Una anécdota lateral
El autor hace una pausa en su columna mensual La vida fluida, y nos ofrece un breve texto de ficción.
Aldo
Medinaceli
Cuando
salimos del bar la mujer todavía estaba parada allí. Miraba hacia la calle
esperando a que algo sucediera, que pasara un taxi, que alguien viniera a recogerla
o que comenzara a llover. Por la avenida los autos aceleraban. Nosotros,
afectados en parte por el tequila, solamente veíamos ráfagas de luces rojas y
verdes que atravesaban el cuerpo de la mujer.
Un
rato antes, cuando ella comenzó a hablarnos en el bar, nos miramos con Mireya.
No sabíamos si todo lo que nos decía iba en serio o simplemente estaba loca.
Nos dijo que su familia acababa de morir en un accidente y que necesitaba el
dinero para cubrir los gastos del hospital. Vendía flores.
No
sabíamos si eso había pasado un día antes o hacía veinte años. No era una mujer
joven. Se la veía tranquila, en paz. Ahora con la lluvia y la oscuridad parecía
un poco más delgada. Comenzó a llover.
Mireya
le había comprado un par de orquídeas pero yo simplemente me quedé
observándola, quería adivinar si lo que nos decía era verdad. Después ella se
fue por las otras mesas del bar y finalmente salió. Pero volvió a mirar hacia
nuestra mesa, quedándose por dos segundos en el umbral.
Ahora
ella seguía sosteniendo su inmenso tejido lleno de flores de distintos colores,
esperando, o quién sabe qué, en la orilla del camino.
Nos
acercamos con Mireya pero ella comenzó a andar cada vez más rápido. Todo era
absurdo, parecía que la estábamos persiguiendo, mojándonos por esa carretera
interminable de aquella ciudad desconocida.
Ya
basta, parece que está bien, me dijo Mireya.
Pero
yo seguí caminando. Tal vez solamente quería seguirla como si ella fuera una
guía hacia alguna parte. No sé muy bien hacia dónde. Pero en ese momento, con
la cabeza húmeda por la lluvia y las entrañas calientes por el tequila, estaba
seguro de que era una guía y de que teníamos que seguirla.
Yo
no pienso dar un paso más, me dijo Mireya.
Estaba
mojada de pies a cabeza. Su cabello no tenía volumen y una parte le caía sobre
el rostro. Me detuve a tres metros de ella. Luego me di vuelta y vi que la
mujer de las flores se subía a un enorme bus repleto de personas.
Atrás
las montañas dejaban ver sus contornos de líneas luminosas.
Quieres
volver al bar, le pregunté. Pero Mireya simplemente se quedó parada.
Estaba
agitada.
¿Cuánto
te costaron las flores?, le pregunté.
No
importa, me dijo.
No
nos movimos. Era nuestra primera noche en la ciudad. Pero tenía el
presentimiento de que ese primer encuentro resumiría nuestra permanencia por
más de tres meses, perdidos y ausentes en aquel sitio de luces veloces.
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