De te fabula narratur
La vida como sucesión total e irrefrenable de narrativa e historia.
Edwin Guzmán Ortiz
Contar, dar cuenta de. Relatar una historia
acontecida o imaginada. Hacer imperecedero un acontecimiento digno de la
memoria. Testimoniar. Fabular. Inventariar. Enunciar bajo un orden y técnica
precisos el desarrollo de hechos reales o inventados. Literaturizar. Ergo: la
anécdota, la epopeya, la novela, el mito, la historiografía, la historia
clínica, el rumor y el informe burocrático caben en su vientre generoso.
En todos ellos subyace, a manera de sujeto
inmemorial, el primer narrador de la comunidad que en torno al fuego y junto a
sus pares desplegaba una hilera de palabras que referían una historia,
sostenida por el brillo colectivo de miradas que ardían a contrapunto de la
hoguera. Las cosas y los acontecimientos no habían desaparecido ni habían sido
olvidados, eran prolongados en el tiempo, almacenados por una memoria colectiva
y repartidos por la aspersión de voces plurales.
Fueron aludidos dioses, hombres, animales y los
mismísimos muertos. Montañas, combates, fiestas y casas solariegas. Personajes
que tenían la facultad de amar, odiar, copular, destruir, bailar, soñar y
matar. Elevándose o despeñándose, trascendiendo o fundiéndose en su más
portentosa nimiedad. O, acaso, no ser siendo, como los entes espectrales de
Beckett.
La vida está sembrada de relatos circunstanciales o
con apetencia de totalidad. Historias del mundo, historias sobre el mundo. Una
tupida red de narraciones rodea la existencia.
Todas las bocas cuentan, todo el género humano escucha. El hombre es un
archivador de acontecimientos que revelan y dan sentido a la existencia. Carne
verbal que arrastra seres, actos, nudos, desenlaces, olvido. Animal cultural
que no segrega solamente lágrimas, sudor o esperma, sino historias que dejan
huella y hablan en el tiempo.
Biografías, oralidades, reportes burocráticos,
alegatos jurídicos, informes especializados, confesiones religiosas,
testimonios, anecdotarios, cuentos, rumores, llevan la marca indisoluble del
relato. Tan cotidiano, doméstico y gratificante como pulsional, subversivo y
revelatorio. Ser psicoanalista -decía Julia Kristeva- es saber que todas las
historias acaban hablando de amor.
La palabra revelada de la religión es palabra narrada.
El personaje central: un dios leído y no visto o, más bien, “visto” a través de
una historia: la Biblia. Todas las religiones tienen historias que contar. La
palabra y la creación forman un solo acto divino. Un dios narrado, es más,
literaturizado, deviene comprensible, traducible y exportable. Ya no la efigie,
o un bloque petrificado, palabra abierta a la ventura. La evangelización es el
relato que convoca a la congregación, el culto y la salvación. El tetragrámaton
sostiene al superhéroe trinitario; su antípoda, satanás, al antihéroe, entre
ambos brota la chispa dialéctica que lleva y trae a la humanidad en la escena
de la creación. Del Génesis al Apocalipsis, se despliega una suma de historias
que consagran una teología portátil, dueña de adscripciones mil.
La Historia -magistra
vitae- no se propone inventar relatos, sino recuperar hechos pasados. Entre
personas, acontecimientos e ideas dispares se mueve, y hace del tiempo un juego
de acordes y correspondencias. Escarba y descubre lo insólito, revela lo
escondido y ratifica lo conocido. La Historia nos da la medida y el retrato de
nuestro paso por el tiempo. Estar fuera de la historia es otra historia. Sus
múltiples versiones la acercan a la literatura. ¿Qué es lo real?, ¿qué lo verdadero? Los anglosajones hacen el distingo
a través de la diferencia entre “history”
y “story”, nosotros no. De ahí es
que, con frecuencia, el mito y la historia hallen una filiación común,
empatando lo imaginario con lo real, el materialismo histórico con la teología.
En todo caso es una narración que nos sobredetermina y de manera similar a la religión
pretende trazarnos las coordenadas de este mundo donde, entre héroes
portentosos y grandes acontecimientos, caminamos milimétricos y gaseosos.
Contemporáneamente, el cine, la cibercultura, y los
medios de comunicación son los grandes generadores de historias que se
reproducen ad nauseam. Desde la
chatura insufrible de telenovelas o series rosa, hasta obras de estatura
reconocida: Tarkovski, Jorge Sanjinés y el comic de Thomas Ott, por ejemplo. La
publicidad y la propaganda política han internalizado con éxito recursos
narrativos que mueven la sensibilidad perceptiva, es más, utilizan nuestra
arraigada condición de especie narratófila para inocular el adminículo
promocional con resultados favorables.
La información es una batería interminable de relatos
que arrancan del acontecer cotidiano; reales, imaginarios e híbridos, viven su
perentoriedad. Entre la construcción de la realidad y la ficción camina la
certidumbre ciudadana; brújula cotidiana, sus historias terminan siendo más
creíbles que las del líder espiritual y el dirigente político. La mediación es
dueña de los aparatos de credibilidad social, y así como es capaz de inflar
novelones, fabricar personajes, encumbrar sucesos, hacer de bastón de ciego, iluminar,
consubstanciarse con la Historia y el arte, tiene el poder de viralizar el
rumor, inventar verdades a fuer de repetirlas, y condescender al género de la
narrativa escatológica, a través del más popular de los relatos: la
chismografía. El resultado: un receptor que se agita y duerme con estos productos,
cual puntiagudas mascotas.
La literatura, al cabo de tantos años y lugares, es
una de las actividades humanas de mayor experiencia y riqueza en la fabricación
de historias. Es la que ha explorado, desde la palabra, con más solvencia el
mundo, habiendo desarrollado formas y mecanismos para contar sus relatos de las
más sugerentes maneras. Decía Barthes “son innumerables los relatos del mundo”.
La verdadera literatura, hoy, enfrenta dos épicas
amarradas por un nudo invisible. Rebasando el discurso de la templanza y la
zona del confort narrativo, se lanza a explorar las fronteras de lo verosímil,
dueña de itinerarios impredecibles tiende a remontar el muro de la prohibición.
Así, volteado el iceberg, el inconsciente verbaliza discurriendo por territorios
de lo onírico, el lapsus, lo mágico, lo entrañablemente irracional. Antes, la
realidad, el sueño y la fantasía estaban mucho menos separados entre sí de lo
que están en nuestros días, decía Doblin. El racionalismo se apoderó de lo
humano pero gracias al subterfugio del arte y su poder exploratorio, la
literatura tiene el poder de rescatar estos territorios y los integra al
lenguaje de la vigilia. De Dante a Kafka, de Rulfo a Cerruto, las palabras
también caminan sobre cuatro patas. Somos también esas regiones recónditas que
el poder y el miedo han soterrado.
Pero tal aventura solo es
posible a través de un lenguaje capaz de tratar esa materia elusiva. De ahí es
que el actual narrador de la tribu -de saya, casaca, casimir o jean- teja las
historias a través de palabras que se aventuren a tocar los límites del
lenguaje, incidiendo en las fronteras de lo decible, recurriendo a
combinatorias inéditas, al contrabando lingüístico, al reciclaje semántico, a
la reinvención de las formas. Orlando las resonancias, resucitando el murmullo,
calibrando la presión del silencio, provocando asociaciones inéditas, midiendo
la distancia entre la palabra y la cosa. Inmersión y transubstanciación, la
fórmula que lía esa otra de forma de verdad con que trabaja la narración
literaria.
Shakespeare, escéptico y
dramático, proclamaba: “La vida
es un cuento contado por un idiota, llena de ruido y de furia, que no significa
nada”. Entre la vida y el cuento, nosotros, suma de ambos.
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