viernes, 30 de diciembre de 2016

Parhelio

[Saenz y los trabajos de la poesía]

Sobre la poesía interior de algunos poetas, y sobre la praxis poética, entre otras cosas; siempre a partir de Jaime Saenz.

 
Imagen de Bruckner publicada en
La Mariposa Mundial 18
Rodolfo Ortiz 

En la “Editorial” de La Mariposa Mundial Nº 18 quise reflejar cierta noción de la dicha de escribir. Ser un poeta, a la manera de nadie, señalará siempre un camino ajeno a la literatura. Cuando Saenz se interrogaba “para qué intentar la obra, para qué la obra, eso es lo que muchas veces me pregunto”, encontramos que en el filo de tal indagación lo central no es el centro, sino más bien la búsqueda de ese centro, “el camino, no la respuesta”, como confirmará él mismo.
Esto puede prefigurar el inicio de su aventura, un grosor de múltiples resonancias donde se cierne la imagen oculta de su hacer, o si se quiere, de “los trabajos de la poesía”, según escribe en una página mecanografiada de La Piedra Imán. ¿Dónde precisar esta experiencia, que como en Benjamin, se orienta menos al resultado que a la aventura? Saenz, asumiendo que para ser poeta “no necesariamente se tiene que escribir poemas”, elige la afirmación de una soledad que se extiende hacia los muertos y donde también amenaza la fascinación de escribir.

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Pero en el otro lado de la balanza están las lecturas que se hicieron de Saenz. Habrá que notar que su historia es también una historia “ideal” de otros trabajadores esta vez de sus trabajos. Llegamos a momentos luminosos cuando se nos advierte que la indagación de la escritura saenzeana prefigura una “poesía interior que es objetiva” (Antezana dixit), que topológicamente es un internarse en el viaje de una obra que goza de sus excesos en cada uno de sus pasajes, de sus pliegues y de sus instantes verbales, a la manera de los márgenes de un libro total que siempre huye, o donde todo lo que está al alcance escapa, apenas alcanzado. Un accionar la obra para liberarla, al mismo tiempo, “del yugo opresor del sentido, de la tiranía de la Totalidad” (Jabès dixit). La bienvenida a ese “todo” y “no todo” en la obra, asume aquí el carácter de una fuerza íntima, de una necesidad desplegada, que indaga siempre en la imposibilidad de atrapar, también desde la lectura, ese afuera que Saenz supo prefigurar a través de su escritura, claro está, en contra de esa “tiranía de la totalidad”, en la cual muchos lectores selectos de su obra cayeron sin más, alimentando un aparato crítico que adjudica la legitimidad y prestigio de ciertos saberes hallados de primera y segunda mano, y que hábilmente son volcados en una especie de tecnología de la reproducción crítica, donde es fácilmente aceptable la generalización de todo aquello que se toca desde tal aparataje conceptual.
Era muy obvio que a la postre iría a surgir cierto síntoma en el ámbito mismo de esta sociedad de lectores, que de una u otra manera, y a favor de la repetición, comenzaron a ejercer, consciente o inconscientemente, la consigna de “olvidar a Saenz”. Y no es de reprochar, la academia de lectores que le tocó a Saenz fue muy hábil en su capacidad igualadora, pues para estar en ella y con Saenz, todo el espectro lector estaba obligado a hacer lo mismo, “siguiendo las mismas tendencias de un mercado simbólico especializado”, para utilizar las palabras de Sarlo cuando se refiere a un fenómeno similar sufrido por Benjamin.
Por suerte los lectores de nuestros días poseen también hábiles competencias para saber hacer con su síntoma. Los trabajos de lectura registrados sobre la obra de Saenz, en este entendido, ganan por sintomáticos, y en muchos sentidos, pues no olvidemos que un síntoma es una metáfora abierta, donde caben todas las apropiaciones posibles de lo que se llama “otredad”. Sin embargo, es viable, operativo, en este caso, esperar las sorpresas que los archivos de Saenz habrán de provocar algún momento, consolidando un nuevo fenómeno de constelación interior, donde los “trabajos de su poesía” habrán de sintonizar nuevamente con un lector capaz de trascender el “yugo opresor del sentido” y la “red de contradicciones” a la cual fue sometida muchas veces esta obra.

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Como sugería Walter Benjamín en su tesis doctoral de 1918, se trata de establecer una “historia de los problemas”, en tanto éstos, los problemas, conciernen no solamente a la tarea filosófica, sino también a disciplinas y prácticas que se hallan fuera, alrededor, expulsadas de ella. De ahí la mención posterior acerca del “empobrecimiento de la experiencia en el siglo XX” y de su necesaria restitución con el pasado. Así mismo, la escisión del platonismo que se va repensando desde Borda o Churata, nos abre toneladas de cosas para reordenar aquello que de “platónico” se hizo de la obra de Saenz, a propósito de un dualismo metafísico que ahogó una poiesis en torno al entendido de un falso romanticismo que vindica no el poema, o su proceso, sino una noción de poesía altamente contaminada de oscuridad, substancialismo o misticismo trascendentalista.

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En este marco, el Romanticismo –alemán- se propone como la conciencia de una abertura, de un abismo. Pero es también una respuesta a esta desgarradura. Hoy podríamos insistir en que a partir del romanticismo la poesía se transforma en acto, y este cambio de dirección es quizás la primera raíz presente en la poética de Saenz: “…nada podrá hacerse sin antes haber vivido las experiencias que precisamente forman parte de los trabajos de la poesía”, advierte en otra página mecanografiada de La Piedra Imán. Sin embargo, el lector solus, pauper, nudus que nos recuerda Víctor Hugo en su “Prólogo de Cromwell”, sabe que la poesía como acto ha existido desde siempre. Pero el acto de Arquíloco de Paros escanciando vino “hasta el fondo de eses”, no es el de Saenz robando un pie de la Morgue miraflorina en la ciudad de La Paz. Las distancias son insalvables, podríamos imaginarlas, hasta cierto punto, indisolubles una en otra. La historia de los problemas, recuerda Benjamin, también está inmersa en una especie de río conceptual de sus transformaciones.
Cuando Saenz afirma que “para escribir poesía, hay que hacer poesía”, desplegamos el proceso creativo de la dimensión de obra a la dimensión de experiencia. Consagrarse a la creación es antes bien una experiencia, parece sugerir Saenz, pero también un acto que se resiste al espejismo de una comunicabilidad inmediata. La “experiencia” no es algo que se resume en el empirismo del hurto o la ebriedad, es quizás un acto de retirada al horror o al vacío. El gesto romántico, por ejemplo, radicaliza la experiencia asumiéndola como “retirada a lo profundo” (Berlin dixit) y esa es la condición que ha sembrado para todo acto creativo. La creación de una necesidad, una motivación, un impulso, caros a Saenz, pero también la liberación de una búsqueda que se tensa contra la generalidad realista.
La praxis de todo gran escritor es siempre incierta. Parece provenir de un proceso negativo y atroz que establece con las cosas del mundo. Una búsqueda de movilizar la experiencia en la aventura de escribir lo incesante, lo interminable, o en el camino mismo que implica, por ejemplo, escuchar la 9na Sinfonía en Re Menor de Bruckner y escudriñar su carácter de obra interrumpida y compuesta por fragmentos inconexos, que para Saenz, dicho sea, será el aprendizaje de la creación de una obra como principio único e indivisible para conectar cosas inconexas. Una obra como la de Bruckner que pervive en la imagen del artista muriendo en la Abadía de San Florián con un rollo de papeles ilegibles en la mano.


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