[Saenz y los trabajos de la poesía]
Sobre la poesía interior de algunos poetas, y sobre la praxis poética, entre otras cosas; siempre a partir de Jaime Saenz.
Rodolfo Ortiz
En la “Editorial” de La
Mariposa Mundial Nº 18 quise reflejar cierta noción de la dicha de
escribir. Ser un poeta, a la manera de nadie, señalará siempre un camino ajeno
a la literatura. Cuando Saenz se interrogaba “para qué intentar la obra, para
qué la obra, eso es lo que muchas veces me pregunto”, encontramos que en el
filo de tal indagación lo central no es el centro, sino más bien la búsqueda de
ese centro, “el camino, no la respuesta”, como confirmará él mismo.
Esto puede prefigurar el inicio de su aventura, un grosor de
múltiples resonancias donde se cierne la imagen oculta de su hacer, o si se
quiere, de “los trabajos de la poesía”, según escribe en una página mecanografiada de La
Piedra Imán. ¿Dónde precisar esta experiencia, que como en Benjamin, se orienta
menos al resultado que a la aventura? Saenz, asumiendo que para ser poeta “no
necesariamente se tiene que escribir poemas”, elige la afirmación de una
soledad que se extiende hacia los muertos y donde también amenaza la
fascinación de escribir.
*
Pero en el otro lado de la balanza están las lecturas que se
hicieron de Saenz. Habrá que notar que su historia es también una historia
“ideal” de otros trabajadores esta vez de sus trabajos. Llegamos a momentos luminosos
cuando se nos advierte que la indagación de la escritura saenzeana prefigura
una “poesía interior que es objetiva” (Antezana dixit), que topológicamente es un internarse en el viaje de una
obra que goza de sus excesos en cada uno de sus pasajes, de sus pliegues y de
sus instantes verbales, a la manera de los márgenes de un libro total que
siempre huye, o donde todo lo que está al alcance escapa, apenas alcanzado. Un
accionar la obra para liberarla, al mismo tiempo, “del yugo opresor del sentido,
de la tiranía de la Totalidad” (Jabès dixit).
La bienvenida a ese “todo” y “no todo” en la obra, asume aquí el carácter de
una fuerza íntima, de una necesidad desplegada, que indaga siempre en la
imposibilidad de atrapar, también desde la lectura, ese afuera que Saenz supo prefigurar a través de su escritura, claro
está, en contra de esa “tiranía de la totalidad”, en la cual muchos lectores
selectos de su obra cayeron sin más, alimentando un aparato crítico que
adjudica la legitimidad y prestigio de ciertos saberes hallados de primera y
segunda mano, y que hábilmente son volcados en una especie de tecnología de la
reproducción crítica, donde es fácilmente aceptable la generalización de todo
aquello que se toca desde tal aparataje conceptual.
Era muy obvio que a la postre iría a surgir cierto síntoma en el
ámbito mismo de esta sociedad de lectores, que de una u otra manera, y a favor
de la repetición, comenzaron a ejercer, consciente o inconscientemente, la
consigna de “olvidar a Saenz”. Y no es de reprochar, la academia de lectores
que le tocó a Saenz fue muy hábil en su capacidad igualadora, pues para estar
en ella y con Saenz, todo el espectro lector estaba obligado a hacer lo mismo,
“siguiendo las mismas tendencias de un mercado simbólico especializado”, para utilizar
las palabras de Sarlo cuando se refiere a un fenómeno similar sufrido por
Benjamin.
Por suerte los lectores de nuestros días poseen también hábiles
competencias para saber hacer con su
síntoma. Los trabajos de lectura registrados sobre la obra de Saenz, en este
entendido, ganan por sintomáticos, y en muchos sentidos, pues no olvidemos que
un síntoma es una metáfora abierta, donde caben todas las apropiaciones
posibles de lo que se llama “otredad”. Sin embargo, es viable, operativo, en
este caso, esperar las sorpresas que los archivos de Saenz habrán de provocar
algún momento, consolidando un nuevo fenómeno de constelación interior, donde
los “trabajos de su poesía” habrán de
sintonizar nuevamente con un lector capaz de trascender el “yugo opresor del
sentido” y la “red de contradicciones” a la cual fue sometida muchas veces esta
obra.
*
Como sugería Walter Benjamín en su tesis doctoral de 1918, se
trata de establecer una “historia de los problemas”, en tanto éstos, los
problemas, conciernen no solamente a la tarea filosófica, sino también a
disciplinas y prácticas que se hallan fuera, alrededor, expulsadas de ella. De
ahí la mención posterior acerca del “empobrecimiento de la experiencia en el
siglo XX” y de su necesaria restitución con el pasado. Así mismo, la escisión
del platonismo que se va repensando desde Borda o Churata, nos abre toneladas
de cosas para reordenar aquello que de “platónico” se hizo de la obra de Saenz,
a propósito de un dualismo metafísico que ahogó una poiesis en torno al entendido de un falso romanticismo que vindica
no el poema, o su proceso, sino una noción de poesía altamente contaminada de
oscuridad, substancialismo o misticismo trascendentalista.
*
En este marco, el Romanticismo –alemán- se propone como la conciencia de una abertura, de un abismo. Pero
es también una respuesta a esta desgarradura. Hoy podríamos insistir en que a
partir del romanticismo la poesía se transforma en acto, y este cambio de
dirección es quizás la primera raíz presente en la poética de Saenz: “…nada podrá hacerse sin antes haber vivido las experiencias que
precisamente forman parte de los trabajos de la poesía”, advierte en otra
página mecanografiada de La Piedra Imán.
Sin embargo, el lector solus, pauper, nudus que nos recuerda
Víctor Hugo en su “Prólogo de Cromwell”, sabe que la poesía como acto ha
existido desde siempre. Pero el acto de Arquíloco de Paros escanciando vino
“hasta el fondo de eses”, no es el de Saenz robando un pie de la Morgue
miraflorina en la ciudad de La Paz. Las distancias son insalvables, podríamos
imaginarlas, hasta cierto punto, indisolubles una en otra. La historia de los
problemas, recuerda Benjamin, también está inmersa en una especie de río
conceptual de sus transformaciones.
Cuando Saenz afirma que “para escribir poesía, hay que hacer
poesía”, desplegamos el proceso creativo de la dimensión de obra a la dimensión
de experiencia. Consagrarse a la creación es antes bien una experiencia, parece
sugerir Saenz, pero también un acto que se resiste al espejismo de una
comunicabilidad inmediata. La “experiencia” no es algo que se resume en el
empirismo del hurto o la ebriedad, es quizás un acto de retirada al horror o al
vacío. El gesto romántico, por ejemplo, radicaliza la experiencia asumiéndola
como “retirada a lo profundo” (Berlin dixit)
y esa es la condición que ha sembrado para todo acto creativo. La creación de
una necesidad, una motivación, un impulso,
caros a Saenz, pero también la liberación de una búsqueda que se tensa contra
la generalidad realista.
La praxis de todo gran escritor es siempre incierta. Parece
provenir de un proceso negativo y atroz que establece con las cosas del mundo.
Una búsqueda de movilizar la experiencia en la aventura de escribir lo
incesante, lo interminable, o en el camino mismo que implica, por ejemplo, escuchar
la 9na Sinfonía en Re Menor de Bruckner y escudriñar su carácter de obra
interrumpida y compuesta por fragmentos inconexos, que para Saenz, dicho sea,
será el aprendizaje de la creación de una obra como principio único e
indivisible para conectar cosas inconexas. Una obra como la de Bruckner que
pervive en la imagen del artista muriendo en la Abadía de San Florián con un rollo de papeles ilegibles en la mano.
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