Lo que permanece
Texto leído en la mesa “Yo poeta y la poesía en Bolivia”, durante las II Jornadas de Literatura Boliviana.
Alex Aillón
Valverde
Varios son los
temas que este año la organización de la Feria Internacional del Libro de la
Paz ha planteado, para su discusión, a los invitados a este panel de poesía. Todos
son temas complejos y cada uno de ellos necesitaría un encuentro entero para
intentar -medianamente- una aproximación razonable:
La producción de la
obra poética y su ubicación dentro del contexto nacional. Las búsquedas y las
metas a la hora de crear. Las costumbres, métodos y manías de los poetas en/para
el proceso de escritura. La situación de la poesía actual en relación a la
llamada época dorada de la lírica boliviana. Los hitos y las esperanzas
artísticas. El perfil, a futuro, de un campo tan dinámico como lo es el
poético. Etcétera.
Estos temas abarcan,
de manera general, las grandes preocupaciones de nuestra actividad.
Los tres poetas invitados han tratado, desde su experiencia como
creadores, de dar cuenta de algunos de estos tópicos. Los tres representan diferentes perspectivas,
voces y tiempos, en un espacio geográfico común al que llamamos Bolivia.
La
literatura se ha pensado y leído comúnmente en términos espaciales. En América
Latina se constituyó en un discurso que logró generar cohesiones identitarias a
partir de la articulación de comunidades imaginadas (a decir del ya tan mentado
Benedict Anderson), desde la lengua, las formas de ser (costumbres, tradiciones
d/escritas), formas de leer/se, etc. Y si uno pasa revista a la historia de
nuestras literaturas, esta perspectiva ha ido desarrollándose hacia múltiples etiquetas
(lo nacional, lo regional, lo indígena, etc.). Por esto, no es raro pensar a la
literatura desde estas referencias (que no encasillamientos, que ya es un
término agresivo).
Pero
pensar la poesía como experiencia personal es otra cosa. Y eso es lo que se les
ha pedido a Benjamín, Emma y Montserrat, que nos cuenten su historia, la
historia de cómo llegaron a la poesía y de cómo conviven con ella. Los tres son
parte de un gran abanico que habita el parque humano de la zoología poética
nacional donde cohabitamos personajes, visiones, lenguajes, prácticas que
penetran la poesía, mientras la poesía penetra la vida.
Algunos
son poetas jóvenes, otros somos poetas tardíos. Algunos han publicado de manera
temprana, otros ya entrados los años. Unos venimos de una tradición familiar
que nos ha vinculado directamente con la literatura, otros se han sobrepuesto a
una vida que los encontró en la vereda contrapuesta del arte.
Sin
embargo, todos han (hemos) sido -de alguna manera- elegidos. Todos los que son
y todos los que están, llegan a la poesía
a nutrirla de diferente forma. Sus voces siempre son singulares, ninguna
puede ser igual aunque a veces tengan los mismos tonos, la misma textura y
hasta el mismo aliento. Algo hay de distancia, siempre algo diferente en cada
uno de nosotros.
Los
poetas escriben marcados por su época, por su sociedad, por su vivencia; y, sin
embargo, funcionan en otro registro que los adelanta o los atrasa a su tiempo. Juego
de relojes descompuestos, son una muestra de la hermosa diversidad de la
existencia. Una especie de rebeldía automática que se conserva como un
patrimonio profundamente humano en el seno de este artefacto literario que es
el poema.
Vienen
de esto y vienen de aquello. Vienen de autores, vienen de libros y todos cargan
la angustia de sus influencias y la particular angustia de sus vidas. Digo
angustia, en tanto no se puede entender la poesía sin meter la mano en el fondo
de la realidad, sin guantes, sin preservativos. No se puede entender la poesía sin
ensuciarse el alma. Y es que, si algo hace el poeta, es sacrificar eso que justamente
no tiene valor monetario: el alma embadurnada de palabras que dicen, que
hablan, que se manifiestan de manera escandalosa, de manera serena; palabras, la
mayoría de las veces, que evidencian verdades, puntos oscuros que el lenguaje
común esteriliza, invade, paraliza.
Algunos
poetas se extraviaron en otros géneros para llegar a la poesía; otros salieron
de la poesía para llegar a otras formas de expresión. Principio y fin de la
palabra, la poesía también pontifica, construye puentes para que pueda
transcurrir la palabra en todas sus texturas y condiciones.
Para
unos el poema puede ser la respuesta. Para otros el inicio de una indagación
permanente sobre el origen de las cosas, la pregunta esencial que cuestiona la
razón del orden de lo cotidiano, la piedra angular de un compromiso a muerte
por la vida.
Hay
poesía y poetas que dan vida a poetas y poesía determinados. Poesía que
escucha. Poesía que habla. Poesía que camina. Poesía que se deja caminar. Entonces
encontramos que hay poesía para repartir. Poesía para no ser repartida. Poesía
para el papel. Poesía que se incuba en el fondo de la pantalla. Poesía que necesita
ser empujada. Poesía que necesita ser cuidada. Poesía de arrabal y cantina.
Poesía que es celebración. Poesía que es funeral y arrepentimiento. Poesía que
es despedida.
La
poesía es todo eso pero a la vez se escapa de todo eso. Hecha de memoria y de
olvido, es opaca y transparente. Una espiral que eleva el lenguaje sujetándolo con
fuerza para mostrarlo en todo su esplendor y miseria. Luego se evapora en el
espacio.
Lo
cierto es que, más allá de nuestra vida y de los caminos que hayamos tenido que
recorrer para arribar hasta este destino -a este oficio inútil-, el poema es lo
que permanece, es lo que importa, es la casa de la presencia a la que se
refería Octavio Paz, es lo que dialogará con el mundo cuando nosotros ya no
estemos, cuando todos hayamos partido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario