El regalo interminable
Una bitácora personal borgeana. La trascendencia e influencia del escritor argentino en toda una vida de lecturas; en todo un destino.
Edwin Guzmán Ortiz
Tantos años transcurrieron
desde aquella tarde en que, después de fatigar las baquetas sobre una
improvisada batería, maquinalmente tomé un libro cercano: Elogio de la sombra de Jorge Luis Borges, y al azar abrí una página
que titulaba “The unending gift”. El
texto de aquel ejemplar de mi padre, desde el primer párrafo mágicamente me
poseyó: “Un pintor nos prometió un
cuadro. Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la
tristeza de comprender que somos como un sueño. Pensé en el hombre y el cuadro
perdidos. (Solo los dioses pueden prometer porque son inmortales…).
En cierto lugar de
mi biblioteca, altivo y trajinado por incontables lecturas, pero siempre
resplandeciente, se yergue aquel ejemplar de editorial Emecé (edición de 1969),
con la tapa celeste atravesada por blancas listas horizontales. Por supuesto,
se trata de un libro de culto personal, un libro inaugural, la puerta que me
abrió a la ventura de la obra borgiana y a la incesante biblioteca asperjada
entre la existencia humana. Ahora, con gratitud, sé inequívocamente el
significado que tiene The unending gift, prodigado por el azar y
sus secretas leyes.
Los poemas, los
textos en prosa, son caminos. Su lectura no se agota, algunos han terminado
habitando la memoria, como reza el poema final, Elogio de la sombra, “los que sigo leyendo en la memoria, leyendo y
transformando”. Un lento y persistente proceso de “a/borgesamiento” ha sido consecuencia de
aquel feliz encuentro: las obsesiones y mitología del poeta fluctuando entre
sus ojos apenumbrados y una extraordinaria lucidez poética. No es frecuente
percibir tanta literatura, tanta visión, en la aparente paradoja.
Mis días junto al
libro guardan anécdotas y vivencias, algunas que lindan incluso con una íntima
soberbia. Claro, sentir a Borges bullir en la conciencia de aquel joven de 16
años era un privilegio y la adolescente iniciación de un discipulado. Otras que
fortalecieron la complicidad de una entrañable fratría: libros capitales erigen
comunidades adherentes, discreta comunión de quienes comparten el pan sagrado
de la poesía.
Innumerables viajes
y circunstancias rodearon su lectura y todas continúan albergando un poco de
Borges. Palabras pretendidamente mías brotando de su palabra, imágenes que el
parpadeo del tiempo no ha borrado y que se funden entre la Plaza de Mayo y el
Cerrato de Oruro, entre la batalla de Suipacha y el traqueteo del tren camino a
Villazón.
Lecturas que
propiciaron la ardua empresa de desentrañar a sus autores in fábula. Pienso en Heráclito, poeta pensador y digno
representante de la materia oscura; la caída en aquel consumado inalcanzable:
Joyce, o discurrir el legado filosófico de Baruch Spinoza, hoy, al cabo, dueño
de una vigencia y lucidez que asombran. Chesterton, Conrad, el Dr. Johnson, Mauthner,
Lugones, en fin, referentes de la omnisapiencia borgiana. Pero, las más,
gestaron esa honda satisfacción de leer y releer sus páginas, sentir que ese
acto constituye una de las formas de la felicidad.
La literatura de
Borges se halla colmada de referencias librescas. Personajes, lugares y tramas se confunden con páginas, obras y
autores. Reales, imaginarios, reescritos por la lectura, transfigurados gracias
a la prodigiosa imaginación de su autor. Espejos que multiplican la realidad y
la transmutan, ya bifurcándose como los senderos de aquellos jardines,
desdoblándose como en “Borges y yo”, reproduciéndose ad infinitum por la conjunción de un espejo y una enciclopedia,
propiciando travesías en el laberinto del yo a través de
palabras-laberinto.
Sospecho que todos
los lectores tienen una experiencia particular con sus libros capitales,
símbolos de indudable trascendencia. Detrás de cada libro hay una historia
personal, una suma de historias detrás de cada biblioteca, además de las
historias que las obras albergan por supuesto. En realidad las historias se
tocan, la escritura lame el objeto que la contiene, los actos que acompañan su
lectura y la conciencia del lector amparado por la luz del silencio. Así se
tornan profundamente personales. Chatier decía: la lectura no es solo una
operación intelectual abstracta, es una puesta a prueba del cuerpo, la
inscripción de un espacio, la relación consigo mismo y con los demás.
De aquel Borges a
este Borges -hoy rodeado por una comparsa heteróclita- hay una sucesión de
libros que sería fatigoso nombrar. Meandros, vías circulares, contrarutas,
caminos paralelos, desarraigo, extravíos, zonas de promiscuidad, summa de
autores afines, antípodas. Un cúmulo de lomos arrimados: animal de mil ojos,
universos innumerables, obras irredentas, nido de inminentes palabras, sentidos
serpeantes, imaginarios preñados de imaginarios preñados de… Libros que
conjugados e imaginados forman parte de aquella Biblioteca de Babel que
concibió el maestro, el libro de arena de infinitas páginas.
Atraviesan la
historia, el espíritu de la historia, la vida de las personas. Nos eligen
producto de obsequiosas circunstancias, nos lanzan a búsquedas obsesivas e
impenitentes, hijos del azar, de la necesidad de remontar la soledad, a
recurrir a impostergables respuestas, a veces nos inducen a obrar inspirados
por el aliento seductor de sus palabras. Toman nuestro tiempo y confunden su
tiempo con el nuestro, multiplican la experiencia de vivir, traman destinos
im/previsibles, redescubren el corazón, también nos revelan las razones que
trama la muerte. Libros que se cierran hasta el fin del mundo, y a los que se
retorna obsesivamente como al lugar del crimen.
En torno al libro
se juega el ritual, la comedida empresa de abordarlo en el lugar y momento
propicios. Personalmente sostengo que un poemario brilla más en una lectura
nocturna -como la audición del jazz. En cambio, la novela atraviesa el día cual
nave de imponente eslora.
No siempre
impolutos e inmaculados, o erguidos en sitial respetable. Algunos, con el
bautismo granate del vino en sus páginas trajinadas por noches de bohemia.
Ajados y pringados ejemplares sobrevivientes a la pasión y al desvarío. Las
tapas aradas por colmillos de insaciables súcubos que recuerdan consumadas
travesías manoteando el alba, donde la lectura altisonante de inflamados poemas
aún resuena desde aquellas voces fraternales que amarillea el tiempo.
Es impredecible lo
que un libro puede desencadenar, inesperado lo que puede albergar. Porque en cada libro hay una apuesta contra
el olvido, una postura contra el silencio que solo puede ganarse cuando el
libro vuelve a abrirse. Un libro es una nave, un acelerador del imaginario, un
expansor del espíritu. La progresión geométrica de páginas e ideas. Y es, por
supuesto, un regalo interminable.
Aquel lejano
instante que leí The Unending gift,
en ese atardecer de la casa Murguía, “…existe
de algún modo. Vivirá y crecerá como una música y estará conmigo hasta el fin.
Gracias, Jorge Luis. (También los hombres pueden prometer, porque en la promesa
hay algo inmortal).
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