Epilepsia
Ofrecemos uno de los cuentos de Confesiones de una oficinista, de Carmen Huarachi, que acaba de sacar Correveidile.
Carmen Rocío Huarachi Caro
El tigre ha pintado una raya más en su cuerpo, hay una
línea más y nadie lo ha tomado en cuenta; el felino con su persistente apego a
los colores, no sabe definirse, a veces piensa que es amarillo y otras veces
piensa que el negro es su verdad, su color.
La selva entera sabe que el tigre rugirá por la noche,
sabe que hay que estar alerta para poder aprovechar y vencerlo, sabe de la debilidad
del tigre. Si fuera una hiena, adquiriría nuevos sentidos, no existiría otro
motivo que el existir y ladrar las depresiones preexistentes dentro de la
animalidad, pues la torpeza y el cansancio no son lo bastante enormes como para
no poder vivir.
Pero cuando el tigre sabe que tiene colmillos poderosos,
garras fuertes, velocidad de guepardo y belleza de pantera, se crea un vacío.
El tigre llora dentro de sus ojos, que también son amarillo y negro, llora su
independencia y llora su dependencia y nadie nota los borbotones porque son
transparentes, porque su esfinge es fuerte y su figura respetable.Y la selva sigue su curso y las
serpientes siguen rayando el suelo, escribiendo memorias in- necesarias porque
ellas solo tienen el color hermoso, y las ardillas siguen saltando porque
tienen la esperanza de hacerse ricas con la legendaria nuez de oro. El tigre
camina erguido, pasea, piensa y es feliz cuando se contempla en el Lago de la
Indiferencia ya que los peces siempre pasarán y solo viven para comer, hablan
poco, solo lo necesario y de su mundo.
Él vio morir y dio muerte, sintió que esa muerte era
eterna: la víctima caía, gritaba su dolor, botaba espuma por la boca, al morir
emitía el grito final y ya jamás se levantaba. (Él sí).
¿Cómo era entonces que él no viviera la muerte eterna?
¿Cómo era posible sentir que la realidad se alejaba, que tenía los temblores
tan parecidos a los de la agonía, y después de vivir- lo despertar nuevamente?
¿Cómo era posible que cuando su boca se llenaba de sangre por morderse la
lengua al no poder controlar sus convulsiones, revivía nuevamente?
¿Por qué?
Y la selva sigue sonando. Los búhos siguen pensando, las
águilas diagnosticando. Los cuervos, decepcionados, se alejan una vez más,
porque una vez más no hay cadáver putrefacto.
La luna se enciende más que nunca, se escucha su rugido
lastimero, algunos sonríen incómodos, otros se alegran por su vergüenza. El
tigre está solo con su ataque de epilepsia, y solo él sabe que aumentará una
vez más una raya de su cuerpo. La raya del tigre que es la cicatriz de su alma,
su línea invisible y tratada de olvidar.
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Cuentos extraños y palpitantes
Manuel Vargas
Confesiones de una oficinista
no es una autobiografía que se desarrolle en el mundo de la burocracia urbana.
Tampoco un texto de las intimidades eróticas que pudieran transcurrir entre
bambalinas o tras mamparas oficinescas. Tampoco son confesiones.
Este es un libro de cuentos,
extraños y palpitantes, escritos por una mujer que de pronto se ubicó, sin más
vueltas, a la entrada del siglo XXI. Y aunque me caigan como piedras todas las
críticas de los teóricos puros y razonables entendidos, que dicen que una buena
literatura no tiene sexo, este libro no podría haber sido escrito por un
hombre. Fue escrito, y vivido y sangrado y bebido y representado, por una mujer
llamada Carmen Rocío Huarachi Caro, natural de cualquier rincón del mundo, pero
que tuvo la ocasión -o fue el azar o el destino- de nacer y crecer en alguna
ciudad boliviana como Sucre, o como La Paz, donde actualmente vive.
Pero hay algo claro. Estos
cuentos no transcurren en una ciudad conocida. A lo mucho en un anónimo
dormitorio, en una cantina o en una placita con mirador. Más bien, para seguir
con el lugar común de estos tiempos, estas Confesiones de una oficinista
transcurren, triste, alegre, impunemente, en el cuerpo y la mente de una mujer.
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