sábado, 15 de agosto de 2015

Ensayo

Lo que permanece

Texto leído en la mesa “Yo poeta y la poesía en Bolivia”, durante las II Jornadas de Literatura Boliviana.


Alex Aillón Valverde

Varios son los temas que este año la organización de la Feria Internacional del Libro de la Paz ha planteado, para su discusión, a los invitados a este panel de poesía. Todos son temas complejos y cada uno de ellos necesitaría un encuentro entero para intentar -medianamente- una aproximación razonable:
La producción de la obra poética y su ubicación dentro del contexto nacional. Las búsquedas y las metas a la hora de crear. Las costumbres, métodos y manías de los poetas en/para el proceso de escritura. La situación de la poesía actual en relación a la llamada época dorada de la lírica boliviana. Los hitos y las esperanzas artísticas. El perfil, a futuro, de un campo tan dinámico como lo es el poético. Etcétera.
Estos temas abarcan, de manera general, las grandes preocupaciones de nuestra actividad.
Los tres poetas invitados han tratado, desde su experiencia como creadores, de dar cuenta de algunos de estos tópicos. Los tres representan diferentes perspectivas, voces y tiempos, en un espacio geográfico común al que llamamos Bolivia.
La literatura se ha pensado y leído comúnmente en términos espaciales. En América Latina se constituyó en un discurso que logró generar cohesiones identitarias a partir de la articulación de comunidades imaginadas (a decir del ya tan mentado Benedict Anderson), desde la lengua, las formas de ser (costumbres, tradiciones d/escritas), formas de leer/se, etc. Y si uno pasa revista a la historia de nuestras literaturas, esta perspectiva ha ido desarrollándose hacia múltiples etiquetas (lo nacional, lo regional, lo indígena, etc.). Por esto, no es raro pensar a la literatura desde estas referencias (que no encasillamientos, que ya es un término agresivo).
Pero pensar la poesía como experiencia personal es otra cosa. Y eso es lo que se les ha pedido a Benjamín, Emma y Montserrat, que nos cuenten su historia, la historia de cómo llegaron a la poesía y de cómo conviven con ella. Los tres son parte de un gran abanico que habita el parque humano de la zoología poética nacional donde cohabitamos personajes, visiones, lenguajes, prácticas que penetran la poesía, mientras la poesía penetra la vida.
Algunos son poetas jóvenes, otros somos poetas tardíos. Algunos han publicado de manera temprana, otros ya entrados los años. Unos venimos de una tradición familiar que nos ha vinculado directamente con la literatura, otros se han sobrepuesto a una vida que los encontró en la vereda contrapuesta del arte.
Sin embargo, todos han (hemos) sido -de alguna manera- elegidos. Todos los que son y todos los que están, llegan a la poesía  a nutrirla de diferente forma. Sus voces siempre son singulares, ninguna puede ser igual aunque a veces tengan los mismos tonos, la misma textura y hasta el mismo aliento. Algo hay de distancia, siempre algo diferente en cada uno de nosotros.
Los poetas escriben marcados por su época, por su sociedad, por su vivencia; y, sin embargo, funcionan en otro registro que los adelanta o los atrasa a su tiempo. Juego de relojes descompuestos, son una muestra de la hermosa diversidad de la existencia. Una especie de rebeldía automática que se conserva como un patrimonio profundamente humano en el seno de este artefacto literario que es el poema.  
Vienen de esto y vienen de aquello. Vienen de autores, vienen de libros y todos cargan la angustia de sus influencias y la particular angustia de sus vidas. Digo angustia, en tanto no se puede entender la poesía sin meter la mano en el fondo de la realidad, sin guantes, sin preservativos. No se puede entender la poesía sin ensuciarse el alma. Y es que, si algo hace el poeta, es sacrificar eso que justamente no tiene valor monetario: el alma embadurnada de palabras que dicen, que hablan, que se manifiestan de manera escandalosa, de manera serena; palabras, la mayoría de las veces, que evidencian verdades, puntos oscuros que el lenguaje común esteriliza, invade, paraliza.
Algunos poetas se extraviaron en otros géneros para llegar a la poesía; otros salieron de la poesía para llegar a otras formas de expresión. Principio y fin de la palabra, la poesía también pontifica, construye puentes para que pueda transcurrir la palabra en todas sus texturas y condiciones.
Para unos el poema puede ser la respuesta. Para otros el inicio de una indagación permanente sobre el origen de las cosas, la pregunta esencial que cuestiona la razón del orden de lo cotidiano, la piedra angular de un compromiso a muerte por la vida.
Hay poesía y poetas que dan vida a poetas y poesía determinados. Poesía que escucha. Poesía que habla. Poesía que camina. Poesía que se deja caminar. Entonces encontramos que hay poesía para repartir. Poesía para no ser repartida. Poesía para el papel. Poesía que se incuba en el fondo de la pantalla. Poesía que necesita ser empujada. Poesía que necesita ser cuidada. Poesía de arrabal y cantina. Poesía que es celebración. Poesía que es funeral y arrepentimiento. Poesía que es despedida.
La poesía es todo eso pero a la vez se escapa de todo eso. Hecha de memoria y de olvido, es opaca y transparente. Una espiral que eleva el lenguaje sujetándolo con fuerza para mostrarlo en todo su esplendor y miseria. Luego se evapora en el espacio.

Lo cierto es que, más allá de nuestra vida y de los caminos que hayamos tenido que recorrer para arribar hasta este destino -a este oficio inútil-, el poema es lo que permanece, es lo que importa, es la casa de la presencia a la que se refería Octavio Paz, es lo que dialogará con el mundo cuando nosotros ya no estemos, cuando todos hayamos partido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario