluznante.
El rostro de la furia es, sin
duda, un libro que merece ser leído por las nuevas generaciones de bolivianos,
tanto por su valor histórico como literario.
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