[Útera] II
Segunda parte del comentario de la más reciente producción discográfica de García-Orihuela.
Rodolfo Ortiz
a la lumbre pilpinta
Por razones de espacio voy a concentrarme en las
tres últimas canciones que cifran tres ámbitos primordiales de esta Útera, a la par siempre recurrentes en
los trabajos de Orihuela-García. El tiempo, el espacio y la muerte, ahora
sonorizados a partir de los poemas de Blanca Wiethüchter, María Josefa Mujía y
Martha Cajías. Una versión de estas notas se publicó en la Revista de Estudios Bolivianos N° 22 del IEB en junio de 2015.
“A la intemperie” es un poema de Asistir al tiempo (1975). Blanca
Wiethüchter ubica este poema en la sección llamada “En la distancia”. La
canción que lo reinventa asume un modo que en su propia distancia dialoga con
las Gymnopedias de Erik Satie. Los
arpegios y el tempo mismo proponen un
tratamiento que va subsumiendo elementos y recursos sonoros esenciales a tal
divagación. La presencia de la grave resonancia de un corno, interpretado por
Verónica Guardia, urde una prefiguración melódica que la voz de Emma Junaro irá
a prolongar. Un corno que anuncia, que dice y que canta los versos poco antes de
entrelazarse a la voz que los dice después. Este mismo recurso, que sugiere la
imagen misma del tiempo y la intemperie, aparece en el tratamiento de las
diversas voces que aparecen, que van apareciendo en la canción. Hay una voz
callada, que es la del poema y que vamos despejando en una lectura silenciosa que
se entrelaza en la canción, esta vez, de la mano de otras voces, también
constantes y aterradoras: la voz de Blanca Wiethüchter que irrumpe luego de la
primera estrofa, luego de la palabra “semilla”, una voz masculina que también
se entrelaza en el quinto verso al cantar “reúno ahora los caminos”, la voz de
Junaro en todos los versos dilatados, idos, prolongados en la voz del corno,
cuya resonancia trae de una buena vez a la vida aquello que murmura en el
tiempo y que es su propia voz.
El corno y su grave resonancia es la voz de Saenz,
claro está, pero el fragmento que Orihuela recorta de una entrevista a Blanca
Wiethüchter, habida allí, nos habla sin corno, pero transportando aquella voz
por quien mejor la escuchó: “…el gobierno de un lenguaje es importante…te da a
expresarte… y no se puede fundar otra cosa si no es a partir de una ruptura… si
no se amplía la mente… el vivir de una manera distinta…”. De aquí que Útera, imagino, plantearía no vueltas de
tuerca sino vueltas de trenza. La ruptura que propone su lenguaje y su música
se adhiere a este sentido de integración y no a la fatalidad de los puntos de
vista.
“La ciega” sale por primera vez en el matutino El Eco de la Opinión de Sucre a mediados
del siglo diecinueve, gracias al impulso de Augusto, hermano y amanuense de
María Josefa Mujía. La historia de esta emperatriz de la hysteron en Bolivia es corta y franca, según refiere Moreno, pero
fue a la par solitaria y desesperada, según se puede constatar en el todavía no
reconstruido carteo poemático que mantuvo con Manuel José Cortés, Manuel José
Tovar y otros anónimos enamorados. Ella hace una ceguera espontánea desde sus
14 años de edad dada la muerte de su padre, y su existencia, que se consume
poco a poco en desesperadas ansias de ver el espacio y los colores del espacio,
deriva en la “noche oscura”, y lo que es aun más revelador, en “la dicha de
morir”.
Ahora bien, García-Orihuela invitan a Julie Marín a
enfrentar este poema que se condensa, en este caso, en cuatro estrofas de las
ocho que Augusto, como referí, mandó a publicación en 1850 y con el título de
“La ciega”. Julie Marin, a su vez, cantante de hardcore y compositora ella misma, se espacializa en la oscuridad
errante del poema bajo una modalidad performática que García-Orihuela habían
preparado para ingresar a esta canción de otra luz.
El procedimiento, afinando el oído, fue el
siguiente: Julie Marín debía memorizar una estrofa, la primera estrofa de
Mujía, y luego, claro, vagabundear. A su vez, y dado que una ceguera como la de
Mujía reclama al “astro hermoso” que “por siempre oscureció”, versos no
recogidos aquí, debía tantear, vendada y cantando a capela, la negrura de un
conjunto de objetos colgantes. Marín ingresó a esa cámara oscura para pulsar
cucharones, escobas de paja, cadenas y seguramente todo lo colgable que un
sarcófago de lo no visto reunía para sus manos. Entonces, el canto debía
emerger por sí solo, y quemando amarras atrapar la otra luz. Luego y recién,
Oscar García entrelaza una guitarra de doce cuerdas con arco en cada uno de los
desvaríos luminosos, en pos de no se sabe ya cuál formulación de oscuridad o
respuesta desplazada, donde a la par se atisba un acordeón arrugando los
párpados de la ciega, una vez más, y los de Marín.
Así, en radical estadía, quedamos donde todo radica
en cámara de hueco. Una reserva adorable que nos liga, digamos desde nada, a la
muerte que se escucha zapatear, desde lejos, en la última canción.
Es el poema de Martha Cajías, cantado sabemos,
escrito no sabemos, pero llevado desde 1973, cuando nació en 1958. Juan Carlos
Orihuela ha incorporado una parte de este poema en su libro Fragmentos nómadas (2014), que luego
completa en Útera. Si intentáramos pensar
en el devenir de una historia posible de este entreverado país, donde todos se
echarían, en determinados momentos, una luz mutuamente, esa luz, estoy seguro, sería
el poema de Martha Cajías.
En la canción hay una caja octogonal ritual que fue
grabada rondando el Alto de las Ánimas, de frente al Illimani. Fernanda
Peñarrieta ejecuta el tambor desde lejos. El tambor, hasta donde podría
elucubrar, ejerce la flor disecada y el dolor de no poder echarnos
definitivamente fuera del tiempo. En este poema el tambor de Peñarrieta,
llevado por García, armado por Villagómez, dibujado por Fabiana, llorado por
Zamudio y visto por Mujía, es el fuera del tiempo revelador del tambor.
En esa alegría de la penumbra se ensambla la voz de
Teresa dal Pero y Julia Peredo cuando cantan lo que Orihuela canta todos los
días. Es así. Y es inútil reproducir aquí sus fragmentos. “Como una brizna” es
una canción que por mucho tiempo será, al menos para mí, lo más relevante de la
música de este mundo. Martha Cajías seguramente la cantaba en silencio junto a
su telar. Alguien leerá el poema que leemos todos los días, pero nadie canta lo
cantado todos los días por ella. Recordar es interpretar e interpretar es
entonar y entonar es, una vez más, echarnos luz mutuamente.
Juan Carlos Orihuela y Oscar García, ambos músicos,
compositores y escritores, han trabajado siempre en sábado por la tarde. El
pulso perturbador que los circunda y los hace desde hace más de tres décadas,
ha forjado cinco trabajos únicos. Cantos
nuevos (1979), junto a Pablo Muñoz; Memoria
del destino (2002 [1991]); Debajo de
la gotera (2000); Celebraciones
(2004); y Útera (2014).
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