Jugar es inventarse a que
uno no es uno sino otro
Una lectura de la novela Nuevos juguetes de la Guerra Fría, de Juan Manuel Robles, que se presentará en la FIL.
Wilmer Urrelo
Recordar. Recordar siempre es complicado y acaso
imposible si no tienes una infancia sólida o por lo menos no tan accidentada
como le pasa a la mayoría de los seres humanos. A mí me ocurre eso. No recuerdo
muy bien buena parte de mi niñez (las razones ahora salen sobrando). Por eso a
veces invento cosas. Cosas como que de chiquillo usaba chaveta (en peruano:
cuchillo) o que ya estaba pactado con el Diablo. Nada del otro mundo. Toda la
gente lo hace, digo, inventarse partes de su niñez que jamás ocurrieron. La
gente en general maquilla su niñez de acuerdo a sus expectativas o a sus vacíos
existenciales. A sus pobres, muchas veces, pobres expectativas. A sus grandes,
muchas veces, vacíos existenciales. Eso, más o menos, es lo que pasa con Nuevos juguetes de la Guerra Fría (Seix
Barral, 2015) del peruano Juan Manuel Robles.
Parte de este libro transcurre en tierra conocida y
despreciable para todos nosotros: La Paz, y lo hace dentro de los muros de la
embajada de Cuba. Es un momento complicado para la historia de Bolivia, los
años 80. Es la historia de Iván Morante, un chiquillo peruano que llega desde
Lima a vivir a la “Despreciable” porque su papá es funcionario de dicha legación diplomática (sinónimo
periodístico de la sección Sociales y Gente Bien). Y ahí es donde arranca el
motor de esta novela inquietante, de este juguete (no diré genial) aunque sí de
este juguete que uno no sabe dónde colocarlo.
Robles comienza haciéndome trampa, porque el muy carajo
(con cariño, Juan Manuel) recuerda con detalle escandaloso la infancia que yo
recuerdo parcialmente: los juguetes de los años 80. O las series de televisión
como He-Man (“un héroe homo-erótico”, diría ahora la corrección política de ONG;
“un mariconazo de siete suelas”, habríamos dicho en aquella época).
Esa es la excusa para desarrollar una novela que
contrapone dos maneras de manipular a la gente: la ideologización a través de
los pioneritos, una suerte de niños con conciencia revolucionaria que aparentemente
abundaban en la Cuba post-Che Guevara y las series de televisión, los héroes
que poblaron nuestra niñez ochentera y que tienen, hasta ahora, su cola, su
repercusión imbécil en la supuesta “revolución” de las redes sociales.
Ese es el campo donde se desarrolla esta novela. Tenemos
entonces a un Iván Morante que vive dentro de una burbujita, donde parece que
todo funciona a las mil maravillas con la pura consigna revolucionaria y, por
el otro lado, está el brillo de lo superficial, de la televisión. En ese
momento nace la disyuntiva de recordar solo aquello que a uno le conviene, sin
embargo Morante tiene la mala suerte de contar con una hermana que lleva
consigo una memoria prodigiosa y que lo pone en aprietos.
También está el bichito (cuando narra la parte de su niñez)
de no estar muy convencido en convertirse en todo un revolucionario, de que
todo lo que pasa dentro de esa burbujita que es la embajada cubana no es tan
cierto o que tiene mucho de exageración, en todo caso. El bichito está ahí,
como una cosa seria, grave, que marcará tu niñez y que no estás muy convencido
de aceptarlo o mejor, de decírselo a las demás personas. Es como ese bichito
que corroía el interior de Zavalita, el personaje de Conversación en la catedral, cuando jugaba a hacerse al
revolucionario con los de Cahuide, pero que no creía, que tenía el serio
problema de no estar convencido como lo estaban los otros.
La otra antípoda… no, odio esa palabra, parece sacada del
diccionario paranormal de alumno de la carrera de literatura. Rectifico: la
otra punta del ovillo tampoco es linda, pues los héroes de televisión son solo
eso, imágenes que con los años ya no te dicen mucho o si te lo dicen son
también cosas falsas y estúpidas. Eso sí, hay una parte fabulosa, divertidísima,
la que más me gustó de esta novela porque resume, me parece, el horror de los
habitantes de este país que teníamos dos dedos de frente ante la traición clasemediera
mirista: el pacto de sangre con Hugo Banzer.
Dice Robles en Nuevos
juguetes de la Guerra Fría: “Aproveché para rescatar a Bazooka, que tenía
el rostro desfigurado por las quemaduras, y así se iba a quedar para siempre:
como Freddy Krueger y como Jaime Paz Zamora… Era feo. Una vez vimos a Paz
Zamora en la residencia del papá de Aníbal y yo me metí al baño para no tener
que acercarme a mirarlo a la cara”. Cómo mirar a Paz Zamora después ya no digo de
la quemada física sino política al pactar con su, en términos comiqueros,
archienemigo de toda la vida.
Hay también algunas partes débiles, como en toda novela, extrañé
esa falta de maldad, por ejemplo, de la oscuridad maldita y satánica (no hablo
del mal llamado realismo sucio, digo algo más profundo y por lo tanto más triste),
ese ingrediente, esa palpitación que parece ser la ausencia en gran parte de
esta generación y de la que viene inmediatamente después de los nacidos en los
años 70: la maldad en serio, la maldad que tanto agradecí hallar en los libros
de José María Arguedas.
Decía en alguna parte de esta reseña que no sé muy bien
dónde colocar Nuevos juguetes de la
Guerra Fría. Tal vez no tenga un lugar preciso. En realidad lo más probable
es que no tenga por qué tenerlo.
No es una gran novela, lo advierto desde ahora, no es un
libro de esos que quedarán o te marcarán para siempre, sin embargo hay algo inquietante
y atrapante y convincente y con eso basta, Juan Manuel, para el ochentero sin
memoria infantil que firma esta reseña.
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