domingo, 15 de enero de 2017

Ensayo

Música y poesía



Volviendo a Eliot e incluso a Octavio Paz, la autora recuerda cómo la poesía nace –en muchos casos- de la música, del ritmo del diario vivir. Y, por otro lado, como lo popular se apropia del poema.


Virginia Ayllón

A propósito de algunos últimos premios de literatura, esbozo algunas disquisiciones sobre la relación entre música y poesía.
En realidad esta dupla remite a otra más arcaica que es la relación entre la poesía y la oralidad. La poesía nació oral y una (la) tensión fundamental de la poesía escrita es no perder su carácter oral, de ahí que el ritmo es ley de la poesía, independientemente del tipo de verso al que acuda.
La poesía no se quiere musical, la poesía es música, por ello sus recursos son  sonoros: rimas, anáforas, entonaciones, medidas, etc.
Pero, muy bien decía T.S. Eliot, que la música del verso no es un asunto de líneas sino del poema entero. Por eso si alguna metáfora corresponde a poema es la del pentagrama, una estructura que soporta el sentimiento a comunicar. El poema, por tanto, y sigo con Eliot, se concreta en la forma de un ritmo determinado antes de que alcance una expresión en palabras, y es ese ritmo el que da a luz la idea y la imagen. Aunque esa imagen sea la del silencio, como conviene al diálogo interior. 
Así, sonido y sentido hacen el poema, que deviene, entonces, en un organismo verbal rítmico, tal como Octavio Paz lo definía. Decía el mexicano que el lector “oye en su mente, detrás de las palabras escritas, las palabras del texto, su música verbal”.
En su hermoso ensayo The music of poetry (1942) Eliot anota que la emoción que nos produce el significado de un poema, incluye su musicalidad aunque no la notemos. Por el contrario, la emoción ante la musicalidad de un poema incluye su(s) significado porque ambos son abstracciones del poema, ambos conforman su integralidad.
Por eso, para el autor de La tierra baldía, el ritmo y el sentido de la estructura son dos elementos de la música de cuyo estudio ganarían los poetas. Y aquí recuerdo ensayos musicales en la literatura como el de la norteamericana Toni Morrison en su novela Jazz (1992). En ella, aparte de retratar el paso del rural blues al urbano jazz en el Harlem de la década de los 20, estructura la narración en juegos de improvisaciones, sensuales ragtimes, contrapuntos, etc. En ese sentido, podría calificarse de poética esta novela, por su sentido y su “musicalidad”. También recuerdo que la reseña del Cachín Antezana al libro Salsa, sabor y control (1998) del puertorriqueño Ángel Quintero, se puede leer, pero también se puede bailar.
Pero retornando al tema en cuestión, Eliot afirma que una ley de la poesía es “que no debe apartarse demasiado del lenguaje ordinario a que estamos acostumbrados a usar y oír diariamente. Ya sea rítmica o silábica, rimada o no rimada, formal o libre, la poesía no puede darse el lujo de perder su contacto con el cambiante lenguaje de la comunicación común y corriente”. Y esta sentencia me parece que establece otra relación más bien pragmática entre poesía y música.
Me refiero, por ejemplo, a la copla, que nos recuerda la poesía de los españoles Federico García Lorca, Antonio Machado y Rafael Alberti, quienes la han visitado en forma de romance, seguidilla, tirana, redondilla, etc. 
Pero resulta que el carácter popular primigenio de la copla la relaciona con el anonimato y pareciera que las coplas de los escritores retornan al coplero popular, restándole su autoría. Así, parece ha sucedido con los primeros versos de La casada infiel de García Lorca: “Y que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela / pero tenía marido”. Este retorno confirmaría el carácter popular de la copla, más aún cuando su retorno se “hace canción”. Tal vez por eso quienes canten “Yo soy como un árbol pegau a la tierra / Y naide me arranca del pago en que vivo”, o esa especie de segundo himno tarijeño: “Soy de aquel/ pueblo de las flores” no necesariamente sepan que su autor es el muy chapaco poeta Oscar Alfaro. Como diciendo que el pueblo se apropió de esas coplas, de “su letra” y su musicalidad.
Así pues, la persistencia fonética de la poesía parece establecer la base de nuestra relación con ella porque nos remite a ese silencio musical (eso que llamamos lo interior) que ella sabe bien representar. 



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