sábado, 15 de agosto de 2015

Ensayo

De la sociología a la literatura y de vuelta


Notas sobre la literatura creada por migrantes bolivianos, a propósito de una de las actividades –y de muchos de los invitados- más importantes de la FIL.



Fernando Iturralde 

En su fundamental artículo “El mito de la pertenencia de Bolivia al ‘mundo occidental’. Réquiem para un nacionalismo”, Silvia Rivera Cusicanqui describe la actitud de “muchos q’aras y mestizos de élite” que “sacan a relucir su alteridad con el fin de convocar la filantropía del extraño o la atención de aquel que consideran superior en cualquier orden de jerarquías (civilizatoria, estamental, de clase o etnia o en relación con el acceso al poder)”.
Debemos tratar de comprender el fenómeno que Rivera está tratando de describir aquí pues nos podría servir para comprender algunos fenómenos propios de la migración de escritores o de la escritura migrante. Se trata, en efecto, del fenómeno a través del cual el habitante de un determinado origen (en este caso boliviano) busca poner en escena, “performar”, lo que concibe o percibe como su propia diferencia en vistas de suscitar la conmiseración (“filantropía”) para eludir la humillante situación de tener que competir con quien tiene por superior.
Lo que el migrante q’ara o mestizo de élite hace cuando está en el exterior es, entonces, mostrarse patriota, más patriota y nacionalista de lo que jamás se mostraría entre los suyos, es decir, en Bolivia. Esta actitud se debe, en la opinión de Rivera, al hecho de que el q’ara o mestizo de élite percibe al otro ante cuya mirada actúa o “performa” su diferencia (es decir, su identidad nacional) como alguien que es superior bajo algún aspecto o en todos los aspectos.
Esta superioridad, sin duda, le incumbe al escritor migrante pues se podría fácilmente tratar de la mítica superioridad que hace que la mayoría de la literatura que leemos los bolivianos suela venir de afuera: las eternas referencias al ídolo Borges (a pesar de todo el elitismo que involucra su lectura y comprensión), la reivindicación de los escritores y -en la actualidad sobre todo- de los críticos franceses, la grandeza experimental (en el sentido de vivir experiencias) de los escritores ingleses o norteamericanos, la universalidad de la depresión y el alcoholismo de los autores rusos, etc.
Si seguimos el esquema de Rivera, esta certeza de una superioridad genera como contraparte una actitud de auto-condescendencia por parte del boliviano: mientras más enaltece al otro (rival o modelo que ve como superior), más se enfanga en lo que cree que son las razones de su inferioridad, esto es, su supuesta especificidad cultural, su origen nacional. Daría la impresión de que la auténtica razón de su admiración por el otro es la certeza de su inferioridad, es decir, es su auto-desprecio.
Paradójicamente, en este esquema de cosas, el q’ara o el mestizo de élite es nacionalista por el desprecio que siente de su origen nacional, es decir, se comporta de forma nacionalista precisamente ahí donde o en los momentos en que más inferior se siente, cuando más se desprecia. Esta auto-victimización o “fracasomanía” (no en el sentido que le otorga Hirschman) no impide que, de todas maneras, existan escritores bolivianos y escritores de extracción q’ara o mestiza de elite. La existencia de estos escritores debería, por lo tanto, denotar una situación similar a la que denuncia Rivera: estos autores deberían amilanarse y buscar aparecer como escritores inferiores ante sus modelos internacionales, en cuyo caso, deberían escribir de la forma más nacionalista posible para poner en evidencia su inferioridad y así generar la conmiseración y atención de la que hablábamos.
¿Qué ocurre, entonces, cuando nos encontramos con que muchos de los escritores bolivianos migrantes escriben sobre sus recuerdos de Bolivia o sobre cuestiones que son específicamente bolivianas? ¿No podemos hacer la misma consideración con respecto a esos académicos que solo al salir del país deciden investigar sobre sus escritores e intelectuales? ¿Debemos comprender ambos gestos como el producto de este nacionalismo por desprecio o nacionalismo por conmiseración? ¿Y cómo podemos concebir las escrituras que, siendo migrantes, se toman el riesgo de escribir ficciones que no tienen ninguna referencia a Bolivia? ¿Será que estos autores son, finalmente, escritores nacionales pero al precio de ya no referirse en lo absoluto a Bolivia y de aparecer así como autores internacionales?    
Quizás debamos abrir una última posibilidad que no se desmarca de lo que venimos diciendo pero que supone una diferencia importante en la perspectiva del migrante. A lo mejor es el escritor migrante el que mejor percibe la paradoja de su posición y la de sus compatriotas q’aras y mestizos de élite; quizás es el escritor el llamado a darse cuenta de este curioso cambio de actitud, de este chauvinismo por reacción o por resentimiento que hace que el nacionalismo de nuestros compatriotas q’aras y mestizos de elite se diga siempre de la vergüenza. En este sentido, nuestros escritores migrantes serían los llamados a reflejar o incluso a revelar la verdad de esa actitud que parece ser tan boliviana. En este preciso sentido, quizás la labor del escritor boliviano, del escritor migrante, sea la de cumplir la tarea de todo gran escritor: la de revelar el esnobismo de las clases ascendentes, es decir, de las amplias y cada vez mayores clases medias; el esnobismo que puede muy bien ser universal pero que reviste ciertas particularidades cuando se expresa entre bolivianos.
Creemos que podemos encontrar algunos signos de esa habilidad perceptiva en las obras de nuestros escritores migrantes: ¿no es acaso eso precisamente de lo que se da cuenta la personaje de Vacaciones permanentes, de Liliana Colanzi, cuando descubre que aquello de lo que huye está tan o más presente en los sitios donde huye (el libro se cierra, no casualmente, con la historia de quien podría ser la doble del personaje principal de los cuentos y que no es boliviana)?
¿No ocurre algo sumamente parecido con la personaje de El lugar del cuerpo, de Rodrigo Hasbún, que busca encontrar lo que ella no es en las experiencias más extremas solo para reencontrarse con el peso de su propia familia y de su historia boliviana?
¿No tenemos algo similar en la forma en que los personajes de La toma del manuscrito, de Sebastián Antezana, por más internacionales que sean poseen las mismas taras que los bolivianos: son racistas, borrachos, obsesivos con las obras de autores (o pintores) desconocidos, de mentalidad colonial y con sus vidas entrampadas en fijaciones generadas por la envidia y la rivalidad fraternal?

Quizás la evidencia más grande de esta facultad de la literatura de migrantes es la formulación que hace el narrador de El exilio voluntario, de Claudio Ferrufino, a propósito de esos mismos migrantes q’aras o mestizos de élite (muy en el espíritu de los personajes en los que debe estar pensando Silvia Rivera): “Extraño pueblo el nuestro, en apariencia tan nacionalista y tan chaqueteador cuando no debe”. 

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