sábado, 8 de agosto de 2015

El chicuelo dice

Fotografía anónima hallada
en un libro de Irving Wallace

 ¿Crónica? ¿Ficción? Ambas. Un texto en el que Urrelo hace un generoso despliegue de imaginación y dominio de técnicas narrativas.




Wilmer Urrelo

¿Quién será el niño que aparece en esta foto? ¿Cuál habrá sido su nombre y cuál su apellido? ¿Qué edad tendrías el día en que se tomó esta imagen, niño anónimo? ¿En dónde te habrán extraviado por primera vez tus padres?, ¿cómo habrá sido tu llanto?, ¿qué forma habrá tenido para ti el horror en ese momento? ¿Y qué cuando tus padres te habrán hallado? ¿Cómo sería el gesto de alivio al verte de nuevo? ¿Y qué historias se habrán tejido dentro de tu familia después de ese episodio: cuál de los dos se habrá echado la culpa de aquel extravío?
Me pregunto esas cosas viendo este rectángulo y también me pregunto cómo serían tus días en el colegio, niño anónimo, cómo tus amigos y a qué profesor habrías de detestar hasta tener los cuarenta o cincuenta años que tienes ahora.
Porque uno no se hace solo, eso lo sabe todo el mundo, porque uno no sale así, de la nada. ¿Cómo se construye un niño como tú, niño anónimo?, ¿cómo será de acá en adelante tu personalidad con una niñera sosteniéndote para evitar estrellarte contra el piso? ¿Que habría pasado si ella te suelta? ¿Que ella te deje caer habrá significado algo? ¿Cómo se puede leer la caída de un niño como tú? Y tus padres habrán echado el grito al cielo, niño anónimo. Más cuidado, María; no te das cuenta de nada, Laura; a ver si te fijas un poco, Remedios. ¿La recordarás ya de grande, niño anónimo? ¿Sabrás qué habrá sido de su vida? O mejor: ¿qué cosas le gustaban?, ¿qué opinaba de la vida?, ¿cuáles eran sus sueños?
Mejor olvidemos por ahora al niño anónimo, al niño llorón y extraviado, al niño estrellado. Ahora, más bien, pongamos atención en ella. Mírenla en la fotografía, obsérvenla en todos sus detalles: el rostro cobrizo, el cabello extenso y bien cepillado, un vestido largo, una chompa de cuello alto y un collar.
Quién serías tú, niñera anónima, ¿qué habrás sentido al momento de alzar a este niño insoportable para ser fotografiado? Porque la idea era retratarlo a él y no a ti. Tú estabas destinada a ser el soporte, a ser las piernas del niño anónimo. Porque la idea era que él salga en primer plano. Miren sino mi cara, miren pues señoras y señores que leen estas palabras, ahí está mi rostro haciendo un esfuerzo, sin necesidad siquiera de posar para la fotografía, más bien evitando dejarme caer porque si eso pasaba mis papás la regañarán, bruta, indiaca tonta, ¿no sabes agarrar ni una wawa, vos?
No alejen la mirada de cómo estoy así de cuclillas, eso también dice mucho. La tensión que experimentan mis piernas, el esfuerzo de las rodillas debajo de la tela de este vestido. Y el niño anónimo, es decir yo, a quien en alguna oportunidad mis padres extraviarán en medio de una feria, en medio del mercado o en medio de las graderías de un estadio, yo que no sé aún nada de este mundo, yo que lo ignoro todo pues lo único que me interesa en la vida es llorar y hacer caca y pedir mi comida, qué pesado, cómo lo alzo, cómo lo levantará en brazos la niñera anónima, qué carga habrá en ese gesto: ¿de resignación?, ¿de amor?, ¿o algo de ternura? No: más bien con odio, porque el niño anónimo es un chiquillo insoportable, me jala del cabello, llora de nada, y la señora: ¿por qué está llorando?, ¿qué le has hecho ahora?
Y a veces le juro, joven Chicuelo, que me daban unas ganas de decirle, ¿no es usted su mamá?, ¿por qué no lo averigua, pues? Sin embargo, no decías nada, preferías quedarte callada, y a estas alturas me pregunto cómo habrá sido la forma de vengarte, niñera anónima, qué artimañas habrás utilizado para poder neutralizar ese gesto que hago con mi rostro, de mis rodillas cansadas y de mis piernas destrozadas.
Qué, cuáles serían tus estrategias de compensación, de simple equilibrio humano, y ella lanzará una carcajada y quizá no me responda, mejor ese secreto me lo guardo, joven Chicuelo, y uno insistirá, ya pues doña, no sea malita, dígame cómo hacía. Qué fregado es usted, le voy a decir pero eso sí, cuidadito con contarle a la gente. Y el Chicuelo mintiendo, no se preocupe, recuerde que soy una tumba, y yo contándole: les escupía en la sopa, en el segundo, en la Coca-Cola de la señora, en la cerviciola del señor y ellos, o sea mis papacitos ni cuenta se darían, qué jodida, qué traicionera, ¿no le dábamos todo en la casa? Y ellos dirían: Ah, qué rica te salió la sopita, qué refrescante mi Cocacolita, qué rejuvenecedora esta cerveza.
Mejor ahora dejemos a la niñera anónima por un momento, y veamos mi casa, veamos ese fragmento de la casa del niño anónimo que aparece en esta fotografía: la ventanota atrás, los marcos pintados de blanco y miren cómo eran las paredes del lugar donde crecí, ¿se dan cuenta por qué soy así?: toditas pulcras, y los colorcitos en la parte de abajo y me imagino, niño anónimo, que también había un patio grande, gigante y lleno de sol y el niño anónimo respondiéndome: claro que sí, y no como ocurre ahora, como ahora que mis hijos crecen en un departamento así de chiquito, todo el día pendientes de su Facebook y su mamá y yo parecemos más bien parte del mobiliario. Ya ve, joven Chicuelo, todos tenemos una cruz que cargar en esta vida y la niñera anónima levantando la mirada, diciéndome eso es cierto, como ese mi nieto, como ¿el Nelson?, ¿el Wilson?, ¿el Toñito?, vestido de rapero, con esos tatuajes en los brazos, un vago, un bueno para nada que cree que voy a vivir para siempre, que lo voy a mantener toda la vida porque sus papás se murieron en un accidente cuando iban a los Yungas, imagínese, ese vago es mi cruz, joven Chicuelo.
Entonces ahora se me ocurre pensar que la niñera anónima andará por los sesenta o los setenta años o quizá más, y a lo mejor siga trabajando en alguna casa, y ella diciéndome no, joven, eso ya no, ahora vendo dulces y otras cosas a la salida de un colegio, y los chicos, la cabronada que no escasea en este país y que más bien sobra para regalar, me dice la casera, la dulcera y para colmo de males los muy mierdas me deben un montón de plata, joven Chicuelo, mire sino la libreta donde anoto las cosas que me adeudan: “Patricio de tercero B, cinco pesos; Waldo de segundo A, nueve pesos; Arminda de Primero A, tres pesos…”.
¿Se ha puesto a pensar que uno de esos podría ser el hijo del niño anónimo, doñita? A lo mejor, la vida da tantas vueltas que una nunca sabe, joven. Quién nos dice y ustedes dos se cruzan a veces en la puerta de este colegio, porque yo me fui de esa casa cuando ese llorón tenía unos dos años y ni volvimos a ver a la chica esa y que creo que hasta ladrona era, como dice mi papá, mi papi que ahora ya es un viejito lleno de pastillas, encajonado en una silla de ruedas, observando la fotografía de mi esposa ya difunta, preguntándole sin que nadie me escuche para que no me digan loco ¿dónde están mis calzoncillos, negrita?, ¿mis medias?, ¿cómo hago para planchar esta camisa? Cierto, joven, las veces que nos habremos cruzado en la puerta de este colegio, las veces que le habré dado el cambio a sus hijos. Ya ven: el mundo es tan chiquito, tan poca cosa, que una ni se imagina.
Si pues, doñita, y todo ese mundo chiquito e injusto y maldito y toda la cabronada están al interior de una foto anónima, con gente anónima, de un pasado y un futuro anónimos hallada (¡contradicciones de la vida!) en El hombre, ese novelón de Irving Wallace.


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