domingo, 15 de enero de 2017

El chicuelo dice

Un conejo de patas largas 

[Ya me voy, hasta nunca]


Fin de ciclo. El Chicuelo descansa rumbo a nuevos destinos, pero Wilmer Urrelo seguirá, una vez por mes, acompañándonos desde este espacio.




Wilmer Urrelo

Es un conejo de patas largas. Uno que llegó en calidad de regalo o quizá estaba ahí siempre, Chicuelo, desde vaya uno a saber cuándo.
-Era de tu hermano, pendejo -dice la Ovejita Literaria-. Y tú te apropiaste del peluchito ese.
No es un peluchito cualquiera. Un peluchito cualquiera serán las mierdas que les regalan los enamorados a sus novias. El conejito de patas largas del que pretendo hablar es algo más que eso, y la Florecita Rockera y el pequeño niño blasfemo diciendo: ¿y por qué hablas de él y a nosotros ya ni nos saludas, ya que es tu despedida?, y Chicuelo porque ustedes ya me llegaron a los huevos, ya estoy hasta acá de todos ustedes (incluso de la Ovejita Literaria).
Mírenlo, no lo pierdan de vista, ese es el conejito de patas largas, un concepto distinto, profundo, digamos que una idea.
-Ya no fumes de esa, Chicuelo -dice la Florecita Rockera-. ¿Te das cuenta de las barbaridades que estás hablando?
Y el Chicuelo diciendo: ¿te conozco acaso?, ¿de dónde tan preocupada por mí así de pronto?
-Así que aburrido de nosotros, así que hasta las bolas -se queja la Ovejita Literaria-. ¿Y se puede saber  por qué?
No. O sí, pero prefiero hablar del conejo de patas largas de mi niñez, dice el Chicuelo. O más bien de parte de esa niñez que ya no puedo recordar.
El conejo de patas largas. El que miraba impasible las cosas que uno hace de niño. Estar horas frente a la tele. Hacer poquísimas tareas. Dormir. O no dormir. Estar despierto escuchando el ruido que hacían los pocos coches que pasaban por la avenida Tejada Sorzano. El conejito de patas largas: el que a veces terminaba en el suelo y uno, ¡crack!, llegaba a pisarlo con la gran posibilidad de haberle roto el espinazo. ¿Por qué los conejos de patas largas retornan para que escribas de ellos? No sé, dice la Ovejita Literaria, más bien sigue hablando de ese conejo anormal. Qué envidiosa, caray, pues ese anormal al que te refieres era mi conejito preferido. ¿Qué conejo normal tendría esa mirada? ¿Esos ojos y esa boca desconcertada? ¿Y qué me dicen de las rayas verticales que le sirven de pantalones? La verdad que no entiendo, dice la Ovejita Literaria, qué siempre querrás decir con eso. Quiero decir que todo lo demás fue paisaje.
Qué lindo sería, incautos lectores que se empecinan en seguir esta columna que acaba hoy, que la vida real fuera así. Que después de las desdichas, del desamor, de la muerte inesperada, de la enfermedad incomprensible, todo, absolutamente todo, que todo lo demás fuera paisaje. ¿Qué clase de paisaje? ¿Qué cosas forman un paisaje?
-Para mí -dice la Ovejita Literaria-, el paisaje lo forman las montañitas, las nubes, el sol, las florecitas del campo, la cara de cojudos de los eternos finalistas del Franz Tamayo y del Adela Zamudio.
Sin embargo, para el Chicuelo el paisaje está en otra parte, está en otros lugares, mejor dicho, el paisaje está en mi conejito de patas largas. Ese mismo que carece de nombre hasta ahora. El conejito de patas largas que no fue bautizado en mi niñez y que por lo tanto debe estar maldito, endemoniado. ¿No les parece lindo haber tenido durante toda tu niñez un conejito de patas largas endemoniado? ¿“Satanismo desde niño”, como dice la canción de Brujería? Eso no más es el conejito de patas largas: una cosa sin nombre que siempre estaba ahí, esperándote cuando volvías del kínder, ayudándote a entender el extraño mundo de los adultos, alentándote cuando empezabas en el largo camino de mentarle la madre o los giles que ibas a encontrar en tu vida (ergo: esos eternos finalista de los concursos de cuentos). El conejito de patas largas: una idea, un paisaje, el volumen alto que fue parte de mi niñez. O mejor dicho, el conejito de patas largas que es el único destello de una niñez que no puedo recordar.
-Y miren que uno es ingrato -dice la Ovejita Literaria-. Tantos años haciéndote el favor y vos te olvidas de bautizarlo.
-Un ingrato y un idiota -dice la Florecita Rockera-. A veces eres un odioso, Chicuelo.
Entonces, quizá, para no ser un odioso como dice la Florecita Rockera, y como último acto literario de esta columna que duró más de dos años, creo que será necesario bautizar al conejito de patas largas. ¿Cómo puede llamarse? Conejín, no. Es un nombre más bien boludo. Entonces qué tal Patas Largas. No, tampoco, un tanto ridículo y poco original. Qué tal Saltarín. Nones, infantil, e inadecuado porque un grillo también puede llamarse así. Pues como que está difícil bautizar a un conejito de tu niñez siendo ya un viejote, ¿no?
¿Entonces qué hacemos con el paisaje? ¿El paisaje de El chicuelo dice?
El paisaje, en todo caso, ya no lo son ustedes, Ovejita Literaria, no mucho menos tú, pequeño niño blasfemo, y a ti, Florecita Rockera, prefiero incubarte en el olvido.
El paisaje ya fue. Se termina hoy con el conejito de patas largas.
Me voy, chau. Me retiro a disfrutar el sol, a las mañanitas de cielo azul. Con el conejito de patas largas sobre uno de mis hombros.


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