Un conejo de patas largas
[Ya me voy, hasta nunca]
Fin de ciclo. El Chicuelo descansa rumbo a nuevos destinos, pero Wilmer Urrelo seguirá, una vez por mes, acompañándonos desde este espacio.
Wilmer Urrelo
Es un conejo de patas largas. Uno que llegó en calidad de
regalo o quizá estaba ahí siempre, Chicuelo, desde vaya uno a saber cuándo.
-Era de tu hermano, pendejo -dice la Ovejita Literaria-. Y
tú te apropiaste del peluchito ese.
No es un peluchito cualquiera. Un peluchito cualquiera
serán las mierdas que les regalan los enamorados a sus novias. El conejito de
patas largas del que pretendo hablar es algo más que eso, y la Florecita
Rockera y el pequeño niño blasfemo diciendo: ¿y por qué hablas de él y a nosotros
ya ni nos saludas, ya que es tu despedida?, y Chicuelo porque ustedes ya me
llegaron a los huevos, ya estoy hasta acá de todos ustedes (incluso de la
Ovejita Literaria).
Mírenlo, no lo pierdan de vista, ese es el conejito de
patas largas, un concepto distinto, profundo, digamos que una idea.
-Ya no fumes de esa, Chicuelo -dice la Florecita Rockera-.
¿Te das cuenta de las barbaridades que estás hablando?
Y el Chicuelo diciendo: ¿te conozco acaso?, ¿de dónde tan
preocupada por mí así de pronto?
-Así que aburrido de nosotros, así que hasta las bolas -se
queja la Ovejita Literaria-. ¿Y se puede saber
por qué?
No. O sí, pero prefiero hablar del conejo de patas largas
de mi niñez, dice el Chicuelo. O más bien de parte de esa niñez que ya no puedo
recordar.
El conejo de patas largas. El que miraba impasible las
cosas que uno hace de niño. Estar horas frente a la tele. Hacer poquísimas
tareas. Dormir. O no dormir. Estar despierto escuchando el ruido que hacían los
pocos coches que pasaban por la avenida Tejada Sorzano. El conejito de patas
largas: el que a veces terminaba en el suelo y uno, ¡crack!, llegaba a pisarlo
con la gran posibilidad de haberle roto el espinazo. ¿Por qué los conejos de
patas largas retornan para que escribas de ellos? No sé, dice la Ovejita
Literaria, más bien sigue hablando de ese conejo anormal. Qué envidiosa, caray,
pues ese anormal al que te refieres era mi conejito preferido. ¿Qué conejo
normal tendría esa mirada? ¿Esos ojos y esa boca desconcertada? ¿Y qué me dicen
de las rayas verticales que le sirven de pantalones? La verdad que no entiendo,
dice la Ovejita Literaria, qué siempre querrás decir con eso. Quiero decir que
todo lo demás fue paisaje.
Qué lindo sería, incautos lectores que se empecinan en
seguir esta columna que acaba hoy, que la vida real fuera así. Que después de
las desdichas, del desamor, de la muerte inesperada, de la enfermedad
incomprensible, todo, absolutamente todo, que todo lo demás fuera paisaje. ¿Qué
clase de paisaje? ¿Qué cosas forman un paisaje?
-Para mí -dice la Ovejita Literaria-, el paisaje lo
forman las montañitas, las nubes, el sol, las florecitas del campo, la cara de
cojudos de los eternos finalistas del Franz Tamayo y del Adela Zamudio.
Sin embargo, para el Chicuelo el paisaje está en otra
parte, está en otros lugares, mejor dicho, el paisaje está en mi conejito de
patas largas. Ese mismo que carece de nombre hasta ahora. El conejito de patas
largas que no fue bautizado en mi niñez y que por lo tanto debe estar maldito,
endemoniado. ¿No les parece lindo haber tenido durante toda tu niñez un conejito
de patas largas endemoniado? ¿“Satanismo desde niño”, como dice la canción de
Brujería? Eso no más es el conejito de patas largas: una cosa sin nombre que
siempre estaba ahí, esperándote cuando volvías del kínder, ayudándote a
entender el extraño mundo de los adultos, alentándote cuando empezabas en el
largo camino de mentarle la madre o los giles que ibas a encontrar en tu vida
(ergo: esos eternos finalista de los concursos de cuentos). El conejito de
patas largas: una idea, un paisaje, el volumen alto que fue parte de mi niñez.
O mejor dicho, el conejito de patas largas que es el único destello de una
niñez que no puedo recordar.
-Y miren que uno es ingrato -dice la Ovejita Literaria-.
Tantos años haciéndote el favor y vos te olvidas de bautizarlo.
-Un ingrato y un idiota -dice la Florecita Rockera-. A
veces eres un odioso, Chicuelo.
Entonces, quizá, para no ser un odioso como dice la
Florecita Rockera, y como último acto literario de esta columna que duró más de
dos años, creo que será necesario bautizar al conejito de patas largas. ¿Cómo
puede llamarse? Conejín, no. Es un nombre más bien boludo. Entonces qué tal
Patas Largas. No, tampoco, un tanto ridículo y poco original. Qué tal Saltarín.
Nones, infantil, e inadecuado porque un grillo también puede llamarse así. Pues
como que está difícil bautizar a un conejito de tu niñez siendo ya un viejote,
¿no?
¿Entonces qué hacemos con el paisaje? ¿El paisaje de El chicuelo
dice?
El paisaje, en todo caso, ya no lo son ustedes, Ovejita
Literaria, no mucho menos tú, pequeño niño blasfemo, y a ti, Florecita Rockera,
prefiero incubarte en el olvido.
El paisaje ya fue. Se termina hoy con el conejito de
patas largas.
Me voy, chau. Me retiro a disfrutar el sol, a las
mañanitas de cielo azul. Con el conejito de patas largas sobre uno de mis
hombros.
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