Que te vaya como mereces
Fragmento de la novela con la que el autor boliviano logró el Premio LH Confidencial, en España.
Gonzalo Lema
“¿Y por qué no vendemos este país tan feo y
compramos uno bonito junto al mar?”. Negro sonso. Negro ignorante. Las cosas
que decía como si nada. ¿Ya le tenía tanta confianza para hablarle así? ¿A su
jefe? Santiago Blanco se sonrió nostálgico, porque de inmediato lo recordó
hablando mal de los indios: “Mírelos, jefe. No son humanos, sino animalitos”.
Eso decía. Con su índice los apuntaba acusadoramente. (“¡Bajá esa mano, che!”)
Él todavía conservaba alguna imagen de la carrocería de aquel viejo camión pese
a los tantísimos años transcurridos. Todos montados sobre las duras y
puntiagudas cargas de papa y otros tubérculos. Los quechuas y los aymaras
envueltos en sus mantas. Inescrutables. Sin oponer resistencia al zarandeo y
polvo inclemente del camino pedregoso trepando la áspera montaña. Y sin mirar a
nadie. Sin quejarse. Sin reír. Sin hablar entre ellos, tampoco. ¿Y él, qué
esperaba? ¿Que hicieran reverencias al usurpador? ¿Al colonialista? Al diablo.
Vaya, carajo. Negro pelotudo. Además, ellos mismos apenas eran unos cholos. Y,
para colmo, policías cholos. Ninguna gran cosa. “Mejor te callas, Negro. Y
mejor si piensas en algo bueno”.
¿Y de cómo diablos se acordó del Negro?
Santiago Blanco movió los pies en el piso, como los tordos, y se acodó mejor en
la baranda del puente para observar en detalle, con calma y con placer, el
gruesísimo turbión del río Rocha querido. Una lluvia bíblica había caído al
amanecer cubriendo la ciudad, las bellísimas colinas de San Pedro y de San
Sebastián y las lejanas montañas que en días sin lluvia se mostraban azules. La
lluvia llegó del sur, metiendo bulla como una banda de guerra en tiempos de
golpes de Estado. Y Blanco se sobresaltó al colmo en su catre de una plaza.
Primero pensó eso: los militares volvían al poder, pero luego creyó que vibraba
la Tierra y rápidamente decidió estarse de pie bajo la viga de la puerta. De
pronto se ensordeció con el golpe del agua contra la calamina de su pequeño
cuarto y recién comprendió que por fin llovía sobre la ciudad. Se avergonzó de
tanto temor. Se cubrió el cuerpo gordo con una chaqueta impermeable, se montó
en sus abarcas de indio y trepó las gradas sin flojera, aunque bufando, hasta
la misma azotea en el octavo piso. La lluvia lo era maravillosamente todo.
Desde esa altura observó un poco de cielo y un
poco de ciudad, y, sin ningún motivo racional, pensó en quien fuera su ayudante
en los remotos y duros tiempos de la policía nacional: el negro Lindomar
Preciado Angola. Se sonrió. “¡Qué simpático tu nombre, Negro! Seguramente te
bautizaron en el Comité Pro-Mar”. Su cabello menudo, trenzado en una maraña
como virutilla para lavar vajilla fina. Sus cachetes inflados, vibrantes,
propio del trompetista (pero él era tamborilero del montón en la banda de
música de la policía). Sus ojos grandes, globos amarillos expectantes, que se
llenaban de lágrimas cuando recordaba el paraíso de su Chicaloma en los Yungas
de La Paz. Un jovencito apuesto, era verdad. Cholero a morir. Como nadie nunca
visto.
-Mis padres quisieron aprovechar mi apellido,
jefe. Además mi gente vivía frente al mar en el África. Es nostalgia pura.
Encima soy nacido el 23 de marzo. Muchas casualidades, lo sé. Pero no se burle.
Se lo ruego.
-Lo han aprovechado bien, Negro. Aguantame una
bromita, pues.
Blanco calculó que la intensidad de la
tormenta duraría apenas unos diez minutos, pero se sorprendió porque continuaba
igual en los veinte. Por eso paseó por la azotea observando los cuatro puntos
cardinales. Inclusive achinó los ojos y se montó una mano de visera sobre sus
cejas para escrutar el horizonte redondo, pero no pudo traspasar ni cincuenta
metros del tupido velo gris del agua gruesa. Inquieto, como siempre, apoyó todo
el abdomen sobre la baranda fría, en la U de EDIFICIO URIBE, y miró, muy
expectante, el menudo kiosco rojo herméticamente cerrado de su novia Gladis,
allá abajo, en plena esquina y en la acera del frente, y le imaginó unas
cuantas goteras directas al mostrador y al viejísimo anafre. Llenó los pulmones
de oxígeno líquido y bajó todas las gradas con suma calma, atento a las
rodillas que ya le temblarían en el piso cinco o cuatro, pensando que esa
intensa lluvia que caía ameritaba observar la llegada del turbión, y su carga
de basura, desde el mismísimo puente del Topáter.
Caminó veintidós cuadras sin flojera. Al
llegar, la lluvia había cesado y la luz del sol oculto encendía de fulgor sucio
las nubes preñadas de agua.
Suspiró con tanta poesía.
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