lunes, 15 de mayo de 2017

Ficción

Una anécdota lateral



El autor hace una pausa en su columna mensual La vida fluida, y nos ofrece un breve texto de ficción.


Aldo Medinaceli 

Cuando salimos del bar la mujer todavía estaba parada allí. Miraba hacia la calle esperando a que algo sucediera, que pasara un taxi, que alguien viniera a recogerla o que comenzara a llover. Por la avenida los autos aceleraban. Nosotros, afectados en parte por el tequila, solamente veíamos ráfagas de luces rojas y verdes que atravesaban el cuerpo de la mujer.
Un rato antes, cuando ella comenzó a hablarnos en el bar, nos miramos con Mireya. No sabíamos si todo lo que nos decía iba en serio o simplemente estaba loca. Nos dijo que su familia acababa de morir en un accidente y que necesitaba el dinero para cubrir los gastos del hospital. Vendía flores.
No sabíamos si eso había pasado un día antes o hacía veinte años. No era una mujer joven. Se la veía tranquila, en paz. Ahora con la lluvia y la oscuridad parecía un poco más delgada. Comenzó a llover.
Mireya le había comprado un par de orquídeas pero yo simplemente me quedé observándola, quería adivinar si lo que nos decía era verdad. Después ella se fue por las otras mesas del bar y finalmente salió. Pero volvió a mirar hacia nuestra mesa, quedándose por dos segundos en el umbral.
Ahora ella seguía sosteniendo su inmenso tejido lleno de flores de distintos colores, esperando, o quién sabe qué, en la orilla del camino.
Nos acercamos con Mireya pero ella comenzó a andar cada vez más rápido. Todo era absurdo, parecía que la estábamos persiguiendo, mojándonos por esa carretera interminable de aquella ciudad desconocida.
Ya basta, parece que está bien, me dijo Mireya.
Pero yo seguí caminando. Tal vez solamente quería seguirla como si ella fuera una guía hacia alguna parte. No sé muy bien hacia dónde. Pero en ese momento, con la cabeza húmeda por la lluvia y las entrañas calientes por el tequila, estaba seguro de que era una guía y de que teníamos que seguirla.
Yo no pienso dar un paso más, me dijo Mireya.
Estaba mojada de pies a cabeza. Su cabello no tenía volumen y una parte le caía sobre el rostro. Me detuve a tres metros de ella. Luego me di vuelta y vi que la mujer de las flores se subía a un enorme bus repleto de personas.
Atrás las montañas dejaban ver sus contornos de líneas luminosas.
Quieres volver al bar, le pregunté. Pero Mireya simplemente se quedó parada.
Estaba agitada.
¿Cuánto te costaron las flores?, le pregunté.
No importa, me dijo.
No nos movimos. Era nuestra primera noche en la ciudad. Pero tenía el presentimiento de que ese primer encuentro resumiría nuestra permanencia por más de tres meses, perdidos y ausentes en aquel sitio de luces veloces.



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