Un silencio que no otorga
Una lectura más de la película boliviana Viejo calavera de Kiro Russo, aún en cartelera en los cines del país.
Mónica
Velásquez Guzmán
¿Dónde
ponemos las palabras cuando nuestros seres amados mueren?, ¿dónde cuando los
tiempos para nuestra revolución han acabado aunque algo de ellos todavía cante
en nostálgicas guitarreadas?; y más ¿dónde las oímos cuando se han transformado
en silencio? Como espectadora frecuente del cine nacional, estas son las
preguntas que guían mi respuesta por escrito ante la intensa experiencia de
asistir a la película de Russo.
Todo
silencio necesita, para ser oído, un contrapunto, una caja de resonancia. La
mina deviene tal sitio y, con ello, se resignifica a sí misma lejos del
imaginario histórico, social o económico donde la habíamos posicionado
básicamente como sitio de explotación. Dentro de ella se oyen dos silencios
que, probablemente, acaben siendo anverso y reverso del mismo nombre: por un
lado, el duelo que nada dice ante la ausencia del muerto-querido; por otro, el
del padrino, quien ante los inquisitivos mandatos y demandas de esposa,
ahijado, compañeros de sindicato o la vida misma, o el espectador mismo,
tercamente calla. De trasfondo un silencio mayor, del que no me ocuparé por
razones de tiempo y de competencia, el de la historia de la minería en sus
variantes. Solo apunto, por ahora, lo sintomático que me parece que uno de los
reclamos a la película pase por lo que llamaría una “herida de representación”
por la cual, la mina no “aparece como es” (deviene secundaria y zona de paso) y
el final de la historia no “es creíble” o queda “demasiado abierto” (lejos de
la obvia venganza, se apuesta por un gesto silente).
El
duelo, en palabras de ternura y de conmoción, toma a doña Rosa mientras vaga
por el altiplano haciendo lo único posible ante la muerte, preguntar sin
obtener respuesta alguna. El uso del reflexivo, tan propio del
castellano-aymara en nuestra ciudad, se apropia de la muerte ajena cuestionando
cómo “te me has muerto”, “por qué no me has aparecido”. Es en el lenguaje
dolido de la pregunta, la apropiación y la transferencia de lo sucedido al otro
en el dolor de uno mismo donde la muerte se nos asoma. No es la negación pero
aún aguarda la resignación; las palabras apenas pronunciadas no esperan una
causa, sino una presencia que vuelva a dar sentido a la vida en común (aunque
sabemos luego que tal convivencia distaba de ser idílica pues el hijo Juan, a
pesar de ser recordado de manera heroica por sus compañeros mineros, es un
machista violento en la memoria de la madre, aun así su interlocutor, su par
vital). La madre, preguntando por su “wawa” y alertando al nieto para que siga
“bien su camino”, y contándole de la violencia que sufrió con su padre, no hace
sino aguardar, echar distancia al dolor que ve en la conducta alcoholizada y
violenta ya en el nieto, con la esperanza, probablemente, de revertir el sino.
Por
su parte, el nieto carece de palabras para su duelo. O, si éste aparece, lo
hace como amenaza, insulto, petición de un golpe físico que encarne el
intangible dolor de perder. Elder no desea ser minero re-editando el heroísmo y
el sitio social del padre. No quiere ser uno más de ellos y, de esa manera,
encarna una nueva generación distante y desconfiada respecto al ideal minero y
su rol ante la “patria”. Es sabido que allí donde faltan palabras, abundan los
golpes. La conducta en un puro acto sin lenguaje, del hijo, provoca rechazo,
desconfianza, solicitud de desalojo, o la espalda volteada de su abuela. En
todo caso, su manera de habitar nocturnamente la vida puede o no ser respuesta
a la muerte del padre, pero lo es también a una pérdida de lugar y de función
social.
Después
de amenazar, insultar, golpear, degradar la propiedad de los demás mineros,
etc., después de inquirir a su padrino (acompañante del padre en una
inexplicada muerte) una razón, el cómo y la responsabilidad de que su padre
haya fallecido… después de obtener con todo ello negatividad y silencio, el
muchacho parece salir de la mina, salir de Coroico y salir al camino sin duelo
con una contundente respuesta: abrigar al padrino en silencio.
El
padrino, entrañable personaje que detonó estas reflexiones, es el silencio.
Resiste ante todos quienes le exigen decir algo, pero él “nada no dice”. ¿Es
responsable de lo que sucedió, por sus antecedentes alcohólicos contados por otros
personajes en la película? Algunas insinuaciones lo deducen: estaban en otro
“paraje”, solos, no hubo aclaración de lo sucedido, él apadrina al hijo del
difunto Juan pretendiendo cierta redención o compensación; ante la pésima
conducta del ahijado tampoco dice nada que defienda o justifique sus
agresiones. Él nada dice.
Cabe
recordar que los modelos de padrinazgos en nuestro marco cultural apuntan a dos
frecuentes maneras de apadrinar: o, a lo Corleone, se protege hasta imponer a
quien uno apadrina; o, modelo andino, se es el padre en ausencia del progenitor
biológico asumiendo sus funciones, dando por el ahijado la cara y el nombre.
¿Qué
padrino es éste? Ciertamente no uno que imponga o castigue, o demuestre por
dónde se debe ir; salvo en una escena, cuando desayuna con la abuela Rosa,
nunca reniega del comportamiento de Elder, pero lo respalda y “ahí se está”. Sólo
una vez le advierte, hay que cambiar. En las últimas escenas, amenazado por su
ahijado, quien con un cuchillo finalmente lo puede llamar con el nombre que su
sospecha dicta, “asesino”, una vez más calla. Hacia el final, es el ahijado
quien ayuda al padrino a salir del hotel y del chaqui de la noche anterior; lo saca de Coroico y ya en el camino
lo protege del frío abrigándolo.
El
padrino duerme. ¿Qué cubre la frazada? ¿La decisión de seguir ya sin cargar el
peso del muerto y su causa de muerte?, ¿la relación por la que ambos se
protegerán ya sin el pasado que los distanciaría para siempre?, ¿se cubre el
cuchillo y la respuesta que el padrino nunca dará?; en última, ¿esa frazada,
con la que se transportan y cubren los cuerpos anónimos en nuestro medio, puede
transformarse y cubrir el cuerpo vivo para protegerlo de los embates del
camino?
La
negativa del padrino a responder, la negativa de la muerte a darnos
explicaciones, el puño o el robo con que Elder devuelve el golpe a la vida, son
el “estribillo” que marca no solo el ritmo sino también el problema que lleva a
preguntarnos si hay culpable de muerte, si hay palabra de duelo, si hay
lenguaje para lo ausente (sea éste un ser amado o un tiempo minero que ya no
volverá). La iluminación que depende solo de la perspectiva y el paso de los
mineros al interior de la mina, las linternas buscando a la abuela Rosa en el
altiplano, las brillantes luces de una discoteca-socavón para otros cuerpos, la
cámara que se aleja encerrándonos dentro de los rieles o la luz abriéndose paso
en los pies de un minero que se adentra en la tierra… no son solo efectos bien
logrados y técnicamente rescatables, son también, me parece, una modesta manera
de transitar los duelos audibles en la mina. Después de todo y como dijo hace
poco en una entrevista, el expresidente uruguayo José Mujica, “no importa cuán
grande sea nuestra linterna, la noche será siempre más grande”. En la película
de Russo, esa noche es también inmensa y conmovedora y, por ello, nos conduce a
callar. Después de todo es el duelo devolviéndonos al camino de seguir la vida,
cada vez con más preguntas, con menos respuestas.
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