El celular
El mundo en una pantalla. El tiempo, las diferencias, las uniones, las preguntas y ¿las respuestas…?, en una pantalla.
Edwin Guzmán Ortiz
El uso que mi hija hace del celular no deja de ser
un espectáculo cotidiano. Mientras yo discurro por la pantalla con el índice
dubitante, y el rato menos pensado la incursión me juega una celada, ella viaja
con solvencia por el rectángulo con proverbial agilidad, segura de sí misma,
segregando ventanas, transitando programas, oficiando con los dedos un ritual
de magia imposible.
Claro, este índice habituado a la lisa textura del
papel y al sigiloso paso de las páginas aún no ha terminado de ser domesticado
por el universo de la parafernalia digital. Mis dedos más cercanos al tamborileo,
a la dúctil tarea de asir los objetos habituales, a leer desde las yemas el
latido del mundo, y aventurarse a esa experiencia intransferible de viajar por
la piel del cuerpo amado, parecen resistirse a la injusta faena de acercarse a personas y sucesos, bajo esa aparente
presencia que dicta la pantalla.
Mas, no solo son los dedos los que traman ese juego
habitual con el dispositivo. Por ellos empieza y luego -sospecho- se abre a
regiones más cercanas a lo insondable. La actitud, la postura, el gesto, los
sentidos y las blandas neuronas se congregan en torno al aparato. Axones y dendritas
hacen sinapsis con el pulso electrónico de la red, y el espectro biónico rige
esa otra humanidad, devota de una nueva teología de banda ancha.
Todo cabe en su vientre descomunal. Arrebujadas las
noticias del día, los parientes, las canciones, las recetas de cocina, la
vitrina del ego, los memes, los más delicados secretos, el video, el programa
del fin de semana, la memoria, la U, el laburo, las cartografías del deseo, el
pasado, el presente y el futuro.
La evidencia de
que el todo, de tanto, termina dilu/yéndose en la nada. Enjambres de datos se
comen a otros datos, la información -cual uróboro- acaba engulléndose la cola,
marea que rebasa los reparos de una verdad que se hace y se deshace tras un
rostro a la deriva.
La intimidad pública de lo cotidiano a plena luz, su
exhibición en el haz de fotogramas que narran las pequeñas historias de una
felicidad recortada y pegada en cuotas cotidianas. En fin, la guerra política,
la excursión poética, el sueño de la razón, el caballito de Troya.
Mi hija, concentrada. El brillo de la pantalla le
ilumina el rostro y con frecuencia esboza una pequeña sonrisa, mientras con
veloces pulgares trama secretos mensajes a destinatarios secretos,
desdoblándose en la grumosa red del laberinto digital. Ella comparte al cabo
una doble familia, ésta, la real, en la que me suscribo y la otra, la digital,
cuyos miembros y residencia ignoro.
En tiempos de comunidad, -esa forma apetecida por
ideólogos, teólogos y tecnólogos- siento que la comunidad en red se disuelve en
la soledad del individuo frente a la micropantalla con la ilusión de un otro
colectivo.
Extraña convergencia en la retícula: la comunidad
real / la comunidad virtual. Las ondas del WhatsApp atraviesan la humareda de las k´oas de
agosto, el mensaje de la waxt´a a las deidades ancestrales se enreda entre las
ondas digitales, que traman arabescos numéricos a los cuatro puntos cardinales
del espectro.
De pronto, mi hija me acerca en su smartphone un fragmento del último
concierto de Aristocrats, que tanto aprecio. Me complazco junto a ella y una
vez más constato que Guthrie Govan es uno de los grandes guitarristas de este
tiempo. El dispositivo de Pandora también porta plagas benéficas. Al parecer,
la materia corre más rápido que el espíritu, la prótesis desafiando la
imaginación hace posible, aquí y ahora, el aquí y ahora planetario.
Por supuesto, no se trata de asumir la técnica como
sinónimo del Maligno, ni proclamar el maleficio de lo virtual, ni estigmatizar
la trama del simulacro. No. Aunque la máquina no exuda inocencia, al menos
detenta un usuario impredecible que es lo que en verdad importa.
Dentro de la cajita hay gente que se agita, un mundo
comprimido e inminente. Apeados en estacionamientos virtuales esperamos recibir
la gracia de la interfaz, la avidez del no pero sí, los coletazos del otro
entre cliqueos de rítmica efusión.
Un libro asoma la cabeza, no tiene cuerpo. El pincel
digital traduce las formas del imaginario y ¡zas! el poeta adensa el espacio
encendiendo los códigos sobre el bucle de un pixelado horizonte. Respuesta del
espíritu que se inmiscuye entre chips y bits para desovar las poiesis, para
bajar los puntos sobre las íes y ponerlos en suspenso.
Mientras mi hija enchufa el celular y engorda la
batería, yo contemplo de la ventana al
parque, ambos, bajo el mismo techo de un día iluminado por soles siameses.
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