jueves, 26 de enero de 2017

ALTIplaneando

De te fabula narratur



La vida como sucesión total e irrefrenable de narrativa e historia.


Edwin Guzmán Ortiz 

Contar, dar cuenta de. Relatar una historia acontecida o imaginada. Hacer imperecedero un acontecimiento digno de la memoria. Testimoniar. Fabular. Inventariar. Enunciar bajo un orden y técnica precisos el desarrollo de hechos reales o inventados. Literaturizar. Ergo: la anécdota, la epopeya, la novela, el mito, la historiografía, la historia clínica, el rumor y el informe burocrático caben en su vientre generoso.
En todos ellos subyace, a manera de sujeto inmemorial, el primer narrador de la comunidad que en torno al fuego y junto a sus pares desplegaba una hilera de palabras que referían una historia, sostenida por el brillo colectivo de miradas que ardían a contrapunto de la hoguera. Las cosas y los acontecimientos no habían desaparecido ni habían sido olvidados, eran prolongados en el tiempo, almacenados por una memoria colectiva y repartidos por la aspersión de voces plurales.
Fueron aludidos dioses, hombres, animales y los mismísimos muertos. Montañas, combates, fiestas y casas solariegas. Personajes que tenían la facultad de amar, odiar, copular, destruir, bailar, soñar y matar. Elevándose o despeñándose, trascendiendo o fundiéndose en su más portentosa nimiedad. O, acaso, no ser siendo, como los entes espectrales de Beckett. 
La vida está sembrada de relatos circunstanciales o con apetencia de totalidad. Historias del mundo, historias sobre el mundo. Una tupida red de narraciones rodea la existencia.  Todas las bocas cuentan, todo el género humano escucha. El hombre es un archivador de acontecimientos que revelan y dan sentido a la existencia. Carne verbal que arrastra seres, actos, nudos, desenlaces, olvido. Animal cultural que no segrega solamente lágrimas, sudor o esperma, sino historias que dejan huella y hablan en el tiempo.
Biografías, oralidades, reportes burocráticos, alegatos jurídicos, informes especializados, confesiones religiosas, testimonios, anecdotarios, cuentos, rumores, llevan la marca indisoluble del relato. Tan cotidiano, doméstico y gratificante como pulsional, subversivo y revelatorio. Ser psicoanalista -decía Julia Kristeva- es saber que todas las historias acaban hablando de amor.
La palabra revelada de la religión es palabra narrada. El personaje central: un dios leído y no visto o, más bien, “visto” a través de una historia: la Biblia. Todas las religiones tienen historias que contar. La palabra y la creación forman un solo acto divino. Un dios narrado, es más, literaturizado, deviene comprensible, traducible y exportable. Ya no la efigie, o un bloque petrificado, palabra abierta a la ventura. La evangelización es el relato que convoca a la congregación, el culto y la salvación. El tetragrámaton sostiene al superhéroe trinitario; su antípoda, satanás, al antihéroe, entre ambos brota la chispa dialéctica que lleva y trae a la humanidad en la escena de la creación. Del Génesis al Apocalipsis, se despliega una suma de historias que consagran una teología portátil,  dueña de adscripciones mil.
La Historia -magistra vitae- no se propone inventar relatos, sino recuperar hechos pasados. Entre personas, acontecimientos e ideas dispares se mueve, y hace del tiempo un juego de acordes y correspondencias. Escarba y descubre lo insólito, revela lo escondido y ratifica lo conocido. La Historia nos da la medida y el retrato de nuestro paso por el tiempo. Estar fuera de la historia es otra historia. Sus múltiples versiones la acercan a la literatura. ¿Qué es lo real?, ¿qué  lo verdadero? Los anglosajones hacen el distingo a través de la diferencia entre “history” y “story”, nosotros no. De ahí es que, con frecuencia, el mito y la historia hallen una filiación común, empatando lo imaginario con lo real, el materialismo histórico con la teología. En todo caso es una narración que nos sobredetermina y de manera similar a la religión pretende trazarnos las coordenadas de este mundo donde, entre héroes portentosos y grandes acontecimientos, caminamos milimétricos y gaseosos.
Contemporáneamente, el cine, la cibercultura, y los medios de comunicación son los grandes generadores de historias que se reproducen ad nauseam. Desde la chatura insufrible de telenovelas o series rosa, hasta obras de estatura reconocida: Tarkovski, Jorge Sanjinés y el comic de Thomas Ott, por ejemplo. La publicidad y la propaganda política han internalizado con éxito recursos narrativos que mueven la sensibilidad perceptiva, es más, utilizan nuestra arraigada condición de especie narratófila para inocular el adminículo promocional con resultados favorables.
La información es una batería interminable de relatos que arrancan del acontecer cotidiano; reales, imaginarios e híbridos, viven su perentoriedad. Entre la construcción de la realidad y la ficción camina la certidumbre ciudadana; brújula cotidiana, sus historias terminan siendo más creíbles que las del líder espiritual y el dirigente político. La mediación es dueña de los aparatos de credibilidad social, y así como es capaz de inflar novelones, fabricar personajes, encumbrar sucesos, hacer de bastón de ciego, iluminar, consubstanciarse con la Historia y el arte, tiene el poder de viralizar el rumor, inventar verdades a fuer de repetirlas, y condescender al género de la narrativa escatológica, a través del más popular de los relatos: la chismografía. El resultado: un receptor que se agita y duerme con estos productos, cual puntiagudas mascotas.
La literatura, al cabo de tantos años y lugares, es una de las actividades humanas de mayor experiencia y riqueza en la fabricación de historias. Es la que ha explorado, desde la palabra, con más solvencia el mundo, habiendo desarrollado formas y mecanismos para contar sus relatos de las más sugerentes maneras. Decía Barthes “son innumerables los relatos del mundo”.
La verdadera literatura, hoy, enfrenta dos épicas amarradas por un nudo invisible. Rebasando el discurso de la templanza y la zona del confort narrativo, se lanza a explorar las fronteras de lo verosímil, dueña de itinerarios impredecibles tiende a remontar el muro de la prohibición. Así, volteado el iceberg, el inconsciente verbaliza discurriendo por territorios de lo onírico, el lapsus, lo mágico, lo entrañablemente irracional. Antes, la realidad, el sueño y la fantasía estaban mucho menos separados entre sí de lo que están en nuestros días, decía Doblin. El racionalismo se apoderó de lo humano pero gracias al subterfugio del arte y su poder exploratorio, la literatura tiene el poder de rescatar estos territorios y los integra al lenguaje de la vigilia. De Dante a Kafka, de Rulfo a Cerruto, las palabras también caminan sobre cuatro patas. Somos también esas regiones recónditas que el poder y el miedo han soterrado. 
Pero tal aventura solo es posible a través de un lenguaje capaz de tratar esa materia elusiva. De ahí es que el actual narrador de la tribu -de saya, casaca, casimir o jean- teja las historias a través de palabras que se aventuren a tocar los límites del lenguaje, incidiendo en las fronteras de lo decible, recurriendo a combinatorias inéditas, al contrabando lingüístico, al reciclaje semántico, a la reinvención de las formas. Orlando las resonancias, resucitando el murmullo, calibrando la presión del silencio, provocando asociaciones inéditas, midiendo la distancia entre la palabra y la cosa. Inmersión y transubstanciación, la fórmula que lía esa otra de forma de verdad con que trabaja la narración literaria.
Shakespeare, escéptico y dramático, proclamaba: “La vida es un cuento contado por un idiota, llena de ruido y de furia, que no significa nada”. Entre la vida y el cuento, nosotros, suma de ambos.


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