Rodrigo y Liliana
Diez años después, Liliana Colanzi alcanzó a Rodrigo Hasbún en un listado de los mejores escritores latinoamericanos jóvenes. Una reafirmación se desprende de esto, hablando de la literatura boliviana en general.
Martín Zelaya Sánchez
Fines de junio de 2008. Rodrigo Hasbún acababa de ganar el
Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve, conferido a su cuento Familia, y en una brevísima entrevista
que alcanzó a responderme por email dijo:
“Escribo las historias que necesito contar y las cuento en la manera que
necesito contarlas… y aparte de eso, hay poco más”.
Unos meses antes el autor cochabambino había sido elegido
como uno de los “39 de Bogotá”, lista que una década después, en su segunda
versión, acaba de incluir a Liliana Colanzi entre los 39 más destacados
escritores latinoamericanos de la actualidad, menores de 40 años.
“Cuando una escribe convoca ciertas energías y eso que está
en el aire por lo general acude a tu llamado, así que hay que tener coraje para
recibir aquello que se conjura. Hay que ser paciente, porque descubrir su
verdadera forma puede tomar meses o años”. Eso decía Liliana en julio de 2015, en
una conversación en el marco de su participación en la Feria Internacional del
Libro de La Paz.
Rodrigo y Liliana. Cochabambino y cruceña. Ambos nacidos en
1981. Ambos cuentistas consumados, aunque Rodrigo ya publicó además dos novelas
y Liliana, se sabe, pergeña la primera hace ya varios años. Ambos
representantes de primera línea de la nueva generación de narradores bolivianos
que, como pocas otras -como casi nunca en la literatura boliviana- logran
trascendencia y reconocimiento de lectores y críticos no solo dentro del país;
es más, sobre todo fuera del país.
Una década es mucho y poco a la vez. Mucho, porque en este
tiempo Hasbún pasó de ser un prometedor autor novel a un consolidado escritor reconocido
en América Latina y España, cuya novela Los
afectos fue ya traducida a media docena de lenguas y logró en el último par
de años incontables críticas favorables. Mucho, porque Colanzi en aquellos días
apenas ensayaba sus primeros textos y se daba a conocer en suplementos
culturales de Santa Cruz y algunos blogs entonces en boga; pero hoy, en cambio,
su nombre no falta en casi toda feria, encuentro, antología o recopilación de
narradores latinoamericanos, de la mano de sus libros de cuentos, sobre todo
del último, Nuestro mundo muerto,
editado en Bolivia, Chile, México, Argentina… traducido ya al inglés y el
italiano, y uno de los más vendidos en las semanas pasadas en la prestigiosa
editorial-librería porteña Eterna Cadencia.
Y una década es poco, porque Rodrigo podría -a sus 36 años-
volver a estar en la lista bogotana por mérito propio, por lo que siguió
haciendo en estos años en los que ganó mucho más reconocimiento; y poco porque Liliana
apenas empieza, y miren lo que ya logró y lo que se augura.
Pero lo trascendental, lo importante que permite esta
plataforma -porque eso es sobre todo “los 39 de Bogotá”, una importante
visualización-promoción de los escritores seleccionados y de sus obras- es
reafirmar el valor de la literatura de ambos a partir -precisamente- de sus
búsquedas y entendimientos literarios. Y eso percibe muy bien en sus
declaraciones reproducidas al inicio de esta nota.
Si consideramos estos dos “casos modelo” como una muestra
representativa de los derroteros de la narrativa boliviana actual -hablemos de
Giovanna Rivero, Juan Pablo Piñeiro, Sebastián Antezana, Maximiliano
Barrientos, Wilmer Urrelo, por citar a unos pocos- a no dudar que en estos últimos
10 años nuestra literatura es más literatura; nuestros escritores son más
escritores. ¡Ojo! No estoy hablando de calidad, valía o consolidación en un
eventual canon. No los pongo por arriba o debajo de ningún otro escritor de
hace cien, 50 o 20 años. Simplemente me remito al oficio y vocación, al
profesionalismo, dedicación y decisión.
Escribo lo que Yo necesito escribir y como Yo quiero hacerlo;
más o menos eso, en otras palabras, afirmaba Rodrigo. Hay que tener coraje para
plasmar (escribir-publicar) lo que tanto trabajamos tal como lo concebimos y
diseñamos; más o menos eso sostiene Liliana. Escribir y punto, al margen de modas,
tendencias, compromisos, obligaciones o responsabilidades históricas,
políticas, sociales que otrora condicionaban las letras bolivianas. Rodrigo y
Liliana son una muestra de que buena parte de la literatura en la Bolivia
actual es eso: literatura, en todo el sentido de la palabra. No parece mucho,
pero es algo que no estuvo del todo claro por mucho tiempo. Enhorabuena por
eso.
Rasgos
Para terminar, una breve síntesis descriptiva de las prosas
de los dos autores. Leer los cuentos de Colanzi remite automáticamente a un
concepto: intensidad. Intensidad en la forma y en el fondo. Es decir, un
trabajo duro y riguroso con el lenguaje, los planos narrativos y la
construcción de tramas y personajes; una labor que no puede salir de la noche a
la mañana, por un lado; y, por otro lado, una impronta de misticismo, un sello
personal que le lleva a crear historias que navegan entre lo real y lo
sobrenatural: muertos entre vivos, poderes extrasensoriales, seres de otros mundos,
destinos predeterminados. “Algo que no he contado antes es que rezo antes de
escribir… rezo para olvidarme de mí, para poder sintonizar, aunque sea por un
segundo, la música de las altas esferas”, comenta Liliana en una vieja
entrevista.
De Hasbún hay que resaltar primero su nivel parejo, su voz
clara e irrenunciable. Muchos de sus cuentos tienen destino de clásicos, pues
sobreviven intactos el paso del tiempo. Y de sus novelas, a contracorriente de
la mayoría, me quedo con la primera, El lugar
del cuerpo. Cronista de situaciones urbanas y familiares, pero sobre todo
hábil constructor de estados mentales, de situaciones emocionales de sus
personajes, el cochabambino sobresale por la ductilidad de su estilo, por su notable
poder de síntesis: es admirable lo mucho que cuenta, lo bien que cuenta en tan
pocas páginas.
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