domingo, 7 de mayo de 2017

La palabra teleférica

El cajón del poeta

El autor comparte algunas experiencias personales con Roberto Echazú. Una celebración más de la reciente publicación de su Poesía completa (BBB, 2016)



Juan Pablo Piñeiro 

El 8 de abril pasado se conmemoraron 10 años de la desaparición del poeta Roberto Echazú. De no ser así, este primero de mayo el escritor hubiera cumplido 80 años. Este aniversario de muerte ha coincidido con la presentación de su Poesía completa como parte de la colección de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB), publicación que sin duda es un acierto total.
Cuando Jesús Urzagasti todavía estaba vivo tuvo un sueño muy decidor con aquel amigo suyo de toda la vida. En el sueño sonó el teléfono. Jesús se levantó en medio de la noche y contestó. Era el “Robertito” y estaba llamando desde el más allá para contarle que se encontraba muy bien y muy cómodo. Naturalmente Jesús Urzagasti no se aguantó y le preguntó de buenas a primeras cómo era el más allá. Cómo era el mundo después de la muerte. Roberto contestó con su característico sentido del humor: “no hermano, no puedo contarte nada. No nos dejan. Pero estoy bien”.
Justamente fue gracias a Jesús que pudimos pasar unos días en la casa del poeta tarijeño junto a mi amigo Fernando Ballivián. En diciembre de 2003 decidimos hacer un viaje al Chaco para conocer la tierra que nutría la escritura del escritor chaqueño. Viajamos junto a Sulma y sus tres hijos, que en ese entonces eran unos niños pequeños (ahora son unos jachotes). Naturalmente Tarija era una parada necesaria en ese trayecto iniciático y es que a unas cuantas cuadras de la terminal vivía Roberto. Cuando nos recibió, le contó a Jesús en la primera ronda de warisñakis que el cajón que se había comprado para que a su cuerpo no le falte entierro, lo había tenido que regalar a un amigo suyo del mercado que había muerto recién y cuyos restos no tenían donde reposar. Robertito, calibrado toda su vida por el despojo que le había demandado su obra, fue capaz de regalar su propio ataúd. Y no por altruista o por practicar una magnánima misericordia, lo hizo por solidaridad en el sentido más puro de la palabra, porque Roberto Echazú estaba hermanado con todos los hombres, pero especialmente con aquellos que tuvieron que convivir junto al dolor y la miseria durante toda su existencia. Esos eran sus verdaderos amigos.
Recuerdo que en ese tiempo había escuchado muchas anécdotas del “Robertito” de parte de mucho tarijeños y no tarijeños. La gente amaba sus historias y sus ingeniosas frases. En las parrilladas celebraban sus ocurrencias como si se tratara de un amigo cercano. Lo terrible es que ninguna de estas personas se dignaba a visitarlo. Roberto Echazú estaba solo y vivía solo. Los amigos que llegaban a su casa eran pocos y los mismos, algunos de ellos personajes anónimos de la ciudad. Me impresionaba en ese entonces lo ingrata que era una ciudad con uno de sus mejores hombres. Hoy ya no me sorprende.
En ese viaje tuve la suerte de conocer a amigos del Robertito e impregnarme un poco de la Tarija profunda. Recuerdo una velada maravillosa en la que estaban presentes Ramiro Ruiz Ávila, el famoso Chafallo y Eduardo Farfán quien hizo todo lo que pudo para conseguir una guitarra. Mi padre me había contado algunas historias del famoso Chafallo, por eso yo estaba emocionado por conocerlo. Aquella noche aún sigue siendo para mí un tesoro, y hubiera querido que nunca se acabe. Cuando Eduardo Farfán pudo conseguir una guitarra nos tocó una canción inspirada en el poema Copla de Octavio Campero Echazú: “Dicha de amar y la pena de amarte, sin esperanza”. Ese poema lo había escrito el poeta Tarijeño a Florinda, una jovencita del mercado. Campero Echazú tenía 80 años cuando sintió nuevamente la dicha de amar, aunque ese amor haya sido imposible.
Otra noche tuve la suerte de conocer al poeta Julio Barriga y a Alfonso Hinojosa, amigos que visitaban al Robertito siempre que podían. Tomamos un singani en una mesa de su patio. Robertito se entró temprano a dormir. Durante la noche me despertó el chaqui y comencé a deambular por su casa. Eran las cinco de la mañana. Mientras buscaba un vaso de agua me di cuenta de que había alguien en su comedor, a pesar de que las luces estaban apagadas. Además la radio estaba encendida y se escuchaban unas cumbias chichas que estaban de moda. Cuando entré al comedor me encontré con Roberto Echazú. Muchas veces se levantaba a esa hora para tomar un poco de vino y escuchar la radio en la oscuridad. Ese era el poeta. Ese su despojo y esa su soledad.   
En uno de los poemas dedicados a su hijo Humberto Esteban, Roberto Echazú escribió: “Con una palabra tuya se acrecentó el universo / crecieron las la hierbas en las márgenes de todos los ríos del mundo”. A mi modo de ver, esta poderosa imagen condensa una de las mayores cualidades de la escritura del poeta tarijeño, la posibilidad que tiene la palabra en la más elemental sencillez de su despojo para influir en el cosmos, para acrecentar el universo. Roberto Echazú trabajaba como un orfebre cada uno de sus poemas. Los contemplaba, buscando siempre que tengan las palabras justas y necesarias, despojándolas de todo lo que no es absolutamente vital.

Me vienen a la cabeza muchas historias de su vida. La temporada que fue enviado a estudiar a Argentina por su padre. La sorpresa de su familia cuando retornó de golpe. El tiempo que tuvo que vivir en Bermejo, contemplando como “se asoleaban los pelones”. El trabajo que le consiguieron en una fábrica de la ciudad de El Alto, donde su labor consistía en contar tornillos. Un día llegó a contar más de 5.000. Jesús Urzagasti citaba constantemente la siguiente frase de Malebranche: “La atención que uno le da al mundo, es la plegaria natural del alma”. Para mí eso define la poesía de Echazú. Esa poderosa plegaria que se despoja de todo lo innecesario. Cuando estudiaba en Argentina tenía una novia: Ana. Un día fue a visitarla y entendió sin mucho esfuerzo que ella estaba con otro. Entonces sin ni siquiera ir a recoger sus cosas, tomó un tren y nunca más volvió. Me imagino que hizo lo mismo cuando partió adolorido de este mundo. Partió sin el cajón que había destinado a sus huesos. Y es que ese cajón ya se lo había regalado a su hermano.

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