El cajón del poeta
El autor comparte algunas experiencias personales con Roberto Echazú. Una celebración más de la reciente publicación de su Poesía completa (BBB, 2016)
Juan
Pablo Piñeiro
El
8 de abril pasado se conmemoraron 10 años de la desaparición del poeta Roberto
Echazú. De no ser así, este primero de mayo el escritor hubiera cumplido 80
años. Este aniversario de muerte ha coincidido con la presentación de su Poesía completa como parte de la
colección de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB), publicación que
sin duda es un acierto total.
Cuando
Jesús Urzagasti todavía estaba vivo tuvo un sueño muy decidor con aquel amigo
suyo de toda la vida. En el sueño sonó el teléfono. Jesús se levantó en medio
de la noche y contestó. Era el “Robertito” y estaba llamando desde el más allá
para contarle que se encontraba muy bien y muy cómodo. Naturalmente Jesús
Urzagasti no se aguantó y le preguntó de buenas a primeras cómo era el más
allá. Cómo era el mundo después de la muerte. Roberto contestó con su
característico sentido del humor: “no hermano, no puedo contarte nada. No nos
dejan. Pero estoy bien”.
Justamente
fue gracias a Jesús que pudimos pasar unos días en la casa del poeta tarijeño
junto a mi amigo Fernando Ballivián. En diciembre de 2003 decidimos hacer un
viaje al Chaco para conocer la tierra que nutría la escritura del escritor
chaqueño. Viajamos junto a Sulma y sus tres hijos, que en ese entonces eran
unos niños pequeños (ahora son unos jachotes). Naturalmente Tarija era una
parada necesaria en ese trayecto iniciático y es que a unas cuantas cuadras de
la terminal vivía Roberto. Cuando nos recibió, le contó a Jesús en la primera
ronda de warisñakis que el cajón que se había comprado para que a su
cuerpo no le falte entierro, lo había tenido que regalar a un amigo suyo del
mercado que había muerto recién y cuyos restos no tenían donde reposar.
Robertito, calibrado toda su vida por el despojo que le había demandado su
obra, fue capaz de regalar su propio ataúd. Y no por altruista o por practicar
una magnánima misericordia, lo hizo por solidaridad en el sentido más puro de la
palabra, porque Roberto Echazú estaba hermanado con todos los hombres, pero
especialmente con aquellos que tuvieron que convivir junto al dolor y la
miseria durante toda su existencia. Esos eran sus verdaderos amigos.
Recuerdo
que en ese tiempo había escuchado muchas anécdotas del “Robertito” de parte de
mucho tarijeños y no tarijeños. La gente amaba sus historias y sus ingeniosas
frases. En las parrilladas celebraban sus ocurrencias como si se tratara de un
amigo cercano. Lo terrible es que ninguna de estas personas se dignaba a
visitarlo. Roberto Echazú estaba solo y vivía solo. Los amigos que llegaban a
su casa eran pocos y los mismos, algunos de ellos personajes anónimos de la
ciudad. Me impresionaba en ese entonces lo ingrata que era una ciudad con uno
de sus mejores hombres. Hoy ya no me sorprende.
En
ese viaje tuve la suerte de conocer a amigos del Robertito e impregnarme un
poco de la Tarija profunda. Recuerdo una velada maravillosa en la que estaban
presentes Ramiro Ruiz Ávila, el famoso Chafallo y Eduardo Farfán quien
hizo todo lo que pudo para conseguir una guitarra. Mi padre me había contado
algunas historias del famoso Chafallo, por eso yo estaba emocionado por
conocerlo. Aquella noche aún sigue siendo para mí un tesoro, y hubiera querido
que nunca se acabe. Cuando Eduardo Farfán pudo conseguir una guitarra nos tocó
una canción inspirada en el poema Copla de Octavio Campero Echazú: “Dicha
de amar y la pena de amarte, sin esperanza”. Ese poema lo había escrito el
poeta Tarijeño a Florinda, una jovencita del mercado. Campero Echazú tenía 80
años cuando sintió nuevamente la dicha de amar, aunque ese amor haya sido
imposible.
Otra
noche tuve la suerte de conocer al poeta Julio Barriga y a Alfonso Hinojosa,
amigos que visitaban al Robertito siempre que podían. Tomamos un singani en una
mesa de su patio. Robertito se entró temprano a dormir. Durante la noche me
despertó el chaqui y comencé a deambular por su casa. Eran las cinco de la
mañana. Mientras buscaba un vaso de agua me di cuenta de que había alguien en
su comedor, a pesar de que las luces estaban apagadas. Además la radio estaba
encendida y se escuchaban unas cumbias chichas que estaban de moda. Cuando
entré al comedor me encontré con Roberto Echazú. Muchas veces se levantaba a
esa hora para tomar un poco de vino y escuchar la radio en la oscuridad. Ese
era el poeta. Ese su despojo y esa su soledad.
En
uno de los poemas dedicados a su hijo Humberto Esteban, Roberto Echazú
escribió: “Con una palabra tuya se acrecentó el universo / crecieron las la
hierbas en las márgenes de todos los ríos del mundo”. A mi modo de ver, esta
poderosa imagen condensa una de las mayores cualidades de la escritura del
poeta tarijeño, la posibilidad que tiene la palabra en la más elemental
sencillez de su despojo para influir en el cosmos, para acrecentar el universo.
Roberto Echazú trabajaba como un orfebre cada uno de sus poemas. Los
contemplaba, buscando siempre que tengan las palabras justas y necesarias,
despojándolas de todo lo que no es absolutamente vital.
Me
vienen a la cabeza muchas historias de su vida. La temporada que fue enviado a
estudiar a Argentina por su padre. La sorpresa de su familia cuando retornó de
golpe. El tiempo que tuvo que vivir en Bermejo, contemplando como “se asoleaban
los pelones”. El trabajo que le consiguieron en una fábrica de la ciudad de El
Alto, donde su labor consistía en contar tornillos. Un día llegó a contar más
de 5.000. Jesús Urzagasti citaba constantemente la siguiente frase de
Malebranche: “La atención que uno le da al mundo, es la plegaria natural del
alma”. Para mí eso define la poesía de Echazú. Esa poderosa plegaria que se
despoja de todo lo innecesario. Cuando estudiaba en Argentina tenía una novia:
Ana. Un día fue a visitarla y entendió sin mucho esfuerzo que ella estaba con
otro. Entonces sin ni siquiera ir a recoger sus cosas, tomó un tren y nunca más
volvió. Me imagino que hizo lo mismo cuando partió adolorido de este mundo.
Partió sin el cajón que había destinado a sus huesos. Y es que ese cajón ya se
lo había regalado a su hermano.
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