Tragicomedia de redención forzada
Un comentario de Gula (El regreso de la vieja dama) pieza a cargo de Eduardo Calla que se presentó en La Paz en semanas pasadas.
Paul
Tellería Antelo
La
diferencia entre los seres humanos y los animales salvajes es que los seres
humanos oran antes de cometer un asesinato. (Friedrich Dürrenmatt)
“Dale
a una mujer una buena razón y suficiente dinero y verás cómo la moral tiembla
ante su violencia natural”. Tal vez eso hubiera dicho Friedrich Dürrenmatt si
hubiera dado las palabras de inauguración de Gula en Bolivia.
Es
que tenía algo de la náusea existencialista de la generación europea nacida en
vísperas de la segunda guerra mundial, por eso escribió sus obras probablemente
desde la desesperanza de su época.
Dicen
que sentir el horror marca, al nivel de creer que el género humano es maldad
pura por naturaleza y que uno solo necesita despertarla. Dürrenmatt creía en lo
anterior, por eso el negro humor y desprecio de sus personajes a la pobreza de
europeos lastimeros. El regreso de la
vieja dama (1955) nació en ese tiempo y Dürrenmatt, utilizó una pluma llena
de cinismo y descarnada ironía para dibujar cada uno de sus personajes,
afirmando que la obra era en esencia perversa, pero ¿acaso no hay algo de
perversos en cada uno de nosotros, sobre todo al momento de pedirle cuentas a
la vida?
El regreso de la
vieja dama
se presentó en Bolivia, bajo el nombre de Gula,
como una adaptación de Eduardo Calla, quien tomó sus libertades de montaje,
respetando la esencia de la obra original, la hizo suya en un contexto
atemporal e internacional y en las tablas se mostró como un producto sólido,
una obra en la que los actores dejaron la piel y el alma, logrando transformarse
en creíbles gulenses que vivieron sus personajes en una creativa puesta en
escena “solución minimalista” dirían algunos, realizada por Gonzalo Callejas;
una conceptualización que con poco logró transmitir la esencia de la gula imaginada
por Calla. Hostil, abandonada, fría y en miseria en la primera parte. Lúdica,
llena de color, kitsch en la segunda.
Tuve
la suerte de ver Gula en el estreno y
en la función final y aunque ambas me produjeron juegos de emociones y momentos
internos distintos, el efecto como espectador fue el mismo: preguntas para
masticar, dudas morales para responder.
A
cada función asistí con “gula” de aquello que solo el teatro trae, cada noche
degusté algo distinto, en la medida que nunca dos puestas en escena son
iguales. Días después de que la obra concluyó, escribo desde el estómago y
extraño a la vieja dama, encarnada por una mujer valiente, quien hoy por hoy ya
se quitó el maquillaje para convertirse en otra dama, más extraña, más dolida.
Gula me
golpeó dos veces en los mismos lugares, destempló las mismas fibras y dejó las
mismas preguntas: ¿qué hacer con el rencor que convive con el amor? ¿Cómo
lidiar con el pasado que irrumpe poderoso y con sed de hacer justicia?
Respuestas sin duda hay varias, sin embargo en esta nota hablaré del amor no
curado de una pareja, para la que tuvo poca importancia el “hacerse cargo” y el
“saber hacer” con las facturas que trae el ayer y el reencuentro con lo que fue
y pese a no quererlo sigue siendo.
Clara,
producto del rechazo y el escarnio en la juventud decidió hacer justicia a la
vejez, y adueñarse a su manera de su amante, el tendero mezquino que permaneció
40 años como recuerdo tortuoso en cada rincón de sus arrugas. Patricia García
representó de forma intensa el dolor y el deseo de aquella dama que optó por ser
la víctima pero desde otro lugar; la que en su “saber hacer” con el dolor se
convirtió en villana como un acto de cura y pidió la muerte del villano como
una forma de reparación, imposible por cierto, de la cobardía de la juventud.
Al
otro lado Elías, el otrora villano que años después, solo al verse descubierto,
se victimizó, ante la inminente presencia de la muerte. Sufrió lo que Clara
esperó que sufriera, clamó por clemencia, cuando en su momento no la tuvo en lo
más mínimo. Torturado por los demonios del pasado, encarnados en la mujer que
nunca dejó de amar, oró, enloqueció, esperó, pidió a su modo también justicia.
Es
este el juego que Gula nos trajo, la
dicotomía absurda del bien y el mal que se hace evidente en dos amantes. Ambos
víctimas, con la diferencia que en Clara el daño fue un acto de humillación, un
rechazo como mujer y madre, mientras que Elías solo fue víctima de sus
verdaderos actos.
Ellos
sin embargo tuvieron presente en el reencuentro el amor y el odio. Hacerse
cargo, rearmarse olvidando, hubiera sido imprescindible para no pasar 40 años
planeando una venganza como Clara, pero no, eso no hubiera estado a tono con Dürrenmatt
y la realidad de una mujer torturada por las ofensas reales del pasado. El autor
quizás buscó enfrentarnos a nuestros peores lados y mostrarnos el acto perverso
de quien, en cuanto víctima del pasado, es capaz de volver a seducir al amado
villano de su historia para luego golpearle el ego con un bastón endulzado por
la miel de millones de billetes.
Podríamos
afirmar que todos en alguna medida tenemos mucho de Clara y Elías, cuando
decidimos no salir de la trampa del odio que no es más que la otra cara del
amor “ódiame por piedad yo te lo pido, porque el odio hiere menos que el
olvido” se podría acotar.
Gula desde
la historia de Clara y Elías, nos permitió asistir a una tragicomedia, a la
representación de nuestras miserias, nuestra hipocresía, nuestros rencores y
doble moral. Fue un encuentro con el teatro de la desesperanza y la venganza.
Desde el humor y la ironía, buscó que recordemos las veces que el llanto
silenció nuestra risa e hicimos llorar sin clemencia. Desde el dolor perverso hizo
que nos preguntemos por qué, pese a desearlo tanto, al otro que nos jodió la
vida nunca le partió un rayo y no hubo dama alguna para pisotearlo con una fina
prótesis.
“El mundo me convirtió en una puta y ahora yo
convertiré el mundo en un burdel”. Clara disfrutó la venganza y nos
transmitió el dolor, nos hizo bailar a su ritmo, nos llevó a odiarla y
desearla. Contradictoria incitadora a la muerte, de quien, luego de ser amante,
la condenó a ser despojo e irónicamente permitió que fuera amargura encarnada, venganza
que se disfrutó mejor fría. Nos hizo temer a la revancha de una mujer herida,
de joven sometida, juzgada, abandonada, despojada de su hija, negada y puesta
en duda por un hombre, un miserable gulense, tan parecido a varios que conozco
y que habitan burlándose de la justicia en la ciudad que habito.
Patricia
la mujer detrás de Clara, no tuvo clemencia del personaje que le tocó
interpretar, lo exprimió, sometió, hizo
piel y denuncia. Sin embargo siento que no fue del todo escuchada, fue eclipsada
al final de la obra, por un epílogo innecesario, que ridiculizó la revancha y
el dolor de dos amantes. Un final más chejoviano, abierto, menos burlesco,
hubiera hablado mejor de la obra, la hubiera dejado en el lugar que merecía
acabar: Elías y Clara iluminados por la luna llena, hablando de lo que pudo
haber sido.
Solo
una cosa puedo afirmar luego de Gula,
la justicia no se funda en la moral, sino más bien es el lugar que nos toca ocupar,
el que define lo que entendemos por correcto. Al final tarde o temprano todos
tendremos una cita con la vieja dama, que llegará de sorpresa trayéndonos la factura
de nuestros actos. Será mejor esperarla como Elías y Clara con las mejores
galas, en silencio en una noche de luna y hacerse cargo de lo cometido, sin
quejas ni llantos. Sabiendo que se ha dañado, se ha amado, se ha vivido y esto
tal vez, en el último suspiro, valga más que lo que pueden comprar mil
millones.
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