La indiferencia de los patos
El primer capítulo de la primera novela del poeta Benjamín Chávez.
Benjamín
Chávez
(Capítulo
1) Para empezar, una despedida
Llegué
a Bolivia arrastrando una maleta de aeropuerto con rueditas de plástico y
bastón jalador. Las llaves del auto, medio kilo de queso camembert, un
miriñaque estropeado, el catálogo de la vajilla perdida de los Romanoff y la
réplica de una caja fluxus. Pronto supe que, salvo la discutible excepción del
miriñaque, nada de nada me serviría para maldita cosa.
Entré
por el Perú, donde me había detenido a conocer el Cusco, y una improvisada fiesta
con japonesas y rusos la última noche en el hotel, me dejó con una resaca
horrible. Así que atravesé la interminable ribera del Titicaca –que dicen que
es bella– sin abrir los ojos.
Sufrí
todo un exótico buffet de pesadillas a pleno sol y traté de ahogar mi
infortunio en varias botellas de Inka Cola, una bebida amarillenta parecida al
pis contenido de una borracha como yo que rodaba en un bus sin baño y al
parecer sin frenos, mientras mi cabeza daba tumbos y me despertaba con cada
golpe contra el vidrio de la ventana.
En
realidad la resaca estaba todavía lejos y tardaría en alcanzarla. La cabeza me
dolía con una sensación giratoria de calesita sin aceite, mientras trataba de
entender de dónde venía esa espuma blanca que asomaba por la comisura de mis labios
cada vez que un nuevo golpe contra la ventana me devolvía a un mundo de
espejismos del que yo era parte tan natural como lo es una pelota de colores
rebotando en una catedral.
Allí,
en el Cusco, asombrada y boquiabierta por la imponente plaza y por las ganas de
comer algo, me fui temprano para el hotel, pues debía viajar al día siguiente y
quería estar descansada. No sabía entonces que no pegaría un ojo en toda la
noche y buena parte del día siguiente, ni que bebería vodka suficiente como
para llenar el tanque de combustible del auto y perder toda capacidad de
comprensión de las infinitas (por extensas y profundas) cosas que me decía una
chinita, quiero decir japonesa, que al menos en ese momento, terminó siendo la
mejor amiga de todas mis vidas vividas y por vivir.
Después
de haber bebido toda la noche, convirtiendo el lobby del hotel en ruidosa
discoteca y posta médica desinfectante para las urgencias de huéspedes
acostumbrados al bucear nocturno por líquidos intimidantes, antes que en las
pegajosas sábanas, sacamos a flote todos los cuerpos y las miradas, mientras el
algún momento, en algún sitio, se había hecho de día y las cosas brillaban con
una luz intensa, algo inquieta y arenosa. Fue entonces que salimos al garaje,
deslumbrados y urgidos por mi persistencia de marcharme.
– ¡Debo
irme! ¡Debo irme!
– El
auto– decía mi querida amiga señalándolo con su níveo dedito de eterna comedora
de arroz –debe quedarse en garaje. Ga-ra-je-que-dar-se-que-dar-se. Intentaba
hacerme comprender.
– Sí,
por supuesto. No puedo conducirme ni a mí misma.
–
Podemos gastar dinero de viaje. ¿Cuántas copas más podemos tomar con ese
dinerou? –Pues, como tres copas por minuto hasta que nos mate la borrachera.
– O
hasta que auto acabe al-co-hol.
– Éste
no va para ningún lado con alcohol, no es como nosotras. El auto es a gasolina.
– Pero
si dejas mo-tor en marcha amiga, se acaba alcoho-l.
– Te
digo que no es a alcohol, así sea dejándolo encendido por horas de horas, por
días incluso, sólo contamina, no se alcoholiza a-mig-a, sólo estropea el green
planet y un buen día, o noche, adiós pla-net. Pero no es para tanto, nos
pongamos trágicas, que mucho antes de eso, lo que se acabará será el dinero
hecho humo de escape sin recorrer ni un kilómetro. O el hígado, sí, eso es, se acabará
el hígado y sin rastros de happy hour, barbitúricos milagrosos o cigarrillos
que imitan a los de la bella isla de quiu-ba.
–
¡Happy hour! ¡Yeah¡
Lo que
sí tendría que haber es un happy tour por delante. Todo un país al final de la
ruta, ¿te imaginas? recuerda que voy para Bolivia, aquí sólo me detuve un
momento.
– No,
no. Ga-ra-j-e.
–
Tranquila, ya lo sé, el auto se queda aquí y yo me voy allá. Eso es,
separación, distancia, divorcio. Mecánica, digo, estática y pasión, desviación.
Estacionamiento y vértigo. Las dos cosas claras, claritas, hasta que todo
regrese a la normalidad, es decir, hasta que vuelva yo de mi viajecito a las
cumbres andinas.
– ¿Pero
por qué irte hoy?
– Ya te
lo dije, una amiga me espera. Además, siento que ya no puedo beber ni una gota
más. Pero tranquila, todo está bajo control. Me mentí a mí misma.
–
Volveré por el auto– me dije a mí misma. Llegaré contenta del tal viajecito,
con muchas aventuras para contar y, lo más importante, con una nueva vida por
delante. Entonces, llave en mano encenderé el motor, luces, música, me dibujaré
una sonrisa seductora con la punta brillante del carmín, pagaré las cuentas y
saldré, como en cámara lenta, al ritmo de Another
Chance de Tammy Wynette, sabiendo que nada, pero nada, tengo ya que hacer
aquí. Aunque en realidad ése era el libreto para ser representado al partir, es
decir ahora y no a la vuelta. Necesito esa mi fachada de triunfadora. Pero, lo
dicho, ni qué hacer ante la marejada de vodka que anegó los planes y arrastra
los vestigios de la razón a la deriva.
Ahora
no hay nada que hacer, salvo dejar de escuchar las andanadas de tonterías que
esta chinita (japonesa) me dice con esa voz venida del otro lado del mundo, en
este garaje donde nuestras risas estallan a cada nuevo sorbo de la botella que
ella sostiene con celo de samurai a punto de desenvainar. Entonces abro la
cajuela del carro y veo que no está mi maleta. Apoyándonos una a la otra,
caminamos hacia las gradas para subir a la habitación por mis cosas. Tras mucha
risa y trastabillo, respiro hondo, me concentro y empaco lo mejor que puedo las
imprescindibles cosas para poder sobrevivir el ascenso a lo más encumbrado de
Los Andes.
Pedro,
el ruso de dos metros se ha dormido con sus botas de reno o de alce sobre el
tablero del coche (¡vamos, alce las botas! le digo con un par de palmadas, pero
él ni se entera) y hay otros compatriotas suyos en claro internacionalismo
conversando con algunas japonesas, mientras intentan treparse a la batea de una
Ford. Al parecer, toda la barahúnda de la cantina se trasladó al garaje a
despedirme o a impedir cualquier movimiento en falso.
Veo uno
más, o un par de ellos, no sé si moscovitas o siberianos, moviéndose por entre
los autos, haciendo ademanes de empleado de pista de aeropuerto para desviarme
de la puerta de salida y evitar que yo saque el auto. Supongo que es eso lo que
pretenden ¿quién puede saberlo? si sólo repiten: Prestuplenie i nakazanie.
¡Prestuplenie i nakazanie! ¡Ah y Nazdarovia!, o eso creo.
Todo
pudo haber sucedido al revés que en este caso no es el revés sino el derecho, o
sea lo apropiado. Me refiero a que si anoche dormía como manda la ley, hoy
entraba al garaje muy temprano, duchada, con aire deportivo, las gafas de sol
como una faja sobre los ojos, una coleta en el cabello, la gorra de tela y una
actitud positiva dispuesta a conducir cuesta arriba disfrutando del paisaje
hasta dar fin con la jornada, la música, las llantas o lo que se acabe primero
en este intento por llegar a Bolivia, habiendo pasado de largo el bar del hotel
y sin tener idea de la existencia de un
grupo de japonesas locas y rusos dipsómanos.
Aseguro
las puertas del auto luego de arrastrar a duras penas, con la ayuda de la
japonesita amiga mía desde tiempos de la dinastía Tang.
Tang-bieng-you-teq-iero, a la tonelada de huesos de Pedro el Grande, y ya estoy
lista para despedirme de todos y todas, todas las copas que quedan por tomarse
en el mundo. Rodeada de los muchachos rusos y las dignas representantes del
imperio nipón, inesperadamente vienen a mi memoria escenas de cine de artes
marciales y entreveo un atroz adelanto de las pesadillas que habré de sufrir en
el viaje.
Pero
sin nadita de violencia, puesto que esto no es ninguna maldita película, entre
risas, abrazos, caídas, gritos de protesta ¿o de euforia? (ya dije que no
entiendo), brindis, más, risas y más caídas, me despido de todos ellos. –Adiós
Igok, adiós Idiot. ¡Cuídate mucho Padrostok! y así paso por todo el grupo y
abrazo sus camisetas rojas que en el pecho llevan estampada la palabra “Biesi”,
algo que parece un tenedor, Romanoff supongo, y un lazo de rozón. En eso, mi
querida Sei Shonagon me dice a guisa de despedida: –Más vod-k-a amig-a? Y yo me
escabullo como puedo hacia la calle donde todo gira y gira, aunque mucho más
lentamente que hace algunas horas, con lo cual tengo suficiente para poder
continuar el viaje o iniciarlo, depende de cómo se miren las cosas, si es que
las malditas cosas pudieran estarse quietas por un momento.
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