miércoles, 14 de septiembre de 2016

El chicuelo dice

Jugar es inventarse a que
uno no es uno sino otro

Una lectura de la novela Nuevos juguetes de la Guerra Fría, de Juan Manuel Robles, que se presentará en la FIL.



Wilmer Urrelo

Recordar. Recordar siempre es complicado y acaso imposible si no tienes una infancia sólida o por lo menos no tan accidentada como le pasa a la mayoría de los seres humanos. A mí me ocurre eso. No recuerdo muy bien buena parte de mi niñez (las razones ahora salen sobrando). Por eso a veces invento cosas. Cosas como que de chiquillo usaba chaveta (en peruano: cuchillo) o que ya estaba pactado con el Diablo. Nada del otro mundo. Toda la gente lo hace, digo, inventarse partes de su niñez que jamás ocurrieron. La gente en general maquilla su niñez de acuerdo a sus expectativas o a sus vacíos existenciales. A sus pobres, muchas veces, pobres expectativas. A sus grandes, muchas veces, vacíos existenciales. Eso, más o menos, es lo que pasa con Nuevos juguetes de la Guerra Fría (Seix Barral, 2015) del peruano Juan Manuel Robles.
Parte de este libro transcurre en tierra conocida y despreciable para todos nosotros: La Paz, y lo hace dentro de los muros de la embajada de Cuba. Es un momento complicado para la historia de Bolivia, los años 80. Es la historia de Iván Morante, un chiquillo peruano que llega desde Lima a vivir a la “Despreciable” porque su papá es funcionario de dicha legación diplomática (sinónimo periodístico de la sección Sociales y Gente Bien). Y ahí es donde arranca el motor de esta novela inquietante, de este juguete (no diré genial) aunque sí de este juguete que uno no sabe dónde colocarlo.
Robles comienza haciéndome trampa, porque el muy carajo (con cariño, Juan Manuel) recuerda con detalle escandaloso la infancia que yo recuerdo parcialmente: los juguetes de los años 80. O las series de televisión como He-Man (“un héroe homo-erótico”, diría ahora la corrección política de ONG; “un mariconazo de siete suelas”, habríamos dicho en aquella época).
Esa es la excusa para desarrollar una novela que contrapone dos maneras de manipular a la gente: la ideologización a través de los pioneritos, una suerte de niños con conciencia revolucionaria que aparentemente abundaban en la Cuba post-Che Guevara y las series de televisión, los héroes que poblaron nuestra niñez ochentera y que tienen, hasta ahora, su cola, su repercusión imbécil en la supuesta “revolución” de las redes sociales.
Ese es el campo donde se desarrolla esta novela. Tenemos entonces a un Iván Morante que vive dentro de una burbujita, donde parece que todo funciona a las mil maravillas con la pura consigna revolucionaria y, por el otro lado, está el brillo de lo superficial, de la televisión. En ese momento nace la disyuntiva de recordar solo aquello que a uno le conviene, sin embargo Morante tiene la mala suerte de contar con una hermana que lleva consigo una memoria prodigiosa y que lo pone en aprietos.
También está el bichito (cuando narra la parte de su niñez) de no estar muy convencido en convertirse en todo un revolucionario, de que todo lo que pasa dentro de esa burbujita que es la embajada cubana no es tan cierto o que tiene mucho de exageración, en todo caso. El bichito está ahí, como una cosa seria, grave, que marcará tu niñez y que no estás muy convencido de aceptarlo o mejor, de decírselo a las demás personas. Es como ese bichito que corroía el interior de Zavalita, el personaje de Conversación en la catedral, cuando jugaba a hacerse al revolucionario con los de Cahuide, pero que no creía, que tenía el serio problema de no estar convencido como lo estaban los otros.
La otra antípoda… no, odio esa palabra, parece sacada del diccionario paranormal de alumno de la carrera de literatura. Rectifico: la otra punta del ovillo tampoco es linda, pues los héroes de televisión son solo eso, imágenes que con los años ya no te dicen mucho o si te lo dicen son también cosas falsas y estúpidas. Eso sí, hay una parte fabulosa, divertidísima, la que más me gustó de esta novela porque resume, me parece, el horror de los habitantes de este país que teníamos dos dedos de frente ante la traición clasemediera mirista: el pacto de sangre con Hugo Banzer.
Dice Robles en Nuevos juguetes de la Guerra Fría: “Aproveché para rescatar a Bazooka, que tenía el rostro desfigurado por las quemaduras, y así se iba a quedar para siempre: como Freddy Krueger y como Jaime Paz Zamora… Era feo. Una vez vimos a Paz Zamora en la residencia del papá de Aníbal y yo me metí al baño para no tener que acercarme a mirarlo a la cara”. Cómo mirar a Paz Zamora después ya no digo de la quemada física sino política al pactar con su, en términos comiqueros, archienemigo de toda la vida.
Hay también algunas partes débiles, como en toda novela, extrañé esa falta de maldad, por ejemplo, de la oscuridad maldita y satánica (no hablo del mal llamado realismo sucio, digo algo más profundo y por lo tanto más triste), ese ingrediente, esa palpitación que parece ser la ausencia en gran parte de esta generación y de la que viene inmediatamente después de los nacidos en los años 70: la maldad en serio, la maldad que tanto agradecí hallar en los libros de José María Arguedas.
Decía en alguna parte de esta reseña que no sé muy bien dónde colocar Nuevos juguetes de la Guerra Fría. Tal vez no tenga un lugar preciso. En realidad lo más probable es que no tenga por qué tenerlo.

No es una gran novela, lo advierto desde ahora, no es un libro de esos que quedarán o te marcarán para siempre, sin embargo hay algo inquietante y atrapante y convincente y con eso basta, Juan Manuel, para el ochentero sin memoria infantil que firma esta reseña.

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