Andanzas y desandanzas de
los gauchos
bolivianistas
La novela Plato paceño (Plural), del periodista y escritor “argenbol” Alfredo Grieco y Bavio se presentará en la FIL La Paz. Con aires de picaresca andino-amazónica, el libro compone un friso que envuelve las derivas bolivianas de una pareja de argentinos.
Nicolás G. Recoaro
Plato
paceño es la primera novela que firma el escritor
y periodista “argenbol” Alfredo Grieco y Bavio. Publicada
por Plural Editores, la novela inicia una suerte de trilogía de vidas de gauchos
en Bolivia, que ha de completarse con los títulos La sinrazón y Querido Alfredo.
Y basta la mención
del plato paceño para empezar evocando uno de los
manjares emblema del arte culinario boliviano: más precisamente, de la gastronomía
de la gran ciudad sede de Gobierno. Esa delicia que en los populares
“agachaditos” del hoyo paceño, sapientes caseras sirven sin descanso durante
Alasitas.
La novela narra las derivas bolivianas de
Andrés y Macarena, una pareja de argentinos. Científicos sociales gauchos que
pasan una larga temporada en la Bolivia del siglo XXI, gobernada por el
triunfante Movimiento al Socialismo. Tiempos de un futuro inmediato, en que la
academia argentina, y aun hemisférica y mundial, parece interesarse como nunca
antes por el vecino país. “Ella iba a estudiar ‘Neocholas postbircholas: comercio, sociedad y mujeres
empoderadas en El Alto’, él no tenía acuñado un título, pero buscaba talleres y
migrantes aymaras en El Alto y su nexo con los talleristas en Argentina”.
Lejos de los
grises y burocráticos becarios académicos, más cerca de los exploradores atentos
y siempre despiertos, Andrés y Maca son miembros de una
más joven generación
de bolivianistas que viaja al altiplano o al oriente no ya para palpar los
conflictos sociales más abigarrados del planeta, sino “para investigar,
entender y explicarle al mundo, si fuera posible, el ‘milagro boliviano’, tras
más de diez años del inexorablemente exitoso gobierno de Evo Morales”. Bolivia
cambia.
Tan estilizados como
lacónicos, y cultores de un finísimo buen humor, los 63 capítulos de Plato paceño van componiendo un friso
con aires de una exquisita picaresca andino-amazónica, que envuelven la deriva
de los gauchos en La Paz, Copacabana, el Titicaca, Sucre, Beni, los anillos
cambas de la capital de Santa Cruz y aún más allá.
Como el plato paceño
que combina, siempre en partes desiguales choclo,
habas, papas, quesillo frito y algo de carne -sin olvidar el aporte de la
ardiente llajwa-, en la novela de Grieco y Bavio alternan
irónicas postales sobre el turismo académico y picantes frescos sobre las ricas
contradicciones del “proceso de cambio”.
No faltan, siquiera,
los ricos culebrones de mercado: “Mejor tienes que saber comprar, para cuando te cases. Aunque ella hará las
compras, tendrás que vigilarla. Experiencia te falta, inocente sos, che”, le advierte
una casera paceña al sociólogo gaucho durante uno de sus trabajos de campo.
Una variopinta
galería de personajes acompaña a los todavía jóvenes bolivianistas en sus andanzas.
Pedantes hippies de giro postal, sagaces cholas de feria, académicos
primermundistas cultores de un pachamamismo for
export, encarnizados adictos al new age
andino y hasta un tierno -tan joven y tan viejo- docente de lengua aymara que
utiliza métodos didácticos más bien caseros.
Plato paceño es una novela firmada por un “argenbol” que traza puentes, pero que
sobre todo dialoga con la obra de varios autores bolivianos, y también con
representantes de la más renovadora literatura contemporánea de Bolivia, como
los paceñísimos hermanos Loayza, la angloyungueña Spedding, y aun el cósmico
Juan Pablo Piñeiro. Un plato paceño bien servido.
El dato
La presentación de la
novela Plato paceño, con obvia ch’alla de honor, será el jueves 13 de
agosto, en el marco de la Feria Internacional del Libro de La Paz. La cita será
a las 20 horas en la sala Néstor Taboada Terán, y la presentarán Iván
Bustillos, Alba María Paz Soldán, Pablo Quisbert, Ximena Soruco y Wilmer Urrelo
Zárate.
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Un capítulo de Plato paceño
Trabajo de campo
Si uno es
joven y sin experiencia y va de compras en las calles que suben a El Alto,
es tan distinto de ir al Mercado Lanza en el centro de La Paz como es distinta en Buenos
Aires una verdulería en el barrio de Belgrano R de otra en Nueva Pompeya. Así
lo quiso explicar después Andrés a Silvia, que se formaba una idea vaga, sin
rasgos contrastivos, de los barrios porteños elegidos para el ejemplo de dos
extremidades abruptas. Abrupta a su vez, Silvia lo resumió con más claridad a
sus alumnos, sin explicar esto por lo otro:
-Lo
prominente es que sea gaucho y esté ahí arriba.
En el
mercado, los otros compradores y compradoras se interesaban por lo que elegía
Andrés. No querían que lo engañaran. Le preguntaban:
-¿A qué
ha venido? ¿Dónde trabaja? ¿Es una buena chamba? ¿Dónde está viviendo? ¿Cuánto
le roban por el cuarto? ¡Yaaaaaaaaaaaaaaaa!
De
acuerdo con las respuestas, opinan que los recién llegados ganan buen dinero, o
que pagan de más por dormir donde no deben.
En la
mañana de su relato a Silvia, Andrés se dio cuenta de que una mujer que cargaba
la wawa en el awayo, una chola con una bolsa de coca -o lo que a él le pareció
que era eso-, y un viejo muy delgado pero de carnes muy firmes se acercaron
todos a la vez cuando la vendedora iba a pesar el queso criollo que había
pedido.
-No le dé
eso, quiere -dijo la chola-: ¿No ve que está mojado, como llovido, dónde lo has
comprado, no son tuyas las cabras?
-Hijo,
nunca dejes que te vendan eso -el hombre le tomó el brazo a Andrés, arriba del
codo, y no lo soltaban sus dedos finos, cilíndricos, torneados. “Dedos como de
pajero”, describió después a Macarena, que se sonrió mientras aprobaba con su
pelo recién lavado con manzanilla silvestre.
Sin
hablar, sin mirar, la vendedora retiró el queso. Lo había elegido Andrés. Lo
remplazó por otro pedazo, que no chorreaba, en la balanza de pesos y
contrapesos de metal dorado oscuro.
-No
querés comer tanto, casero -la chola puso un dedo sobre el queso, para probar
la consistencia-. ¿Para usted solito será?
Andrés
asintió. Antes de que pudiera dar el sí:
-La mitad
le pedirás, y después tu aumento.
Sin
esperar a Andrés, pero sin mirar a la vendedora:
-Ya, la
mitad dale, córtala ya. Bien, bien. Y después la yapita, case. ¿Es de una
provincia argentina, no ve?
-Bueno,
en realidad soy de Capital. ¿Conoce?
-Claro.
Vendía empanadas a un restaurant en Palermo. Empanadas ‘Andinas’, las llamaban
los gauchos. Pensé que de provincias eras, por el acento.
-Raro
suena. No parece gaucho, parece español.
-Español
no es, en Madrid viví.
-Mejor
tienes que saber comprar, para cuando te cases. Aunque ella hará las compras,
tendrás que vigilarla. Experiencia te falta, inocente sos, che.
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