Fotografía anónima hallada
en un libro de Irving Wallace
¿Crónica? ¿Ficción? Ambas. Un texto en el que Urrelo hace un generoso despliegue de imaginación y dominio de técnicas narrativas.
Wilmer Urrelo
¿Quién será el niño que aparece en esta foto? ¿Cuál habrá
sido su nombre y cuál su apellido? ¿Qué edad tendrías el día en que se tomó
esta imagen, niño anónimo? ¿En dónde te habrán extraviado por primera vez tus
padres?, ¿cómo habrá sido tu llanto?, ¿qué forma habrá tenido para ti el horror
en ese momento? ¿Y qué cuando tus padres te habrán hallado? ¿Cómo sería el gesto
de alivio al verte de nuevo? ¿Y qué historias se habrán tejido dentro de tu familia
después de ese episodio: cuál de los dos se habrá echado la culpa de aquel
extravío?
Me pregunto esas cosas viendo este rectángulo y también
me pregunto cómo serían tus días en el colegio, niño anónimo, cómo tus amigos y
a qué profesor habrías de detestar hasta tener los cuarenta o cincuenta años
que tienes ahora.
Porque uno no se hace solo, eso lo sabe todo el mundo, porque
uno no sale así, de la nada. ¿Cómo se construye un niño como tú, niño anónimo?,
¿cómo será de acá en adelante tu personalidad con una niñera sosteniéndote para
evitar estrellarte contra el piso? ¿Que habría pasado si ella te suelta? ¿Que
ella te deje caer habrá significado algo? ¿Cómo se puede leer la caída de un
niño como tú? Y tus padres habrán echado el grito al cielo, niño anónimo. Más
cuidado, María; no te das cuenta de nada, Laura; a ver si te fijas un poco,
Remedios. ¿La recordarás ya de grande, niño anónimo? ¿Sabrás qué habrá sido de
su vida? O mejor: ¿qué cosas le gustaban?, ¿qué opinaba de la vida?, ¿cuáles
eran sus sueños?
Mejor olvidemos por ahora al niño anónimo, al niño llorón
y extraviado, al niño estrellado. Ahora, más bien, pongamos atención en ella.
Mírenla en la fotografía, obsérvenla en todos sus detalles: el rostro cobrizo, el
cabello extenso y bien cepillado, un vestido largo, una chompa de cuello alto y
un collar.
Quién serías tú, niñera anónima, ¿qué habrás sentido al
momento de alzar a este niño insoportable para ser fotografiado? Porque la idea
era retratarlo a él y no a ti. Tú estabas destinada a ser el soporte, a ser las
piernas del niño anónimo. Porque la idea era que él salga en primer plano. Miren
sino mi cara, miren pues señoras y señores que leen estas palabras, ahí está mi
rostro haciendo un esfuerzo, sin necesidad siquiera de posar para la
fotografía, más bien evitando dejarme caer porque si eso pasaba mis papás la
regañarán, bruta, indiaca tonta, ¿no sabes agarrar ni una wawa, vos?
No alejen la mirada de cómo estoy así de cuclillas, eso
también dice mucho. La tensión que experimentan mis piernas, el esfuerzo de las
rodillas debajo de la tela de este vestido. Y el niño anónimo, es decir yo, a
quien en alguna oportunidad mis padres extraviarán en medio de una feria, en
medio del mercado o en medio de las graderías de un estadio, yo que no sé aún
nada de este mundo, yo que lo ignoro todo pues lo único que me interesa en la
vida es llorar y hacer caca y pedir mi comida, qué pesado, cómo lo alzo, cómo
lo levantará en brazos la niñera anónima, qué carga habrá en ese gesto: ¿de
resignación?, ¿de amor?, ¿o algo de ternura? No: más bien con odio, porque el
niño anónimo es un chiquillo insoportable, me jala del cabello, llora de nada,
y la señora: ¿por qué está llorando?, ¿qué le has hecho ahora?
Y a veces le juro, joven Chicuelo, que me daban unas ganas
de decirle, ¿no es usted su mamá?, ¿por qué no lo averigua, pues? Sin embargo,
no decías nada, preferías quedarte callada, y a estas alturas me pregunto cómo
habrá sido la forma de vengarte, niñera anónima, qué artimañas habrás utilizado
para poder neutralizar ese gesto que hago con mi rostro, de mis rodillas cansadas
y de mis piernas destrozadas.
Qué, cuáles serían tus estrategias de compensación, de simple
equilibrio humano, y ella lanzará una carcajada y quizá no me responda, mejor
ese secreto me lo guardo, joven Chicuelo, y uno insistirá, ya pues doña, no sea
malita, dígame cómo hacía. Qué fregado es usted, le voy a decir pero eso sí,
cuidadito con contarle a la gente. Y el Chicuelo mintiendo, no se preocupe,
recuerde que soy una tumba, y yo contándole: les escupía en la sopa, en el
segundo, en la Coca-Cola de la señora, en la cerviciola del señor y ellos, o
sea mis papacitos ni cuenta se darían, qué jodida, qué traicionera, ¿no le
dábamos todo en la casa? Y ellos dirían: Ah, qué rica te salió la sopita, qué
refrescante mi Cocacolita, qué rejuvenecedora esta cerveza.
Mejor ahora dejemos a la niñera anónima por un momento, y
veamos mi casa, veamos ese fragmento de la casa del niño anónimo que aparece en
esta fotografía: la ventanota atrás, los marcos pintados de blanco y miren cómo
eran las paredes del lugar donde crecí, ¿se dan cuenta por qué soy así?:
toditas pulcras, y los colorcitos en la parte de abajo y me imagino, niño
anónimo, que también había un patio grande, gigante y lleno de sol y el niño
anónimo respondiéndome: claro que sí, y no como ocurre ahora, como ahora que
mis hijos crecen en un departamento así de chiquito, todo el día pendientes de
su Facebook y su mamá y yo parecemos más bien parte del mobiliario. Ya ve,
joven Chicuelo, todos tenemos una cruz que cargar en esta vida y la niñera
anónima levantando la mirada, diciéndome eso es cierto, como ese mi nieto, como
¿el Nelson?, ¿el Wilson?, ¿el Toñito?, vestido de rapero, con esos tatuajes en
los brazos, un vago, un bueno para nada que cree que voy a vivir para siempre,
que lo voy a mantener toda la vida porque sus papás se murieron en un accidente
cuando iban a los Yungas, imagínese, ese vago es mi cruz, joven Chicuelo.
Entonces ahora se me ocurre pensar que la niñera anónima
andará por los sesenta o los setenta años o quizá más, y a lo mejor siga trabajando
en alguna casa, y ella diciéndome no, joven, eso ya no, ahora vendo dulces y
otras cosas a la salida de un colegio, y los chicos, la cabronada que no
escasea en este país y que más bien sobra para regalar, me dice la casera, la
dulcera y para colmo de males los muy mierdas me deben un montón de plata, joven
Chicuelo, mire sino la libreta donde anoto las cosas que me adeudan: “Patricio
de tercero B, cinco pesos; Waldo de segundo A, nueve pesos; Arminda de Primero
A, tres pesos…”.
¿Se ha puesto a pensar que uno de esos podría ser el hijo
del niño anónimo, doñita? A lo mejor, la vida da tantas vueltas que una nunca
sabe, joven. Quién nos dice y ustedes dos se cruzan a veces en la puerta de este
colegio, porque yo me fui de esa casa cuando ese llorón tenía unos dos años y
ni volvimos a ver a la chica esa y que creo que hasta ladrona era, como dice mi
papá, mi papi que ahora ya es un viejito lleno de pastillas, encajonado en una
silla de ruedas, observando la fotografía de mi esposa ya difunta, preguntándole
sin que nadie me escuche para que no me digan loco ¿dónde están mis calzoncillos,
negrita?, ¿mis medias?, ¿cómo hago para planchar esta camisa? Cierto, joven,
las veces que nos habremos cruzado en la puerta de este colegio, las veces que
le habré dado el cambio a sus hijos. Ya ven: el mundo es tan chiquito, tan poca
cosa, que una ni se imagina.
Si pues, doñita, y todo ese mundo chiquito e injusto y
maldito y toda la cabronada están al interior de una foto anónima, con gente
anónima, de un pasado y un futuro anónimos hallada (¡contradicciones de la vida!)
en El hombre, ese novelón de Irving
Wallace.
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