domingo, 21 de mayo de 2017

Artículo

De la novela y de la serie Pequeñas mentiras



Los casos en que la película adaptada -o, en este caso, la serie de TV- superan al libro original, son tan escasos como especiales. He aquí un reciente ejemplo.



Virginia Ayllón

Hace poco se ha difundido la primera temporada de Pequeñas mentiras (Big Little Lies), serie dirigida por el canadiense Jean-Marc Vallée.
La serie tienen como base la novela del mismo nombre de la escritora australiana Liane Moriarty, ganadora de varios premios, como el de la categoría “Ficción de la red social Goodreads” (2016), que premia a través de la votación del público. Las novelas de Moriarty (El secreto de mi marido, Lo que Alicia olvidó) han sido publicadas en español por Suma de Letras, sello editorial de Santillana. Seguramente el tiempo hará un juicio sobre la obra de la australiana, por ahora muy celebrada por el americano Stephen King.
La novela acude a algunos elementos “típicos” de la literatura feminista, más bien cercano al tipo de libros de self-esteeming, para un público (tal vez el del Norte) ávido de estos textos. Me apoyo en dos textos sobre la llamada “violencia de género” a los que la autora indica haber recurrido para su novela.
Pero también afirma haber recurrido al testimonio de varias mujeres quienes posiblemente hayan sufrido de este tipo de violencia. Estos testimonios parecen ser la base de una de las estrategias narrativas de Moriarty, quien intercala varias voces sobre los hechos, a modo de chisme, o de varios modos de ver un mismo suceso (algo así como el efecto Rashomon). Junto a ello, el secreto y la memoria (o el olvido, que es lo mismo) son los hilos de este thriller, ahora convertido en serie mediante guion de David Kelley. Parece entonces que a Kelley se debe el trascendental cambio en el final de la serie que modifica sustancialmente el de la novela.
Ciertamente, el final de la serie convierte en “femenino” el secreto que en la novela es una confidencia en la que participan las protagonistas y sus parejas.
Nada menor esta transformación que “levanta” la serie y debilita la novela. Y es notorio que este despunte de la serie tome una estrategia escritural muy femenina, más bien ideológica que propiamente textual. Me refiero a que desde Safo -con una cúspide en las escritoras decimonónicas, pasando por las narradoras de ciencia ficción, hasta las más contemporáneas como Eltit, incluyendo, claro está a las bolivianas- las escritoras parecen reflexionar en torno a una pregunta clave ¿y cómo sería un mundo en que no fuéramos las siempre ninguneadas, siempre agredidas? Y a partir de ella crean una serie de mundos en los que el centro es la, digamos, “cofradía femenina”; esa en que las dolidas construyen espacios de complicidad férrea, más allá de la justicia, humana o divina, que para el caso es igual.
Aquí debo repetir, no me queda otra, este verso de Emily Dickinson que concentra tal asunto: “Hay una alborada no vista por los hombres― / Cuyas doncellas en el más remoto prado / Conservan su Mayo Seráfico― / Y durante todo el día, en bailes y juegos, / Y cabriolas que nunca nombraría―/Emplean su fiesta”.
Y ese es precisamente el final de la serie, provocándome, en mi caso, claro está, una especie de sensación reconfortante, ante el deslucido final de la novela que se cae porque sea en la ficción, sea en la vida real, es sabido que el secreto “entre géneros” no funciona o funciona poco.
Tal vez Nicole Kidman y Reese Witherspoon, actrices, pero también productoras de la serie hayan tenido algo que ver en este cambio. Pero como no entiendo de cine y no sé si los o las productoras pueden meter sus narices en el guion, me quedo con afirmar la lucidez de ese señor Kelley.


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