sábado, 1 de agosto de 2015

Patio interior

Introito


La música en todo su esplendor entra en escena en este estudio recapitulador sobre el romanticismo.



Juan Cristóbal Mac Lean E.

Y ahora ya, de una buena vez, hablemos de música, es decir de la famosa música romántica alemana, la que va desde finales del XVIII hasta el primer tercio del XIX o algo así.
Una razón por la que debemos hacerlo es, simplemente, que si queremos entender algo de ese primer romanticismo, que desde hace unas entregas ya nos viene ocupando, por fuerza debemos escuchar necesariamente, también, lo que entonces sonaba por esos extraños bosques alemanes. Lo que suena para siempre desde esos bosques.[1] Y que no es solo la literatura, la crítica, la poesía. Es la música en su sentido más absoluto, más radical y se trata del momento en que ella misma (y tal como estaba ocurriendo con todo el movimiento de escritura desde la revista Athenaum) se vuelve e interroga sobre sí misma, se sumerge tras sus propias raíces, abunda en estremecimientos, crea formas nuevas.
También son convocadas palabras, poemas, y el canto, la canción (lied), adquieren un nuevo aire sonoro. Beethoven, Schubert, Robert y Clara Schumann, Brahms, llevan a partituras musicales poemas de Goethe, Novalis, Hölderlin, Heine, Schiller, Tieck… Al mismo tiempo, también se inventa la crítica musical, ya sea en periódicos o publicaciones expresas sobre música (como el Neue Zeitschrift für Musik, fundado por Schumann en 1834 y que, presumiblemente, él lo escribía íntegro). Los músicos se conocen, se escuchan y tocan entre sí, se admiran y se saben en una misma barca, del tamaño del universo. La surcan junto a ellos, no olvidemos, Mendelsohn, Chopin, Liszt y tantos otros.
Sobre sus propias diferencias, los factores de orden sociológico que contribuyeron a nuevos escenarios o públicos para la música, su interpretación y cultivo, influencias, diferencias generacionales, disponibilidad de instrumentos tecnológicamente mejorados, etc., le bastará, al interesado, consultar en Wikipedia. Aquí sobre todo nos interesa evocar, siquiera sea superficialmente, el aroma de aquel mismo aire que rodeó a poetas y compositores, pensadores; ese mismo aire que, ya sea en tabernas o interiores, vibraba con las notas de la que para muchos (por ejemplo explícitamente Cioran) es hasta hoy la música más bella (que es una palabra insuficiente) jamás creada en toda la historia, entre todas las culturas. El hecho de que su receptividad sea cada vez más escasa, y según los lugares nula, es otro tema muy vasto y que no habremos de tocar aquí.
Antes aún de procurar acercarnos a la música propiamente dicha, a su misterio y sustancia esquiva, mencionemos, siquiera al paso, algunas características propias entonces, tanto de poetas como músicos y que retratan aspectos del llamado romanticismo, aunque éste siempre acabe huyendo de cualquier definición.
Como quiera, en todos esos actores está el llamado de la noche, la atención y el amor por la naturaleza, la entronización de la fantasía y el sueño, la nostalgia de infinito... Todas esas cosas, actualmente, nos parecen normales y trajinadas, incluso intolerablemente abusadas, cuando musicales, y que se expanden por doquier, cual acústico y repelente smog que daña los oídos, exila el silencio. Como ocurre, con mayor insistencia aún, con otras características que se consideran propias del romanticismo: el subjetivismo acendrado, el primer plano en que se desenvuelve el sentimiento, la canción de amor.
¿Y no son esas características, muy propias también y actualmente, del peor kitsch musical en cualquiera de sus innumerables manifestaciones? O, en el mejor de los casos, también encontramos acertadas apreciaciones como esta, de Ian Bostridge: “El linaje desde Schubert, vía Cole Porter hasta Bob Dylan o Los Beatles no es uno directo, pero fue Schubert, más que ningún otro, quien elaboró este modelo de música vocal”.
Demás está decir que esto también vale, y mucho, para buena parte de la buena y vieja canción latinoamericana, desde Los Panchos a Agustín Lara, con lo que ustedes quieran en medio…
Pero tampoco es nuestro el tema de las influencias y derivas musicales que llegó a tener el romanticismo. Y si encima hoy (excepto por muchos melómanos indeclinables, que los habemos) casi nadie escucha esa música, ¿la estaríamos trayendo tan urgentemente a colación, solo por el paralelismo o entrecruzamiento que hubiera tenido con el romanticismo literario, del que nos habíamos estado ocupando?  No, y es quizá al revés: no quisiéramos ilustrar (¡vaya palabra inadecuada en este contexto!) el romanticismo viéndolo reflejado en la música que se tocaba o componía en la misma zona, al mismo tiempo. Tal vez, más bien, haya sido cierta música la que haya prendido la mecha, provocando un incendio que se contagió a escritos, poemas y teorías. Esta no deja de ser una idea arriesgada.
Personalmente, creo en ella: la música precedió y encarnó antes los profundos movimientos espirituales que habrían de rediseñar, incluso o también, todo el corpus escritural que conocemos hasta ahora y se cristalizó en Jena. No en vano Beethoven, esa “singularidad” en la historia del arte, pudo decir algo tan denso como que la música había llegado más lejos que la filosofía…
Ante semejante dictum, no nos queda si no parar las orejas, es decir, escuchar… esa música. Y, como bien lo sabe todo “melómano”, escuchar esa música, aprender a escucharla, hace amarla, tanto que ella se convierte, pronto, en un esencial territorio de la propia vida. Y ocurre así que uno puede volver y volver a escuchar, y querer volver a escuchar, para siempre, por el resto de sus días, tal quinteto de Schubert, tal sonata de Beethoven, tal lied de Schumann, tal sexteto de Brahms…
Y sin embargo… ¿Tiene ello algo de excéntrico, tomando literalmente esta palabra, es decir lo fuera de un supuesto centro, ya sea este histórico, geográfico, etc.? Responder propiamente a esa pregunta sería sumamente complejo y tampoco lo intentaremos. Quedémonos, sin embargo, con unas deslumbrantes líneas del Barthes músico, del Barthes que tocaba piano, que amaba tocar Schumann, y que a su manera en algo, o mucho, responde a esa pregunta y en palabras que, por cierto, incumben a mucho(s) más que Schumann:
Amar a Schumann es en cierta manera asumir una filosofía de la nostalgia, o para retomar un término nietzscheano, de la inactualidad, o incluso, para arriesgar esta vez el término más schumanniano que existe: de la noche. El amor a Schumann, erigiéndose hoy en cierta forma contra la época (…), no puede ser más que un amor responsable: transporta fatalmente al sujeto que lo experimenta y lo incita a colocarse en su tiempo de acuerdo con las prescripciones de su deseo y no según las de su sociabilidad.
Y según, pues, las prescripciones del deseo, el deseo de escribir y de escuchar, en la siguiente suerte o número, oiremos a los personajes que nos ocupan, con Clara Tieck al medio.





[1] Desde ese mismo espacio, en su momento nazi-alemán, también se produjeron otros horrores que, igualmente, resuenan para siempre. Y, como se sabe, la música era parte del engranaje de los campos de concentración. Volveremos a ello más rato.

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