Una enfermedad contagiosa
Texto que el autor leyó durante su reciente participación en el Festival Internacional de Poesía de Medellín.
Gabriel Chávez Casazola
El Festival Internacional de Poesía de Medellín ha
cumplido 25 años este julio pasado, demostrando que con pasión y tenacidad es
posible crear y consolidar espacios para la poesía, es decir, para la belleza,
aun en las condiciones más adversas.
El Festival nació en una etapa en que la violencia sacudía
a Medellín y a Colombia toda, y sus organizadores, a la cabeza de Fernando
Rendón, tuvieron la visión de sembrar poesía en un campo minado. Cinco lustros
después, es posible comprobar cómo esta siembra ha dado frutos. Ahora, este es
el Festival más importante del mundo por la gran participación del público en
las lecturas y la presencia de poetas de los cinco continentes, pero también
porque ha abierto una ventana de esperanza a través de la poesía, que al fin y
al cabo, antes que ser un género literario, es una forma de mirar y habitar el
mundo.
Esta última convicción fue uno de los ejes centrales
del texto que preparé para la apertura del Encuentro Mundial de Escuelas y
Talleres de Poesía en el Festival de Medellín, donde más allá de compartir
experiencias, tocaba también hacerse algunas preguntas. La mía fue si la poesía
es una enfermedad contagiosa. Este es el texto que leí en esa ocasión, hace
apenas unas semanas:
¿Es la poesía una enfermedad contagiosa? La pregunta
no es menor, pues nos remite a la misma razón de ser de los talleres de poesía.
No se trata aquí de volver a la vieja cuestión de si se trata de un mal innato
o adquirido, sino de interrogarnos sobre si es posible transmitir la poesía, si
es posible “enseñar” a escribirla y cómo.
Más cerca de otras artes que de otros géneros
literarios (incluso me resisto a considerarla un género), la poesía -música y
silencio, por eso tiempo; imagen de imágenes, por eso lienzo; sonido y sentido,
voz no pocas veces oracular y arcana- no puede reducirse a un conjunto de
técnicas, de formas de leer y de escribir, de construir un texto. Quede eso,
con el perdón de mis amigos cuentistas y novelistas, para los talleres de
narrativa (y aun ahí con dudas).
¿Qué es, pues, lo posible en una escuela o un taller
de poesía? Hay dos o tres verbos que prefiero a “transmitir” o “enseñar”, que
son “suscitar”, “provocar”, y “entusiasmar”.
Suscitar, suscitare,
esto es, causar, incitar, promover curiosidad, duda, interés. Incluso algún
diccionario afirma que suscitar es agitar. Primero, pues, hay que suscitar
interés, curiosidad, duda, agitación por la poesía, que solo se produce leyendo
la propia poesía. Después, y poco a poco, ella misma se encarga.
Leer poesía es precisamente suscitar que ocurra. Con
solo formar buenos lectores de poesía, lectores agitados, un taller habrá
cumplido su tarea.
Pero además, para quienes quieran y puedan dar ese
paso más que es el salto a la escritura, la lectura resulta ser, por lo general,
una condición previa y un compromiso vital a sostener. Difícilmente hay poeta
que no lea poesía, que no dialogue de manera habitual y cotidiana, o especial y
profunda, con los otros agitados como él.
Toca también en un taller el provocar, provocare, “llamar para” ese salto a la
escritura a quienes dan muestras de llevar dentro el virus o de haberlo
suscitado en sus lecturas -y aquí el ojo del “tallerista” (sustantivo que me
desagrada) deberá ser una mirada de discernimiento. El talento poético no suele
irrumpir, salvo excepciones y además tempranas. No es una transfiguración sino
un camino, lenta alquimia.
Pero como la poesía, antes que un género o un puñado
de técnicas, es una forma de mirar el mundo, de habitarlo, la provocación
debería ser esa. No provocar tanto a escribir cuanto a mirar de otra manera. Y quien mira de otra manera no sólo nombra
de otra manera sino que vive de otra
manera. Hay, pues, una ética en la poesía, inextricablemente ligada a su
estética. Un taller no puede (o no debería) hacer a un lado esta cuestión
esencial.
Pero además, para recorrer el camino de la poesía,
para transmutarse en su alquimia, es preciso estar entusiasmado, en el sentido
griego del enthousiasmos, llevar un
dios dentro, estar poseído de la locura inspirada. Este es otro salto. No se
trata, otra vez, de irrupciones, esta vez divinas. Solo de llevar y regenerar siempre, dentro
nuestro, la energía necesaria, único avío, muchas veces, para este
recorrido.
La que entusiasma es la propia poesía, sí, pero el
momento del taller no es una clase que un profesor cumple en un liceo o una
universidad por una obligación y un salario: es una cita con la profundidad de
las cosas. El “tallerista” debe ser un entusiasmado para a su vez poder
entusiasmar a otros, apasionarlos, ya que no se puede dar no lo que se posee.
Suscitar las lecturas que susciten, a su vez, la
poesía; provocar otra manera de mirar y nombrar las cosas -de escribir una
mesa, una memoria, una mirada, una mirabilia-;
entusiasmar y estar entusiasmado. Leer, en síntesis, y cuando toque, cantar y
contar, decir y aludir.
Menudo programa y, sin embargo, posible. Tal vez todos
quienes participamos en este Encuentro de Talleres y Escuelas de Poesía en el
Festival de Medellín hayamos vivido, estemos viviendo esta experiencia, en la
que encontramos la respuesta a la pregunta de origen: ¿es la poesía una
enfermedad contagiosa? Afortunadamente, sí. Y también puede contagiarse, con
ella, otra forma de habitar el mundo. Esa es la ética de la esperanza que la
poesía lleva dentro suyo, caracola discreta en la que habita toda la fuerza de
la voz del mar.
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