Un poeta en la feria
Crónica de las andanzas y desandanzas en los atestados pasillos y entre los atestados anaqueles de la Feria del Libro.
Edwin
Guzmán Ortiz
De la diversidad de lectores que es posible
imaginar, el poeta forma parte de un espectro peculiar. Para ser más precisos,
éste representa un colectivo, verdadera tribu de intereses plurales en
apetencias heterogéneas por heteróclitas.
Es innegable que para los poetas un espacio colmado
de libros es atractivo, ya que el poeta incurre generalmente en la fatalidad de
rematar sus juegos verbales e imaginarias travesías en el puerto de un libro. A
su vez, halla en los poemarios de los otros el alimento y el deseo de ese diálogo
entrañable que provoca la poesía.
Anhela que el libro, como la Divina comedia, sea El Libro. Pero en realidad el libro en sí da
para todo, es un depósito generoso, acrítico y potencialmente presente.
Adaptando una sentencia de Borges (“el sabor de la manzana no está en el fruto
sino en el contacto del fruto con el paladar”) diría que la obra no está en las
páginas sino en el contacto de aquellas con el lector. En el libro caben
argucias de toda laya, intereses de todo jaez, y de pronto es el receptáculo de
los versos de Pound o el recipiente de un coctail
de perogrulladas lanzadas sin reparo al respetable.
Una abierta promiscuidad textual campea en la feria.
Libros de autoayuda coexisten con una monumental enciclopedia de Klimt, breviarios
de feminismo con el Tratado de ateología
de Onfray, manuales de anatomía con
suras coránicos, antologías poéticas escolares con Paul Celán, vademécums de merchandising con ejemplares sobre geopolíticas
de la globalización, historiografía con cosmetología, cibertópicos con el cómic
pulp, orondos tratados de politología con una silva de nimiedades de moda. En
fin, el poeta en medio de ese laberíntico paisaje se abre paso, guiado por sus
antenas y su ávida probóscide, en rastreo cenital.
Mientras los temas discurren entre anaqueles y los
labios solícitos de la oferta y el público, el poeta husmea lo que considera esencial:
la aguja en el pajar, la golondrina que hace verano, las peras del olmo. Aquello
que le colme en la lectura, la palabra fulgurante entre las otras. ¿Dónde
encontrarla en medio de ese bazar pletórico de entusiasmos y avideces? ¿En
medio del comercio cultural e ideológico, de venerables ciencia exactas e
inexactas, de promotores institucionales y azafatas del logos?
Búsqueda incesante. En cierto lugar, en algún
“entrelibros” menos pensado puede ocurrir el descubrimiento de la obra precisa
-más precisa aun por imprevista y sorpresiva. O de pronto, la cita azarosa con
aquel autor entrañable, o la revelación inesperada de una línea que se abre hacia
un horizonte luminoso.
Cabrá eludir los stands donde un descarnado
pragmatismo y el mercado se muestran en su más evidente desnudez. Agazaparse
para que la plétora humana impida lo menos posible en la lectura a sotto voce, procurar el encuentro con
ese amigo cómplice que nos dé las coordenadas de alguna veta y nos ahorre el
vagabundeo improductivo por pasadizos y cubículos.
De pronto el desdoblamiento, y el poeta se revela
etnólogo, filósofo, narrador, cronista, en fin, geólogo, místico, esteta,
partisano. Así revuelve literaturas y textos en captura de esa materia conversa.
Contrasta autores, peina frases, escruta contratapas, se solaza con lecturas
que empezaron en algún índice y rematan en un párrafo, con imágenes que hablan
desde algún pedazo de realidad o desde un inflamado imaginario. De este modo,
la feria se ensancha, se multiplica, se repoetiza abriendo su vientre secreto a
la sintaxis de la inquietud y del periplo a la deriva.
Con mirada estrábica pugna por embarcarse en filosofías
hermanas, a través de autores poseídos de poesía: Bachelard, Bataille, Cioran;
por escritores afines: Cortázar, Urzagasti, el Toqui Borda. Brincar al
suculento ensayo, acaso Steiner, los Javieres, Sanjinés y Medina, Walter
Benjamin, Simone Weil, un optar caprichoso desde la lógica del fractal, la
libertad de tejer confluencias bajo el leit
motiv de la poesía como eje ubicuo de la creación integral.
El poeta oficia de polizón, de obsesivo inquilino
de sus alters. Lo no poético de la
poesía también cabe, desplegándose el tráfico de la otredad en baudeleriano
paseo por las pasarelas de lo culto. Y se abren las compuertas de esa materia
excesiva y pretenciosa que pugna desde la barahúnda de las páginas, donde
alternan la seducción y el acoso, la libertad y la compulsión, el deseo y la
cesura.
Afuera,
siente el poeta que el mundo late. Personajes copiados por los libros en
cotidiana medianía, paisajes ante el inminente rigor de la sintaxis, lunas aguardando
que una metáfora las reivindique del anonimato reinventándoles el cenit. Las
llagas intactas, los semáforos con el mismo ritmo y colores, el mundo a tumbos
y la esperanza a cuestas.
Mientras
los lectores, libros en mano, mundos en mano, autores en la punta de la lengua
-satisfechos/insatisfechos- atraviesan la ciudad en noctámbula travesía,
sobrevuela el anhelo de hallar en las obras alguna pequeña verdad, algún recurso
que evite el naufragio, algún puente, un horizonte, el placer de la palabra
certera, alguna respuesta a esta vieja costumbre de vivir.
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