lunes, 15 de mayo de 2017

Opinión

Rodrigo y Liliana

Diez años después, Liliana Colanzi alcanzó a Rodrigo Hasbún en un listado de los mejores escritores latinoamericanos jóvenes. Una reafirmación se desprende de esto, hablando de la literatura boliviana en general.



Martín Zelaya Sánchez

Fines de junio de 2008. Rodrigo Hasbún acababa de ganar el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve, conferido a su cuento Familia, y en una brevísima entrevista que alcanzó a responderme por email dijo: “Escribo las historias que necesito contar y las cuento en la manera que necesito contarlas… y aparte de eso, hay poco más”.
Unos meses antes el autor cochabambino había sido elegido como uno de los “39 de Bogotá”, lista que una década después, en su segunda versión, acaba de incluir a Liliana Colanzi entre los 39 más destacados escritores latinoamericanos de la actualidad, menores de 40 años.
“Cuando una escribe convoca ciertas energías y eso que está en el aire por lo general acude a tu llamado, así que hay que tener coraje para recibir aquello que se conjura. Hay que ser paciente, porque descubrir su verdadera forma puede tomar meses o años”. Eso decía Liliana en julio de 2015, en una conversación en el marco de su participación en la Feria Internacional del Libro de La Paz.
Rodrigo y Liliana. Cochabambino y cruceña. Ambos nacidos en 1981. Ambos cuentistas consumados, aunque Rodrigo ya publicó además dos novelas y Liliana, se sabe, pergeña la primera hace ya varios años. Ambos representantes de primera línea de la nueva generación de narradores bolivianos que, como pocas otras -como casi nunca en la literatura boliviana- logran trascendencia y reconocimiento de lectores y críticos no solo dentro del país; es más, sobre todo fuera del país.
Una década es mucho y poco a la vez. Mucho, porque en este tiempo Hasbún pasó de ser un prometedor autor novel a un consolidado escritor reconocido en América Latina y España, cuya novela Los afectos fue ya traducida a media docena de lenguas y logró en el último par de años incontables críticas favorables. Mucho, porque Colanzi en aquellos días apenas ensayaba sus primeros textos y se daba a conocer en suplementos culturales de Santa Cruz y algunos blogs entonces en boga; pero hoy, en cambio, su nombre no falta en casi toda feria, encuentro, antología o recopilación de narradores latinoamericanos, de la mano de sus libros de cuentos, sobre todo del último, Nuestro mundo muerto, editado en Bolivia, Chile, México, Argentina… traducido ya al inglés y el italiano, y uno de los más vendidos en las semanas pasadas en la prestigiosa editorial-librería porteña Eterna Cadencia.
Y una década es poco, porque Rodrigo podría -a sus 36 años- volver a estar en la lista bogotana por mérito propio, por lo que siguió haciendo en estos años en los que ganó mucho más reconocimiento; y poco porque Liliana apenas empieza, y miren lo que ya logró y lo que se augura.
Pero lo trascendental, lo importante que permite esta plataforma -porque eso es sobre todo “los 39 de Bogotá”, una importante visualización-promoción de los escritores seleccionados y de sus obras- es reafirmar el valor de la literatura de ambos a partir -precisamente- de sus búsquedas y entendimientos literarios. Y eso percibe muy bien en sus declaraciones reproducidas al inicio de esta nota.
Si consideramos estos dos “casos modelo” como una muestra representativa de los derroteros de la narrativa boliviana actual -hablemos de Giovanna Rivero, Juan Pablo Piñeiro, Sebastián Antezana, Maximiliano Barrientos, Wilmer Urrelo, por citar a unos pocos- a no dudar que en estos últimos 10 años nuestra literatura es más literatura; nuestros escritores son más escritores. ¡Ojo! No estoy hablando de calidad, valía o consolidación en un eventual canon. No los pongo por arriba o debajo de ningún otro escritor de hace cien, 50 o 20 años. Simplemente me remito al oficio y vocación, al profesionalismo, dedicación y decisión.

Escribo lo que Yo necesito escribir y como Yo quiero hacerlo; más o menos eso, en otras palabras, afirmaba Rodrigo. Hay que tener coraje para plasmar (escribir-publicar) lo que tanto trabajamos tal como lo concebimos y diseñamos; más o menos eso sostiene Liliana. Escribir y punto, al margen de modas, tendencias, compromisos, obligaciones o responsabilidades históricas, políticas, sociales que otrora condicionaban las letras bolivianas. Rodrigo y Liliana son una muestra de que buena parte de la literatura en la Bolivia actual es eso: literatura, en todo el sentido de la palabra. No parece mucho, pero es algo que no estuvo del todo claro por mucho tiempo. Enhorabuena por eso.

Rasgos
Para terminar, una breve síntesis descriptiva de las prosas de los dos autores. Leer los cuentos de Colanzi remite automáticamente a un concepto: intensidad. Intensidad en la forma y en el fondo. Es decir, un trabajo duro y riguroso con el lenguaje, los planos narrativos y la construcción de tramas y personajes; una labor que no puede salir de la noche a la mañana, por un lado; y, por otro lado, una impronta de misticismo, un sello personal que le lleva a crear historias que navegan entre lo real y lo sobrenatural: muertos entre vivos, poderes extrasensoriales, seres de otros mundos, destinos predeterminados. “Algo que no he contado antes es que rezo antes de escribir… rezo para olvidarme de mí, para poder sintonizar, aunque sea por un segundo, la música de las altas esferas”, comenta Liliana en una vieja entrevista.

De Hasbún hay que resaltar primero su nivel parejo, su voz clara e irrenunciable. Muchos de sus cuentos tienen destino de clásicos, pues sobreviven intactos el paso del tiempo. Y de sus novelas, a contracorriente de la mayoría, me quedo con la primera, El lugar del cuerpo. Cronista de situaciones urbanas y familiares, pero sobre todo hábil constructor de estados mentales, de situaciones emocionales de sus personajes, el cochabambino sobresale por la ductilidad de su estilo, por su notable poder de síntesis: es admirable lo mucho que cuenta, lo bien que cuenta en tan pocas páginas. 

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