Ida y vuelta: Un homenaje adelantado
En el año del centenario de Juan Rulfo, una ficción recuperada de una vieja libreta de casi medio siglo. Apuntes tras leer Pedro Páramo.
Carlos Decker- Molina
El próximo 16 de mayo habría cumplido 100 años. En mis
años mozos, regodeado por las chasqañahuis,
surumis, husipungos y los yawarfiestas,
me encontré con Pedro en los caminos polvorientos de Comala. Me contó que su
padre había nacido en Sayula, Jalisco un 16 de mayo, se llama Juan, me dijo… y
seguí leyendo aquel fin de semana caliente.
Estaba en Santiago de Chile. No recuerdo si fueron
Tota y Mario quienes me dejaron el libro, o si lo encontré de casualidad en el
apartamento que ambos me prestaron, mientras se iban a Isla Negra a no sé a
qué.
Llegué al final apoyado en “los brazos de Damiana
Cisneros y él hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó,
suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco
contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”. Cerré
el libro tomé un lápiz y escribí a pulso en una de mis tantas libretas de
apuntes:
Ida y vuelta
No es fácil ir a la ciudad, se dijo a sí mismo Genaro.
Llenó, una vieja alforja con papas cocidas, charque, queso, una botella con
agua y hojas de coca y se la puso al hombro. “Esperá no más mamita”, dijo. Se cubrió la cabeza con el viejo sombrero
alón de su padre. “Volveré con mi padre o con noticias, pero volveré”.
Cerró la puerta a sus espaldas. No se paró a mirar la
casa de adobes, porque habría importado despedirse, empezó a caminar sin mirar
atrás. Sería un largo viaje. La calle se lo fue tragando de a poco y Genaro,
cuando dobló a la izquierda para tomar el camino de herradura, se convirtió en
un puntito negro.
Siguió su viaje alumbrado por la luna y las estrellas.
Se metió hojas de coca a la boca para combatir el cansancio. Escuchó ruidos, lo
asustó por unos segundos, eran dos vizcachas que parecían dialogar entre ellas,
cuando lo vieron huyeron veloces.
El horizonte era una mancha negra con millones de ojos
que titilaban, igual a la garganta de un animal monstruoso, y allí iba a
meterse.
Miró el cielo del altiplano, tan cerca de sus manos,
intentó tocar a las estrellas, también puso una mano como queriendo tapar la
luz de la media luna. Volvió a estirarse y retomó el andar pausado y seguro.
Tuvo miedo. Alguna vez había escuchado que, en noches
de luna llena, aparecía en el camino de herradura una vieja loca que chupaba la
sangre de los andantes. “Felizmente es medialuna”.
Recordó al “profe” que decía que no había que creer en
aparecidos ni en cojudeces que cuentan los curas para asustar a la gente y Jacinto,
su padre, asentía con la cabeza.
Una idea fugaz se apoderó de él por unos segundos, temía
llegar tarde a Huayllamarca porque “mi padre debe estar impaciente, sabe que lo
buscaré”. No lo pueden dejar tirado y olvidarse, se estaría diciendo Jacinto.
¿Estará vivo mi padre?
No era la primera vez que Genaro hacia este viaje.
Había hecho el mismo camino precisamente con su padre. Sabía que a la madrugada
llegaría al pueblo de Chuquichambi. Allí tomaría el camión a Huayllamarca,
siempre que quieran llevarlo. Aquella primera vez no sintió ni miedos ni
temores porque acompañó a su padre a comprar aperos y, si alcanzaba el dinero,
algún regalito para Marica, su madre.
Escuchaba la voz del padre, casi suplicante, le decía
que por nada del mundo deje de ir a la escuela. Con un poco de suerte, la
próxima cosecha compraría una bicicleta para que pueda viajar a Chuquichambi a
terminar la primaria.
El vientecillo de la noche dejó paso a una brisa un
poco más tibia, venía del pueblo de Chuquichambi, una hondonada en medio del
altiplano, un vallecito donde la laguna era cristalina e invitaba a bañarse.
Se sentó en una piedra, comió una papa fría y bebió un
poco de agua. En esos minutos el cielo comenzó a abrirse como un telón de
teatro. Ya se distinguía el horizonte, se convirtió en una línea ondulada
alumbrada por millones de luciérnagas o ¿sería el sol que comenzaba a despertar?
Ello importaba caminar un poco más. Llegaría a la
apacheta para tomar el sendero de la izquierda. Caminaría hasta que el sol
queme su cabeza, lo que significaba comer porque sería el mediodía.
Unos minutos más y se dará de narices con la carretera
por donde pasan los camiones de las minas aledañas y los buses interprovinciales
con dirección a Huayllamarca.
Volvió a recordar a Jacinto, su padre. Era el único
que leía y escribía, aprendió en un pueblo lejano donde trabajó en la zafra de
caña de azúcar, se lo enseñó el “profe”, expulsado de su patria, dizque porque
leía demasiado.
El “profe” se ganaba la vida de zafrero igual que
Jacinto y otros que necesitaban dinero para seguir tirando. Jacinto y el
“profe” volvieron juntos para fundar una escuela en Carangas.
Su padre le contaba a Genaro el viaje a la zafra.
“Cuando llegues a la apacheta, tomas el sendero de la izquierda hasta la
cerreta y de allí al pueblo de Chuquichambi, en lo que puedas, camión, tractor
o, si quieres gastar tu dinero, en bus hasta Huayllamarca y de allí a Oruro
donde tomas el tren hasta la zafra”.
El niño ya no oía el rumor del viento, se perdió en
esos sitios recónditos donde vive agazapada la angustia. Recordó el llanto
quedo de su madre Marica. El niño se preguntaba, ahora y siempre, por qué
lloraba tanto ¿tenía un puñal clavado en sus adentros? Pero no lloraba sangre…
era agua salada, igual a sus lágrimas de niño.
Desde que llegó a la carreta donde hay un puesto
militar, han pasado varios camiones, buses y carretas, pero nadie lo quiso
llevar a Huayllamarca.
Un ruido de pisadas lo devolvió a la realidad. Se
acercó un hombre con uniforme militar. Genaro, se puso de pie y esperó la
pregunta.
- ¿A dónde te
diriges?
- A Huayllamarca
- ¿A qué?
- Voy a buscar a
mi padre
- ¿El compañero
del “profe”?
- Sí, ¿lo
conoce?
- A esos rojos
de mierda los conozco y muy bien.
Esta vez el sol estaba a sus espaldas. Alumbró con
nitidez la puerta de su casa de donde surgió la figura magra de Marica, su
madre. Se paró frente a ella, se destocó y dijo con voz de niño:
- Me he venido
no más, mamita. El milico de Chuquichambi me ha dicho que mi padre ha hecho un
viaje al más allá. No sé cómo se va a ese lugar.
Luego de leer mi intento de imitar, callé y esperé que
mi escucha hablase: “No lo publiques chinito, es una huevada”.
Después de 45 años, y con alguna que otra corrección,
me animo a publicarlo con las mismas dudas de ayer; será que anoche soñé
caminando por esos senderos polvorientos que entrecruzan las comarcas mexicanas
y bolivianas donde hay Pedros no Páramos o páramos sin Pedros.
En mi sueño, Juan Rulfo, me dijo: “Casi, casi somos lo
mismo. Yo tengo mi carga ancestral y tú tienes la tuya. El timbre del
despertador provocó la desaparición de Pedro en las hojas del libro, Juan se lo
puso bajo el brazo y volvió nube de un cielo azul. Yo entré en un duermevela,
que me condujo a la tranca militar de Chuquichambi.
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