Bob Dylan: el bardo de nuestro tiempo
“La poesía sigue viva en las canciones”, “¿Quién recuerda versos de Petrarca?”, dice el autor de este intenso recorrido por la trayectoria del extraordinario poeta y cantor estadounidense que el 10 de este mes brillará por su ausencia en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura que tanta controversia trajo.
Bernardo
Prieto
“¿Me
contradigo? Muy bien me contradigo (soy vasto, contengo multitudes)”. No existe
mejor personificación de estos versos de Leaves
of grass que la misteriosa imagen de Bob Dylan. Nadie como él, dentro de la
cultura estadunidense, a excepción tal vez de Walt Whitman, para crear una enorme
y perdurable revolución de sí mismo. Pero la mejor introducción a la obra de
Dylan se escribió hace ya 227, en 1789, en la advertencia del libro Lyricall Ballads de William Wordsworth y
Samuel Taylor Coleridge:
“En
su mayoría, los siguientes poemas deben ser considerados como experimentos.
Fueron escritos principalmente con la intención de determinar en qué medida el
lenguaje de la conversación en las clases media y baja de la sociedad se adapta
a los fines del placer poético. Los lectores acostumbrados a la ornamentación
excesiva y la fraseología inane de muchos escritores modernos, si persisten en
la lectura de este libro hasta su conclusión, acaso deban enfrentarse a menudo
con sentimientos de extrañeza y extravagancia (...) Sería deseable que esos
lectores (…) aceptaran entonces sentir placer, a pesar del más terrible enemigo
de nuestros placeres, nuestros propios códigos de decisión preestablecidos”.
Cada
canción de Bob Dylan es un experimento (en la poética, en la instrumentación,
en la imaginaria tradición dylaniana, etc.) que no tiene más sentido que el
placer. Así, cuando un periodista de Playboy
le preguntó en 1966 ¿de qué son sus canciones?, él le respondió: “Oh, algunas
son de cuatro minutos, algunas de cinco y algunas, lo creas o no, son de once o
doce”.
Un omnívoro
saturnino
¿Por
dónde comenzar? La voz de Bob Dylan es muy reconocible: nasal, recitativa, algo
desentonada, confesional… Y por esto fácil de parodiar. Y sin embargo, su
imaginación melódica, poética e interpretativa, que cambió la historia de la música
popular, es comparable a la trasformación estética de Wagner en la tradición operística.
Como
todo hombre lleno de influencias y “robos” (que, según T.S. Eliot, es la forma
en que los grandes poetas se apropian de su tradición) fundó un universo poético
y sonoro que recoge lo mejor del blues, el country, el rock and roll, el góspel
y, claro, la literatura: Little Richard, Walt Whitman, Hart Crane, Woody
Gutrie, Johnnie Ray, La Eneida, Lou
Reed, Allen Ginsberg, Johnny Cash…etc. Un universo omnívoro y polifacético.
La
mejor manera de acercarse a Dylan es escuchando su mejor disco Blood on the Tracks de 1975, o dejándose
hechizar por el gran documental de Martin Scorsese No Direction Home de 2005. Al escuchar de principio a fin el álbum,
uno puede percibir las grandes virtudes de Dylan: la belleza melódica, el
fraseo delicado y recitativo, una extraña alquimia del verbo, y su fuerza
narrativa. El audiovisual, en cambio, es la mejor forma de ver a Dylan a través
de las máscaras de su propio misterio: enérgico, cambiante, saturnino.
Hay
el rumor (dado por cierto por la mayoría) de que Robert Allen Zimmerman se
bautizo como Bob Dylan por el poeta, cuentista y dramaturgo Dylan Thomas. Existe
también la leyenda que fue él el primero en dar marihuana a Los Beatles. No es
poco conocido el rumor de que por culpa del desamor y del rechazo ocasionado
por Dylan, Edie Sedgwick (la famosa modelo de “The Factory” de Andy Warhol) se
suicidó con una sobredosis de drogas. Existe también la historia de que Bob
casi muere en 1966 en un accidente de motocicleta (del cual no hay registros
oficiales) -una leyenda extendida por el propio Dylan, y que aparece sutilmente
mencionada en su libro autobiográfico Chronicles:
Volume One. Es posible llenar páginas y páginas con estos y otros “evangelios
apócrifos” de sus aventuras.
Lo
poco que en verdad sabemos cierto de Zimmerman es que nació en el pueblo de
Duluth, Minnesota, el 24 de mayo de 1941. Que a sus seis años se trasladó al
pueblo de Hibbing, y que después de seis meses de estar en la Universidad de
Minnesota la abandonó. Que peregrinó por los caminos de Estados Unidos y visitó
a su héroe Woody Gutrie, enfermo en el hospital. Y que en 1961 apareció en el
Greenwich Village de New York para convertirse, a sus cortos 20 años -lleno de
una emersoniana confianza-, en el Bob Dylan destinado a la leyenda.
Aquí
viene la primera (y más generosa) temporada creativa de Dylan: 1961-1966. Este periodo
puede ser comparado (en intensidad y creatividad) con las conocidas fases
prolíficas de John Keats o Arthur Rimbaud. En cinco años grabó siete álbumes,
entre ellos The Times They Are a-Changin
(1964), Highway 61 Revisited (1965) y
Blonde on Blonde (1966) todos
revelaciones creativas de una maravillosa voz poética. La única posible
comparación de Dylan y sus primeros álbumes que cambiaron el rumbo de la música
popular, es con Miles Davis y Kind of
Blue (1959) que introdujo la armonía modal al jazz y Bitches Brew (1970) que significó una revolución tímbrica del rock;
y en la poesía, con The Waste Land de
T.S Eliot.
Rebeldía y
compromiso
La
primera imagen de Dylan es la de un cantante de folk comprometido con los
derechos civiles, un músico acompañado solo de su guitarra y su armónica que se
presentó, muchas veces junto a Joan Báez, en célebres conciertos contra la
guerra de Vietnam.
Entre
los grandes temas de esta temporada están: Blowin'
in the Wind, una canción desnuda y bella que se convirtió en himno de las
protestas por los derechos civiles; A
Hard Rain's a-Gonna Fall, una oscura canción llena de imágenes caóticas y admirables
como: “He andado en medio de siete bosques sombríos / He estado delante de una
docena de océanos muertos”; Masters of
War, una canción escrita en respuesta al asesinato de J.F Kennedy: “Y
espero que mueran y que la muerte les llegue pronto / yo seguiré sus ataúdes en
la pálida tarde / y observaré mientras los bajan hasta su lecho último”; The Times They Are a-Changin y la perfecta
balada The Lonesome Death of Hattie
Carroll.
Llegado
a este punto, Dylan es ya un ícono y como tal, se toma atribuciones que muy
pocos pueden: transforma constantemente sus canciones (melódica, armónica,
rítmica y literariamente) cuando las interpreta en vivo o en estudio. Esta
suerte de opera aperta hace que los
fans nostálgicos que asisten a sus conciertos queden perplejos, pues
generalmente sus temas favoritos son casi irreconocibles. Con este extraño
proceder Bob Dylan y su “Never Ending Tour” (La Gira Interminable) han
ofrecido, desde 1988, unos cien recitales por año.
Un camaleón de versiones
infinitas
Pero
la primera gran transformación de Bob Dylan -no ya solo de sus creaciones- se
dio en 1965 con la publicación de Bringing
It All Back Home y el famoso episodio de Newport Folk Festival en el que se
presentó eléctrico y ruidoso, e incluso precursor del rap con la canción Subterraenean Homesick Blues. Hay un
icónico video que se puede ver en YouTube. Los puristas del folk, indignados, lo
acusaron de vendido y comercial.
Desde
entonces, lejos de la debacle empezó el ascenso, pues pese a algunas
escaramuzas, su innovación más bien fue a la larga emulada y considerada una de
las mayores renovaciones de la música tradicional. Así, hasta el mítico
accidente de motocicleta, la fama de Bob creció a un ritmo vertiginoso. Cate
Blanchett interpreta de forma exacta a un Dylan rebelde y enigmático de esta
época; es la mejor actuación de los No-Dylans de I am not there, la extraña, confusa y mediocre película de Todd
Haynes de 2007.
Siguieron
Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde álbumes en los que casi
todas las canciones son sutiles y arriesgadas obras de arte plenas de modernismo
y lirismo equilibrado, con fraseo adecuado y un sentido de la rima comparable
al Dunciad de Pope. Mítico,
narrativo, surrealista, chejoviano y brechtiano a la vez. Estos álbumes son
muestra de la madurez creativa y de la extraordinaria libertad y naturalidad
alcanzada por el artista.
Like a Rolling
Stone
la canción más conocida de Dylan, es de alguna forma la síntesis poetica de Pastoral americana, la célebre novela de
Philip Roth: la historia de una chica que lo tiene todo y lo deja sin dudarlo con
la esperanza de una nueva vida. Desolation
Road, es un largo y hermoso poema narrativo en el que Cenicienta, Casanova,
Einstein, Ezra Pound forman parte de una alucinado universo, más cerca o más lejos
de la infinita tristeza, por ejemplo: “Y Ezra Pound y T. S. Eliot luchan en la
torre del capitán / mientras las cantantes de Calipso se ríen de ellos y los pescadores
sostienen flores / entre las ventanas del mar donde amorosas sirenas flotan / y
nadie tiene que pensar demasiado sobre el camino de la desolación”.
Visions of
Johanna
es una extensa canción en sol mayor y con muy pocos acordes que tiene uno de
los versos más dulces y extraños de la lengua inglesa: “Louise está bien, tan
solo cerca. / Es delicada y se parece al espejo / pero ella muestra todo muy
conciso y muy claro / que Johanna no está aquí. / El fantasma de la
electricidad aúlla en los huesos de su rostro / donde estas visiones de Johanna
ahora ocupan mi lugar”. Esta pieza es una reelaboración, una contemplación de
la belleza, al estilo (más libre, ambiguo y oscuro) de The Love Song of J. Alfred Prufrock de T. S. Eliot.
El
sueño intranquilo había comenzado; las drogas, los conciertos, la prensa y las
incontenibles presiones de una carrera de estrella internacional agotaron a
Dylan al punto que decidió, de una extraña forma, “darse muerte” (al menos
públicamente) en un accidente de motocicleta, que solo lo dejó convaleciente y
libre de toda preocupación.
A
partir de entonces, dada la irrefrenable intensidad, más vale solo referirse a
capítulos aislados: En 1969 grabó un precioso disco country Nashville Skyline; en 1979 y después de
su conversión al cristianismo (quizás aún su más incomprensible excentricidad)
editó el extraordinario Slow Train Coming.
Y para la agria moralina de ciertos de sus devotos, hizo un comercial para
Victoria Secret’s en 2004 y otro para
Coca Cola en el “SuperBowl” de 2014.
Su
último disco, Fallen Angels (2016) es
un homenaje a Frank Sinatra en el que Bob experimenta y celebra; su voz
quebrada e intensa canta con una cadencia melancólica y amorosa canciones como Come Rain or Come Shine o Melancholy Mood.
Dylan
tiene cierto delirio poético que recuerda a William Blake (A Hard Rain's A-Gonna Fall, Forever
Young) pero, especialmente, tiene la fuerza narrativa de los poemas de
Tennyson o Browning (Hurricane, Simple Twist of Fate, Mr. Tambourine Man, etc.)
Bob
Dylan ha sido y es el bardo de nuestro tiempo; un poeta y un músico diverso,
rico y enérgico. Todos saben de memoria alguna canción suya; alguna que marcó
sus vidas, o que es parte de sus celebraciones públicas o sus tristezas íntimas.
Pocos conocen versos de Petrarca o Baudailere de memoria; la poesía sigue viva
en las canciones y de tiempo en tiempo, algún humilde Homero canta para
nosotros levantando el sol.
--
Una obra maestra
The Lonesome
Death of Hattie Carroll es una canción excepcional. Christopher
Ricks, en uno de los mejores libros sobre la poesía de Bob Dylan -Dylan’s Vision of Sin- la analiza de
manera precisa. La solitaria muerte de
Hattie Carroll es una balada inspirada en un hecho real, el asesinato de Hattie
Carroll por William Zanzinger, un suceso periodístico lindante en lo morboso,
que Dylan transfigura en una canción de melancólica empatía o más bien -según
el análisis de Ricks- en una canción sobre la justicia: “No puede haber más
groseras injusticias que los perpetradas por la ley y por los jueces, el más
sentido reproche de Dylan es La muerte
solitaria de Hattie Carroll”.
Dylan
nunca menciona que la mujer es negra o pobre pero escribe: “Hattie Carroll era
una criada en la cocina. / Ella tenía 52 años y dio a luz a diez hijos”. Musicalmente,
la balada es una simple progresión de acordes en do mayor; sin embargo, juega
perfectamente con su relativo menor natural. Lo original y cautivador es la
oposición armónica / letra. Cuando Dylan es más oscuro y recriminador, la
progresión es usual y alegre: subdominante, dominante, tónica, fa mayor, sol mayor,
do mayor; cuando relata los sucesos utiliza una progresión más triste: do mayor,
la menor, mi menor.
Ricks
hace notar una cuestión técnica que en realidad es parte esencial de la
construcción poética de Dylan: las terminaciones femeninas de los nombres de
Hattie Carroll y William Zanzinger permiten el desarrollo más o menos dialéctico
de toda la canción.
Como
una especie de estribillo, prosigue uno de los mejores versos de Dylan: “Pero
ustedes que filosofan la desgracia y critican los temores / quítense la máscara
de sus rostros / ahora no es el tiempo para sus lágrimas”.
La muerte
solitaria de Hattie Carroll es una poderosa canción que no permite -o
al menos advierte contra- la “politización del sufrimiento”. Hattie Caroll es
madre, limpia la mesa, trabaja, vive. El asesino no es ningún monstruo sino un
joven privilegiado y amado. Solo al final del relato, cuando Zanzinger es
condenado a seis meses de cárcel, cuando la justicia “ha actuado”, Dylan
escribe: “Entierra profundamente el pañuelo en tu rostro / ahora es tiempo para
tus lágrimas”. Lo más triste no es la muerte injusta sino, la justicia de los
vivos.
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