Escribir para leer
Fragmento del texto que el autor leyó en las III Jornadas de Literatura Boliviana, y que se recoge, junto a los trabajos de otros 11 ponentes, en el libro Flujo continuo (3600).
Rodrigo Urquiola Flores
Se escribe para leer, siempre he creído
en eso. No hay otra manera de comprender lo que sucede alrededor de ti. Aunque
no leas libros, necesitas traducir a un idioma propio, y por lo propio siempre
único -toda repetición es única-, aquello que tus ojos ven.
Aunque no escribas libros, necesitas
almacenar, de alguna manera, aquello que has visto. Con esta escritura, que
también podemos llamar memoria, estarás capacitado para emprender nuevas
lecturas que generarán nuevas escrituras.
La memoria es todo aquello que tus ojos
han visto e incluso lo que no; es lo que está y que ha llegado a estar a través
de ciertos procesos quizás invisibles e innombrables; si vamos a hacernos otro
dios de barro, aparte del tiempo que todo lo cubre, ese dios debe ser la
memoria: no ha nacido con nuestro nacimiento, ha llegado a nosotros existiendo
desde siempre y, aunque muramos, prevalecerá a nuestros cadáveres.
Los libros, pienso, no son otra cosa que
una materialización de la memoria. La narración es una excusa, quizás toda
invención lo sea, para darle una vida independiente a esta memoria. Aquello que
sustenta una ficción más allá de su estructura de artificio, una suerte de
aliento vital, llamémosle el alma del relato para sonar incluso místicos, no es
otra cosa que la lectura almacenada saliendo de un espacio a otro después de un
proceso de traducción de un idioma a otro.
Se escribe para leer, pero también se lee
para escribir, es un círculo que, tal vez más que círculo, sea una esfera donde
lo uno se encuentra con lo otro para confundirse y ser parte de una misma
totalidad, no hay alternativa.
*** º ***
Se escribe para intentar matar a los
dioses a los que uno, aunque esté postrado desde siempre, no quisiera tener que
arrodillarse. Se escribe para, leyendo, como dijimos hace poco, atravesar el
tiempo y diluirlo aunque sea por el breve período que duren unas cuantas
páginas.
Cuando escribía Lluvia de piedra pensaba
mucho en esto, en la posibilidad de retroceder en el tiempo de alguna manera y
elegí una historia que me parecía acorde a esta idea: un viejo, Esteban,
retornaba a La Paz luego de un autoexilio de 40 años para encontrar el perdón
de su víctima, Marianela, antigua novia suya, a quien había asesinado a
patadas.
En la estación de trenes -siempre quise
que La Paz conservara su estación de trenes-, Esteban se encontró con una
Marianela que se había quedado congelada en el tiempo, o sea, que no había
envejecido como él; se encontró con una mujer a la que la muerte había salvado
de morir.
Es una manera de retroceder en el tiempo,
pienso, más allá de revivir cadáveres en espacios ficcionales, retornar a los
lugares que se han quedado guardados en tu memoria y, desde esta perspectiva,
pienso que las personas también son lugares, espacios geográficos. No hay otra
manera de liberarse de los demás dioses que nos rodean más allá de la imaginación
que es, también, el Olimpo que les hemos permitido habitar. Así como las
personas se alimentan de otras personas, los libros de ahora, por modestos que
sean, no serían lo que son sin haberse alimentado de los libros de antes.
Ningún escritor puede llegar a ser
escritor sin ser un empedernido lector y dudo que un escritor que se tome en
serio piense que su propia escritura sea más importante que las lecturas que
lleva sobre las espaldas.
*** º ***
Siempre que me preguntan sobre algún
inicio en este oficio, recuerdo una edición que llevaba las dos obras mayores
de Juan Rulfo, Pedro Páramo y El llano en llamas. Este libro -un ejemplar de
portada negra con unas velas encendidas proclamando alguna luz a pesar de la
oscuridad que todo lo encierra- perteneció a mi tío Ricardo cuando él era
colegial.
De alguna manera llegó a mi casa de Santa
Fe y ocupó un lugar junto a los otros libros, unos libros de adoctrinamiento
religioso que yo leía sobre todo porque no había nada más que leer, jugando,
incluso, a que aquella torpe ficción -torpe ficción es toda aquella que se cree
en lo cierto y que no se atreve a dudar de sí misma- era algo que podía creer
como verdadero; ahí empezó el rechazo que conservo ahora hacia cualquier tipo
de religión, pero también pude llegar a entender gracias a ello que la lectura,
como cualquier creencia religiosa, implica un juego en el que la imaginación es
la única capaz de marcar ciertos límites entre lo que vemos pero que no se ve:
leer es, también, ver aquello que no está sucediendo.
Tristemente para mí, un niño de ocho años
en aquel entonces, el único libro de verdad que tenía a mano, el de Rulfo,
tenía un armazón que era inaccesible a mi entendimiento. Pero volvía a él una y
otra vez, sobre todo porque, poniéndolo en una misma hilera con los libros
enfermos de religión, tenía, inclusive, un aura prohibido.
Los primeros recuerdos de aquellas
lecturas no son situaciones que empiezan en algún instante para concluir en
algún otro, son las imágenes y sensaciones que provocaban estas imágenes. Y,
quizás, a partir de estas imágenes, que con el pasar del tiempo han ido
creciendo y juntándose a otras imágenes que el vivir te incrusta en la memoria,
se ha ido construyendo todo aquello que quisiera decir cuando escribo. Por eso,
volver a Pedro Páramo o a los cuentos de El llano en llamas, a veces, significa
para mí volver a algún momento de mi propia infancia en el que hubiera querido
tener todos los libros que ahora tengo.
*** º ***
Leer es también, para mí, oír los pasos
de la niñez; un retroceso, un derrotar al tiempo, saborear una de las victorias
de la ficción.
Se escribe para leer ciertas cosas que se
recuerdan y que se creen recordar de la infancia. Se escribe para leer la
memoria que llevas a cuestas. Leyendo nombras y al nombrar buscas darle un
significado a aquello que quizás no lo tiene ni tenga la necesidad de tenerlo.
Ahora, por ejemplo, pasado cierto tiempo
de la publicación de mi segunda novela, El sonido de la muralla, ya no me
cuesta tanto encontrarme en la niña-vieja o vieja-niña narradora. Casi puedo
recordar sus caminatas interminables como mías, casi puedo hallar en su propia
incomprensión de la situación que vive su familia (la síntesis de la historia
que narra la novela es simple: una familia cualquiera cuyo nombre nunca se
mencionará, luego de retornar de un breve viaje, halla que su casa está
invadida por personas aparentemente desconocidas) como mi propia incomprensión
del mundo que rodeaba mi niñez. Y la memoria es una trampa porque es un
artificio: una persona entra en un salón de espejos y observa tantas réplicas
de sí misma que ya no sabe si ella, quien observa, es la imagen original o una
copia que cree tener independencia. Y la memoria que se conserva de la
infancia, me aventuro a decir, llegados a este salón de espejos, es un
artificio del artificio: el tiempo se espesa como cuando esperas por algo que
no llegará nunca, suceden tantas cosas en un espacio que parece no albergar
nada dentro suyo. (…)
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