La belleza de la incomodidad
“En esta su crónica de una visita a La Paz, la autora narra el difícil pero contundente encanto de esta ciudad que pronto la volverá a acoger”.
María José Navia
No soy buena para viajar. Me da claustrofobia estar
mucho tiempo en el mismo sitio y me encanta escapar de vez en cuando, pero, la
verdad, no soy muy buena para viajar. No sirvo para hacer maletas - siempre
llevo ropa y libros de más-, y no sé cómo vestirme para los aeropuertos y así
hacer más rápido el tránsito por controles de seguridad y disfrutar algo más
cómoda las horas sentada.
Me duelen los oídos hasta las lágrimas con cada
aterrizaje, y estoy al borde del grito con las turbulencias. Mientras otras
chicas llegan a destino aún con la ropa estirada y el maquillaje en su lugar,
yo parezco alguien que acaba de agarrarse a golpes con un tornado (y, spoiler
alert, ganó el tornado); los ojos ya de mapache por la máscara de pestañas,
los labios secos, el pelo más revuelto que nunca.
Los viajes me desarman. Me sacan de mi lugar.
Y viajar a La Paz, más que cualquiera.
Llegar a El Alto es sentir que alguien me quita hasta
el último suspiro de oxígeno de los pulmones y el corazón que late, furioso, en
los oídos. Las primeras noches nunca puedo dormir y, cuando lo logro, llegan
los sueños más raros a visitarme. Yo
culpo a la falta de aire y la paso mal pero, en el fondo, me gusta. Me gusta
sentir que el cuerpo se reacomoda con la altura, que viajar me transforma, le
da una nueva velocidad a mi respiración y a mis pasos por la ciudad. Me gusta
ese cansancio de las primeras horas e incluso el dolor de cabeza, molesto pero
nunca insoportable. Yo, la hiperkinética, la que siempre habla más alto y
fuerte de lo que debiera, obligada a una versión en cámara lenta y de volumen
bajo.
El corazón late más fuerte en La Paz. Late en todos
lados.
Tal vez por eso me gusta tanto esta ciudad. Porque
visitarla parece ir en contra de todo lo que uno suele idealizar de los viajes:
ir a olvidarse de los cansancios de la vida cotidiana, disfrutar. Nada de
incomodidad, nunca: viajes para dejar atrás todo lo que molesta. Y acá en
cambio, uno se acuerda de su cuerpo a cada momento: lo pone a prueba, lo
desafía, lo deshace. Molesta, incomoda. Y hay una cierta belleza en esa
incomodidad. Una belleza rara, difícil. Ya no se puede ni dormir, ni comer, ni
beber, como uno lo hace en el lugar de donde viene. Y el aeropuerto deja de ser
un no lugar, esos espacios intercambiables de los que hablara Marc Augé, porque
El Alto tiene una personalidad chúcara. Un aeropuerto donde, junto a la casa de cambios, venden,
como si nada, shots de oxígeno. Un aeropuerto para no olvidarlo, un lugar para
no sentirse nunca en casa. Para asumirse extranjera. Extraña.
En este viaje a La Paz un taxista me dijo que las
María José son siempre buenas, otro me recomendó venir para San Juan a que me
leyeran la suerte; un mesero decidió que, si yo fuera un jugo de frutas, sería
uno de frutilla con un par de gotas de naranja y otro me regaló un postre de
chocolate que, luego de echarle un líquido misterioso, se abría como una flor
para revelar un interior de frambuesa. En el hotel me dieron una habitación con
tres camas y me sentí, por una noche, Ricitos de Oro.
Anduve en teleférico entre medio de las montañas y, al
llegar arriba, creí que los rayos del sol me iban a atravesar la cabeza. Comí
salteñas sin derramar una gota, fui al lanzamiento de un libro precioso y
varios personajes del mundo de las letras me trataron con una hospitalidad de
caminatas largas y muchos libros.
[Pero por las noches despertaba con la garganta seca,
y bebía botella tras botella de agua. Y viajar era coleccionar claves de wifi
para revisar los correos de mis estudiantes en Chile, para no perder el
contacto con mi familia, mis amigos y mi ciudad: esa donde todavía no me siento
cómoda].
Estar en La Paz fue también volver a pasear por los libros
bolivianos contemporáneos de los que me había enamorado tanto. Volver al inicio
del cuento Vacaciones permanentes de
Liliana Colanzi en el que una pareja de amigos se inventa un Congreso de
Comunicaciones en La Paz y allá se van a encerrar a un hotel sin que los padres
sospechen de nada.
O a ese momento en el que una de las protagonistas de Los
afectos, la bellísima novela de Rodrigo Hasbún, se habla a sí misma
mientras recorre la ciudad: “Caminas por la ciudad (…) Suelen ser caminatas de
dos o tres horas (te fascinan las callecitas empinadas, los pasajes coloniales
tan detenidos, las subidas y bajadas de La Paz: hacen que tu corazón bombee con
fuerza, te recuerdan que está ahí) pero alguna vez han sido hasta cinco, como
una rata en un laberinto o como una poseída o, de nuevo, como una prisionera,
ya no de la casa sino de la ciudad. Te dices que eso de no poder quedarte
quieta lo llevas en la sangre y, casi de inmediato, te preguntas qué otras
cosas llevarás ahí. También ha empezado a pasar esto: sientes cada vez más a
menudo que tu vida sí puede caber entera en una sola frase o, al menos, en unas
pocas”.
Es mi segunda vez en La Paz (y ya pronto me toca
regresar) y, como dice Hasbún, “también ha empezado a pasar esto”: en mi caso,
que el cuerpo se reacomoda y, con el corazón en los oídos, en los ojos,
palpitando en la frente, en los dedos de las manos, también se piensa y se
escribe distinto. Pasé una noche entera escribiendo en La Paz, viendo cómo los
colores iban cambiando en mi ventana, un cuento como partirse en dos, el cuento
que cierra mi libro que, por estas semanas, ya voy terminando de editar.
Así que ahora llevo conmigo un pedacito de la ciudad.
Uno que late. Que duele.
Que ya no se va más.
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