Rigor
mortis. La muerte al derecho y al revés
“Te diría, exagerando un poco, que confío más en la Pachamama y en los dioses vikingos que en la biblia”, cuenta Álex Ayala en una breve conversación sobre su nuevo libro Rigor mortis. La normalidad es la muerte (El Cuervo, 2016), una colección de crónicas sobre cómo los bolivianos esperan, enfrentan, asumen, superan y conviven con la pálida dama.
Martín Zelaya Sánchez
“Cuando
la muerte venga a recordarnos / que es un segundo el irse, casi un verso /
habremos de cerrar todas las puertas /y
ocultar a tiempo nuestro espanto. / Cuando la muerte venga a recordarnos”.
Recurro, una vez más, a esta
extraordinaria canción de Óscar García. La muerte es, acaso, la constancia y
presencia mayor -nos guste o no- y casi nunca encuentro una referencia más bella
en su estremecedora verosimilitud que ésta.
Álex Ayala recorrió este país casi tanto como
nadie. Por los “mercaderes del Che”, por la “vida de las cosas”, por un intento
por desentrañar el “corazón de Bolivia”, por innumerables historias
cualesquiera, de cualesquier persona, que a fin de cuentas son las más
valiosas, las que en realidad importan.
En ese trajinar que lo hace no solo
nuestro mejor cronista, sino uno de los más reconocidos hoy en día en habla
hispana, ahora le tocó lidiar con la parca. Pero no se asusten, está sano y
salvo.
“Cuando
la muerte venga a recordarnos / que hemos perdido el tacto en la mirada / tendremos
que reandar nuestras pupilas / y apretar el cielo con el vientre. / Cuando la
muerte venga a recordarnos”, continúa García.
“No sé qué habrá en el más allá. Pero
creo que tenemos que tratar de morir con las cuentas saldadas, no solo las
económicas”, sostiene Álex, cuando venimos a recordarle de la muerte. Del fin
inevitable, de la meta hacia la que todos avanzamos cada segundo que pasa, y
sobre la que él se obsesionó a tal punto en uno de sus ires y venires, que la
apuntó en su lista de temas pendientes, hasta que finalmente halló el pretexto
y empuje necesarios para indagarla cuando en 2015 recibió la Beca Michael
Jacobs para periodistas de viajes, otorgada por la Fundación Gabriel García
Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y el Hay Festival.
“Sufrí, lloré y se me cayó el pelo”,
confiesa Ayala sobre el proceso de realización de este proyecto que ahora se
plasma en el libro Rigor mortis. La
normalidad es la muerte (El Cuervo, 2016) que se presentará el miércoles 14
a las 19.00 en la Cinemateca Boliviana de La Paz.
“El libro tiene mucho que ver con la
muerte, pero también con la vida -comenta en un texto compartido en sus redes
sociales-. Es una sucesión de situaciones cotidianas y personajes de carne y
hueso que nos enfrenta a nuestros miedos y a nuestro destino”. “Escribí sobre
el duelo, sobre los velorios, sobre una funeraria donde los empleados son como
una gran familia, sobre un árbol que terminó convertido en ataúd, sobre la
música del adiós, sobre la memoria, sobre el envejecimiento”.
“Cuando
la muerte venga a recordarnos / nos habite, nos circule por la venas / será
torpe aquel intento desmedido por vivir, / por vivir. // ¡Ay! cuando la muerte
venga a recordarnos / que este tiempo de aguacero ha sido intenso como el miedo
/ el amor saldrá por nuestros poros / a buscar calores y faroles encendidos de
distancia. / Por vivir”.
-
Tú más que nadie debes saber, ahora, que en Bolivia la muerte es una presencia
más que una ausencia ¿o no lo crees así? ¿O es así en todas partes?
- Es ambas cosas. Es presencia porque
tratamos de mantener con vida a los que se han ido a través de objetos, de
fotografías, de recuerdos. Cultivamos una suerte de simbología que nos hace
creer que los que se murieron no lo hicieron del todo. Pero eso es simplemente
un espejismo, una ensoñación que no es para siempre.
-
Está la muerte asumida desde una perspectiva mística al estilo de Saenz, y la
muerte de los rituales y tradiciones católicas y sincréticas, por mencionarte
dos que se me ocurren ahora. ¿Qué diferencias y qué similitudes hay en la
manera de relacionarse con la muerte según las regiones, o el bagaje cultural
de las personas?
- Es difícil hablar de diferencias y
similitudes. Un punto en común en todas las culturas y todos los países creo
que es la indefensión ante la muerte. Por otro lado, en cualquier lugar que uno
visite se topa con rituales y fórmulas que relacionan a sus habitantes con la
muerte y los muertos de diferentes maneras.
En mi libro, yo hablo de los velorios, de
las campanas como instrumento para dar a conocer malas noticias, de la música
del adiós. De elementos, en definitiva, que nos conectan con la muerte directa
o indirectamente. Pero los ejemplos a los que me podía haber amarrado son
infinitos. Yo elegí los que me llamaron la atención.
-
Hablemos de la gestación del libro. Viaje, aventura, un duro camino según
adelantas; una experiencia azarosa y por tanto una ventana al conocimiento. En
“busca de la muerte” conociste numerosas vidas, historias de vida. ¿Qué
rescatas, que se te quedó grabado del trabajo de campo?
- Todo viaje es una oportunidad para
aprender algo y así entendí el mío. Traté de hacerme muchas preguntas para
entender mejor la realidad que me rodeaba: ¿Qué ocurre cuando es un perro el
que pierde al dueño y no el dueño el que pierde al perro? ¿Con qué música
despedimos a nuestros difuntos? ¿Existe la adicción a los velorios? ¿Por qué
antaño existía la costumbre de tomar una foto a los fallecidos? ¿Cómo se
convierte la víctima de un horrendo crimen en “santa” de narcos y maleantes?
¿Cómo se anuncia un fallecimiento en los lugares donde no hay diarios?
Lo que rescato es la simpleza con la que
muchos afrontan ese momento difícil de perder a alguien o de irse de este mundo
para siempre. No me topé con personajes traumatizados, me topé con gente que
creo que la tenía muy clara.
-
Los periodistas pasamos por etapas en las que anhelamos objetividad plena para
solo transmitir fielmente los hechos, y otras en las que aprendemos que solo
siendo tan humanos como cualquiera podemos asumir mejor lo que nos rodea para
interpretarlo y compartirlo. ¿Cambió Álex Ayala periodista, cronista, en el
proceso de este libro? ¿Eres-eras creyente? ¿Creías-crees en que hay algo más
allá de la vida? ¿Hasta qué punto pudiste mantenerte al margen de las
historias?
- Uno no puede mantenerse al margen. Toda
historia te afecta y te cambia. A mí me ha servido de mucho ver cómo la gente
envejece, recuerda, previene. Me parece que ahora conozco mejor el país y
agradezco mucho a las personas que han querido compartir conmigo momentos muy
íntimos.
Tengo mis creencias, pero no son muy
religiosas. Te diría, exagerando un poco, que confío más en la Pachamama y en
los dioses vikingos que en la biblia. No sé qué habrá en el más allá. Pero creo
que tenemos que tratar de morir con las cuentas saldadas, no solo las
económicas. Sobre todo, para que nuestras familias sufran lo menos posible cuando
no estemos.
--
Prólogo
(Fragmento)
Jon Lee Anderson
En este libro, tan inusual en su
concepción como genial en su narrativa, Álex Ayala nos sitúa frente a la muerte
en Bolivia, país que ha adoptado como suyo. Vale decir de antemano que no hay
nada insalubre en la curiosidad necrofílica de Álex; no es el morbo lo que le
lleva a explorar las múltiples maneras en que la vida y la muerte se
entrelazan, sino una profunda fascinación por la vida misma. En las dieciséis
historias que componen Rigor mortis. La normalidad es la muerte, Álex se
convierte en un observador agudo y compasivo, consciente siempre de que para
muchos de sus protagonistas, hombres y mujeres en su mayoría pobres y
provincianos, la muerte es, de alguna manera, un destino más cercano e
inevitable que para los ricos de la ciudad.
La primera historia nos introduce en la
rutina de un anciano que estuvo la mayor parte de su vida vaticinando su propia
muerte, a tal punto que sembró un árbol para tener la madera apropiada para
construir su propio ataúd, cajón que luego mandó fabricar y que conservó
durante años en un salón de su casa. Hay una crónica sobre una mascota que no
quiere abandonar el hospital donde murió su dueña, y otra que habla del culto a
una niña descuartizada en un pueblo de contrabandistas que la ha convertido en
una santa popular.
Rigor
mortis es la estampa de un país donde muchas
personas abrazan la muerte para soportar mejor la vida. Ante la ausencia de una
explicación para las penurias y las injusticias, algunos buscan señales divinas
en su dolor. Otros encuentran alivio en unos boleros de caballería que ni se
cantan ni se bailan, y en un pueblo llamado Portachuelo entienden los repiques
de campana de la iglesia como crónicas de muertes anunciadas.
En la historia más autobiográfica del
libro, “Cómo aniquilar a tu vecino antes de mudarte de casa”, Álex relata los
sufrimientos de él y su familia por culpa de un vecino insoportable, un tal
señor García, y lo hace con un toque de humor deliciosamente negro. En ella nos
cuenta cómo llegaron al extremo de visitar a una especie de bruja, doña Anita,
para lanzarle una maldición al señor García, pero se echaron atrás cuando ésta
les dijo que la maldición podría revertirse. Álex escribe: “Teníamos la
sensación de que sería más sencillo deshacerse de un descuartizado que del
señor García”.
En este relato, Álex revela además algo
de su propia historia. “Irse a vivir a otro país es como mudarse de casa: se
deja a un lado el boceto de lo que pudo ser una vida distinta”, escribe. “Yo aterricé
en La Paz en septiembre de 2001. Atrás quedaron una madre muerta, un padre con
el hígado trasplantado, un hermano marino y una coqueta ciudad del País Vasco,
Vitoria, más apta para jubilados que para periodistas aventureros. Tenía apenas
veintidós años. Me acompañaban un tartamudeo crónico, una mochila azul que
todavía conservo, un par de libros que ya perdí y un par de tabletas de Biodramina
contra el mareo que -craso error- creía efectivas contra el mal de altura”.
Quince años después, Ayala ha echado
raíces en Bolivia, donde se ha hecho un nombre y ha armado familia -su mujer y
su hija son de La Paz- y escribe sobre su nuevo país como nadie. (…)
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Foto
finish
(Fragmento)
Álex Ayala Ugarte
En la fotografía -de 1920- hay una niña
de unos seis o siete años tumbada, con un vestido como de primera comunión, una
güincha a la altura de la sien y las medias casi hasta las rodillas. La pequeña
sujeta un ramo minúsculo de flores con algunos de sus dedos y luce una pulsera
a juego amarrada en el antebrazo. Su cabeza reposa sobre un almohadón con
algunos bordados y parece dormida. Pero en realidad está muerta (y esta imagen
es, seguramente, el último recuerdo de ella que conservaron sus seres queridos).
La fotografía -hoy depositada en el
archivo de la Alcaldía de La Paz (Bolivia)- formaba parte hasta hace poco de la
colección de placas de vidrio de Julio Cordero Benavides, un jubilado con
audífono, bigote escueto, camisa crema y chompa de lana que ha dedicado toda su
vida a hacer retratos y a preservar el legado de otros dos fotógrafos: su padre
(Julio Cordero Ordóñez) y su abuelo (Julio Cordero Castillo). Y respondía a una
costumbre que estuvo en auge desde mediados del siglo XIX hasta principios del
XX, a una tradición que consistía en reunir a los familiares cercanos en los
aposentos del finado para armar la foto finish
que indicaba que la agonía había acabado.
-Imagino que deseaban que el difunto
permaneciera con ellos para siempre -dice Cordero Benavides una mañana mientras
toma el sol en el patio de su casa, en mitad de una construcción vetusta de la
calle Zoilo Flores del centro de la ciudad.
-Los más allegados del fallecido solían
guardar la foto en sus escritorios (lejos de los curiosos). Y supongo que la
sacaban para mirarla cuando estaban tristes -añade.
Para un velocista profesional, la foto finish es aquella que registra el
momento en el que todo termina. Para los deudos, era la señal para comenzar el
duelo. (…)
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