Ciudades epistolares
Texto leído en la presentación del libro Madrid-Cochabamba (Cartografía del desastre).
Martín
Zelaya Sánchez
Me
imagino a Claudio llegando de madrugada a casa y, sin inmutarse por la larga
jornada de trabajo, encender la computadora, servirse un café cargado y
descargar el último despacho de Pablo para leerlo, procesarlo, apuntarlo, antes
de que el sueño venza finalmente.
Y
a Pablo, lo pienso revisando su Tablet o Smartphone en una tediosa sala de
espera consular y de trámites eternos. Le brillan los ojos cuando entra un
correo electrónico nuevo y la sonrisa no deja de escaparse los minutos en que
Cochabamba templada, campechana y epicúrea se impone vicariamente a la gélida
Madrid, ciudad esquema, ciudad agotada.
No
conozco detalles del proceso creativo de Madrid-Cochabamba
(Cartografía del desastre), pero, vencida la tentación de imaginarme a cada
autor abriendo y rotulando sobres en un circular intercambio de misivas a la
antigua, creo no equivocarme al vislumbrarlos a cada uno frente a la pantalla
en un largo pero fructífero y placentero intercambio.
Libros,
licores, manjares, músicas. Amores perdidos, placeres rescatados, putas
olvidadas. Muertes rituales, vidas miserables, angustias de todo, algarabías de
nada… de todo lo imaginable respira, se nutre este libro, pero sobre todo, de
las ciudades invisibles, ubicuas y omnipotentes; eternas.
La
Cochabamba de Sarco, la Cancha y Quillacollo, de las periferias agropecuarias, de
las chicherías y de los burdeles de carretera. El Madrid grisáceo pero
cosmopolita, del moribundo El Retiro y del siempre grato Paseo de Recoletos. La
Llajta mujer, apetecible, casquivana; el Madrid masculino, efectivo
introvertido.
“Las
ciudades son un conjunto de muchas cosas –escribe Ítalo Calvino-: memorias,
deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros
de historia de la economía, pero estos trueques no lo son solo de mercancías,
son también truques de palabras, de deseos, de recuerdos”.
No
necesariamente son, las ciudades, protagonistas directas de estas crónicas de
ida y vuelta: pero sí personajes permanentes, incólumes que esperan, atisban,
actúan en el momento preciso –o inesperado- desde el previsible contexto en que
los párrafos avanzan.
Bien
lo dice Miguel Sánchez-Ostiz en el prólogo del libro: “La ciudad como espejo de
la propia vida y de una aventura en la que debatirse a brazo partido. Ciudades
natales o al paso, vividas de la mejor o peor manera posibles, refugios de
expatriación y del nuevo arraigo en las que llevar vidas fáciles o vidas
azacaneadas. Tarde o temprano todas son para el escritor escenarios de
remembranza esteticista, de la memoria helada o del alegato de la revancha
legítima…”.
Quien
quiera variar, entre novela y novela, entre ensayos, historia o incluso entre
poema y poema, y darse un regocijo no banal, no ligero; amable, reconfortante,
eso sí, hallará en este singular libro un apacible aliado.
Las
peripecias por conseguir un poco de trago y comida, por robar un beso, cuando
no algo más a las amigas de turno. La melancólica memoria de las ferias del
libro de la infancia, o el edípico recuerdo de la infartante madre de un
compañero de clase.
Los
recorridos –siempre regados de alcohol- por la Cochabamba provinciana, o las
extenuantes jornadas, aplacadas por una cerveza, en la insufrible megalópolis europea.
Un lienzo completo que cubre vidas, azares, haceres. Una cartografía, en fin,
plena de poética y lucidez.
Cierro
con dos citas, que concuasan cabalmente con el tema que nos atañe. Una de
Guillermo Cabrera Infante: “El hombre no inventó la ciudad, más bien la ciudad
creó al hombre y sus costumbres… y la ciudad ha sido destruida más de una vez
por el hombre que creyó que la creó”.
Y
otra de Jaime Saenz: “La magia de la ciudad, si se quiere, no es otra cosa que
la magia de la soledad”.
Me ha encantado
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