domingo, 12 de abril de 2020

Los errantes de Olga Tokarczuk



Cuerpo, movimiento, muerte

Martín Zelaya


El constante desplazamiento –movimiento perpetuo, diría Monterroso– como única certeza de subsistencia; como fuga y búsqueda eterna. El viaje como paradigma de la vida. La errancia como la más real opción de trascendencia. La escritura como desplazamiento…
Ese es el círculo eterno sobre el que gira Los errantes (Anagrama, 2019) de Olga Tokarczuk, la escritora polaca ganadora, en 2019, del Premio Nobel de Literatura 2018 (ya sabemos todo el rollo de la academia sueca). El libro transcurre, entonces, entre fragmentos y episodios. Estaciones de partida y llegada, pero ante todo de paso, en las que se interponen historias en diferentes voces y ámbitos:
Philip Verheyen, anatomista flamenco que conserva su pierna amputada en un frasco y le habla y le venera y le escribe cartas como esta:
“¿Por qué me duele aquello que no existe? ¿Por qué noto esa falta, siento esa ausencia? ¿Estaremos condenados a ser un todo y cada desmembramiento, cada descuartizamiento, no es más que una apariencia que solo se manifiesta en la superficie, mientras que por debajo el plan se mantiene intacto e invariable? ¿No sigue perteneciendo acaso a un todo el más insignificante fragmento?”. (205)
O la historia de Kunicki, que pierde por algunos días a su mujer e hijo en una isla vacacional, y de cómo el misterio que rodea a las horas de ausencia jamás abandona su vida.
Y del doctor Blau que va tras los pasos de un genial taxidermista recién fallecido y cuyo largo y ambicioso viaje se trunca cuando la viuda de aquel intenta seducirlo.
 “Cada parte del cuerpo merece un sitio en la memoria. Cada cuerpo humano, la perdurabilidad. Es un escándalo que sea tan frágil y delicado. Es un escándalo que se lo deje pudrir bajo tierra o ser pasto de las llamas, que se lo queme como se hace con la basura. Si del doctor Blau dependiera, habría creado el mundo de manera diferente: el alma podría ser mortal, al fin y al cabo, ¿qué provecho sacamos de ella?, no así el cuerpo, este debiera ser inmortal”. (127)
Y la historia de Annushka, madre y esposa ejemplar de un niño enfermo y un marido traumado por la guerra, que sale un día a hacer diligencias y decide no volver más, perdiéndose para siempre en la inmensidad del metro de Moscú.
O las increíbles circunstancias en torno al entierro de Chopin; o la triste misión de la bióloga polaca que vuelve a su país tras varias décadas solo para ayudar a su amor de juventud a morir dignamente… Todo matizado por anotaciones y relatos en primera persona, siempre en torno a nuevos destinos y aeropuertos. Al viaje… al movimiento.
“Contonéate, muévete, no dejes de moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y petrificado, sobre lo inerte y quieto”. (250)

Pero hay otro eje fundamental: la muerte; en realidad, la presencia tras la muerte, lo que queda del cuerpo, ante la imposibilidad e inasibilidad del alma. Y es por eso que no pocas historias giran en torno a taxidermistas, disecadores, embalsamadores… al intento desesperado, instintivo, por entender, por preservar el cuerpo ante la muerte.
“Ruysch convertía al ser humano en un cuerpo y lo despojaba de todo misterio ante nuestros ojos; lo descomponía en elementos primarios como si desmontara un complicado reloj. El pavor de la muerte se desvanecía. Nada que temer. Somos un mecanismo, algo así como el reloj de Huygens”. (196)

Decíamos al inicio, y con esto queremos cerrar, que el constante desplazamiento marca el tono de este libro; la errancia que, como lo aclara la autora, es también una suerte de condena en clave de paradoja:
“…El mío se llama Síndrome de Desintoxicación Perseverante. Traducido de forma directa y nada ingeniosa, significa que en esencia la conciencia insiste en regresar una y otra vez a ciertas ideas o, incluso, en buscarlas compulsivamente”. (21)

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