Ni Dios, ni Ser, ni Verdad…
Agotada ya la poesía china, y luego de un intenso paseo por el romanticismo, entramos ahora a universos más propios de la filosofía.
Juan
Cristóbal Mac lean E.
Para
acercarnos al romanticismo alemán, varias entregas atrás, hubimos de pasar por
la filosofía, hacer una parada en La
analítica de lo sublime de Kant o en el yo fichteano, pues tales momentos o
movimientos del pensamiento no solo que eran contemporáneos y vecinos del
florecimiento de ese primer romanticismo de Jena, sino que también tendieron la
mesa conceptual y hasta sentimental podríamos decir incluso, en que habría de
servirse el gran banquete romántico.
Y
tampoco pudimos omitir, aprovechando esta metáfora, a los músicos que tocaban entre
bambalinas o en el centro de la escena. Sobre el grado de entrelazamiento entre
pensamiento, música y poesía también habíamos destacado varios ejemplos. Y es
inolvidable en este sentido, la pretensión de Beethoven, expresada por él
mismo, de haber ido con su música “más lejos que Kant”.
Y
cuando luego, en un mismo recorrido, o siguiendo las huellas o ramificaciones de un mismo
espíritu -el que late tras la “poesía”- nos tocó vernos con la China (dicho
así, tan a lo grueso como se usa la expresión “Occidente”), inmediatamente
notamos, ya también, el no menos íntimo entrelazamiento entre el poeta, el
calígrafo y el pintor. Y no es que la música, según se lee, haya tenido una
importancia desdeñable en el Oriente. Más bien, la importancia que le concedía
Confucio (en algún sentido similar a la que le concedía Platón en una Grecia poco
menos que contemporánea) o el hecho de que también muchos poetas fueran también
músicos (Wang Wei) atestigua lo contrario. Pero ese tema ya nos excede, aparte
de una “barrera del sonido” que se instaura aquí. Y, en cuanto al pensamiento,
¿estaba tan entrelazado éste con sus
tradiciones poéticas, caligráficas o pictóricas? Sin duda. Pero de formas, como
siempre, muy distintas.
Y,
para empezar ¿hay acaso algo que pueda designarse como “filosofía china”? Otra
vez, los mismos términos lingüísticos son reacios a cualquier traducción al
mismo tiempo que, digamos desde una topología de las actividades del espíritu,
el lugar y situación de una instancia en relación a las otras también es
diferente. Lo mismo ocurre con el tema de la(s) religión(es). El confucianismo,
el taoísmo, simplemente no son religiones en el mismo sentido en que aplicamos
la palabra al cristianismo o algunos budismos. Y sí, hasta el momento, nos
habíamos deslizado por o limitado a un solo aspecto de estos universos, el
“artístico”, llegados a este punto es inevitable toparse de frente con cuanto
habíamos venido evitando.
Sin
embargo, tampoco es cosa de nos pongamos a ver qué son o cómo funcionan las
apelaciones “religiosas” del caso. Bástenos decir, cómo, en todo lo que se lee
sobre uno u otro aspecto de la China, sus artes o su historia, sus textos o
ejercicios, sus sabidurías o sus templos, cómo es siempre un mismo aire el que
lo baña todo, aire para el que podríamos prestarnos la palabra alemana Sttimung que habíamos encontrado en el
romanticismo y se refería a esa entonación del aire, atmósfera, “mood”, ambiente…
Y resulta, aunque suene a obviedad, que ese aire o Sttimung chino, parece basado y grabado a cal y canto en los
grandes textos religiosos, incluido por supuesto el I-Ching al que, demás está decirlo, la palabra “texto” le hace tan
flaco favor. Y están por supuesto las Analectas de Confucio y el Tao Te King y el Chuang Tse… Pero la
impregnación total, repetida y repetitiva, y eternizada en la Tradición (más
acumulativa que dialéctica, dice Anne Cheng) de todos esos libros y sus
innumerables comentarios, ello también se duplica, desdobla o redobla en las
sabidurías y prácticas de vida, tantas de las cuales llegaron a convertirse en
modas en Occidente: Feng-Shui, artes marciales, Tai Chi, acupuntura… Con todo,
la enormidad de estos temas no debe arredrarnos y consecuentes con la brevedad,
casi minimalista de estos apuntes, anotemos al vuelo algunos rasgos que
conviene tener en cuenta:
Estamos,
de hecho, en un mundo que nada emparenta ni con el logos ni la filosofía
griega, ni con la creación, ni con Dios ni con la verdad. Aquí dominan los
ritmos cósmicos, el Ying y el Yang, el Tao, o camino, las mutaciones, cambios y
procesos, las virtualidades y el Vacío.
Es
tal la heterogeneidad de temas y comentarios, cuenta Anne Cheng, y de más
comentarios a ellos mismos yendo en diagonal de géneros y en enorme profusión
cuasi indiferenciada, que se hace imposible “aislar un corpus diferenciado de
los religiosos, literarios o científicos”. Y si en Occidente “el proceso analítico empieza por una toma de
distancia crítica, constitutiva tanto del sujeto como del objeto, el
pensamiento chino, en cambio, se encuentra totalmente inmerso en la realidad:
no hay razón fuera del mundo”, así como “no hay una verdad absoluta sino
dosificaciones”, a tiempo de que no interesa el Ser sino el proceso. Aquí no se
trata de los fundamentos, menos de los metafísicos, así como tampoco se plantea
la existencia de Dios: “lo que se percibe como primordial es la mutación,
resorte del dinamismo universal que es el soplo vital”.
Sinólogo
y filósofo, Claude Julien, libro a libro (y ya son alrededor de 30) va
puntuando las diferencias tan vastas como irreductibles (algo cuestionado por
otro gran sinólogo: Billeter), y así por ejemplo, aprendemos que lo insípido
chino, antes que una carencia de sabor, es la posibilidad de cualquier sabor no
anulado por la identidad, que se mantiene dueño de todas las virtualidades sin
entregarse a la cerrazón de un solo sabor, de la misma forma en que el general
evita de las batallas, se evade y se presenta por igual o el pintor deja en
blanco o en vacío buena parte del paisaje. En otro libro, Julien muestra cómo y
por qué el tema de la Verdad no interesó a los chinos, que no cayeron nunca en
el principio de contradicción. Sin caos primigenios, ni cosmogonía ni creación,
y al no haberse constituido de manera mítica “el mundo chino no tuvo después
que construirse filosóficamente (a modo de logos): ni puso (dramáticamente) en
evidencia la ambigüedad, ni necesitó la verdad, para disipar la contradicción”.
(Un sabio no tiene ideas p. 103).
Y
en este mundo en el que no se persigue la gratificación intelectual sino “la
tensión constante de una búsqueda de santidad” (Cheng), y el mismo lenguaje
parece anclado enormemente en su concretud, reacio a la abstracción, pasa lo
que el filósofo surcoreano Byung-Chul-Han atribuye al tan cercano budismo zen: “No se busca allí algo oculto ‘detrás’ de la aparición. El misterio (lo escondido) sería lo manifiesto. No hay ningún nivel superior de ser que se anteponga a la aparición de lo fenoménico. Su nada habita el mismo plano de ser que las cosas inmersas en la aparición. El mundo ‘está enteramente ahí’ en una flor de ciruelo…”.
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