Minotauro
El adiós, el fin y la vejez desde el ocaso de la carrera de un luchador. Una reflexión sobre lo efímero y lo inexorable.
Maximiliano Barrientos
No sé si hay un espectáculo más triste que el
brindado por atletas envejecidos que no se resignan a claudicar. Los luchadores,
junto a los escritores que escriben con una clara intención de modernos, son
los que envejecen más rápido.
Un escritor cuando madura, no lo hace tanto por el
mejoramiento de la técnica ni por el engrosamiento de su barriga, tal vez lo
hace por algo mucho más sencillo: porque deja de escribir desde la nostalgia y
empieza a hacerlo desde el resentimiento. Un luchador, cuando madura, empieza a
pelear desde el cansancio, y es bien sabido que para ellos no hay creatividad originada
en la decadencia. El cuerpo, como se menciona en esa gran canción de Arcade
Fire, se convierte en una jaula. Las ganas están ahí y el instinto sigue nuevo,
pero la rapidez y los reflejos son parodias de lo que alguna vez fueron. La habilidad
para noquear es apenas un fantasma recorriendo los músculos y los nudillos. El
cuerpo, en los viejos luchadores de las artes marciales mixtas (MMA), es el
lugar de una desaparición, el lugar donde alguna vez aconteció la magia.
Ya solo quedan pocos sobrevivientes de Pride, la
mítica organización japonesa que fue vital para el desarrollo de las MMA,
aquella bisagra que transformó luchas salvajes de Vale Todo en combates
interdisciplinarios que, sin dejar de ser brutales y sangrientos, también
fueron un despliegue maratónico de técnica y corazón.
El deporte es joven pero ya hay espacio para la
nostalgia, ya tiene sus leyendas. De esos monstruos de Pride quedan aún activos
Mauricio “Shogun” Rua, Dan Henderson, Vitor Belfort y Mak Hunt. El sábado 1 de
agosto, en el UFC 190 llevado a cabo en Río de Janeiro, Dana White, presidente
de dicha organización, anunció el retiro de uno de los mejores: el brasileño Antonio
Rodrigo “Minotauro” Nogueira.
Con 39 años y un record de 34-10-1, fue uno de los
más grandes pesos pesados de la historia, el único que ostenta títulos tanto en
Pride como en UFC. En su mejor momento, a mitad de la primera década del nuevo
milenio, se lo consideró el máximo exponente del brazilian jiu jitsu. Se hizo
conocido por obtener victorias con sometimientos que podrían pasar por poemas.
Tuvo combates épicos con Fedor
Emelianenko, Bob Sapp, Mark Coleman, Heath
Herring y Mirko Cro Cop Filipović.
Sus luchas eran guerras sin treguas. Si algo me fascina
en este deporte, algo que ya no encuentro en el boxeo -salvo en una excepción como Gennady
Golovkin-, es el alto nivel de intensidad: las peleas
de MMA, glosando ese gran poema de Viel Temperley, inician un viaje a lo que
más se desconoce, un viaje hacia el propio cuerpo.
Aquella dialéctica, la que acontece entre lo
puramente bestial y lo estrictamente técnico, hizo de Minotauro una leyenda. Cuando
era niño tuvo un accidente de auto que casi acaba con su vida, aún persisten las
marcas en su espalda como recordatorio de ese trauma original. Su cuerpo es un
santuario de cicatrices, su biografía está escrita en su piel como líneas de
queloide.
Cada vez que entraba al ring o al octágono lo hacía
como un sobreviviente. Tuvo derrotas emblemáticas: Frank Mir le rompió un brazo
con una kimura porque Minotauro se negó a tapear. Caín Velásquez y Roy Nelson
lo noquearon de forma tan brutal que la gente del medio especulaba sobre un
posible traumatismo cerebral.
Su última lucha fue con el holandés Stefan
Struve, quien es 12 años menor. Ambos obtuvieron el bono
de Pelea de la Noche, no tanto por el despliegue de destreza que mostraron sino
por el enorme corazón de Minotauro, que en varias ocasiones estuvo a punto de
ser noqueado, pero se las arregló para ir al frente, para buscar derribos que
concretó de forma tímida. Nunca pudo contener al atleta más joven en el suelo, este
siempre consiguió ponerse de pie y utilizar la gran ventaja que tenía en el
alcance para llevar la pelea al muay thai, no al jiu jitsu, donde el brasileño
hubiera tenido la ventaja.
Minotauro perdió por decisión unánime.
Algunos días después de su enfrentamiento con Struve,
anunció que su futuro todavía no estaba del todo cerrado, ya que era un adicto
al entrenamiento: esa fue la expresión que empleó. Dijo que, si se da la
posibilidad de un nuevo enfrentamiento con Mir, no iba dudar en volver. Hay orgullo, por supuesto, pero también hay
algo mucho más complejo: la incapacidad de renunciar a lo que siempre supo ser,
el miedo a tener que aprender a ser alguien distinto.
“Tal vez todas las enfermedades estriben en una
ausencia de comunicación entre la mente y el cuerpo. Ello es indudablemente
cierto en el caso de una enfermedad tan rápida como es el nocáut”, escribió
Norman Mailer en El combate, el libro
en el que hizo el emblemático perfil de Muhammad Ali previo a su enfrentamiento con Foreman.
Quizás todo retiro de un luchador plantea ese divorcio tan radical entre el
cuerpo y la mente, quizás la causa del miedo radica en el hecho de que el
luchador tenga que vivir más tiempo en la mente que en el cuerpo.
En el mismo evento, Ronda Rousey, la estrella más grande
de la UFC, noqueó en 34 segundos a su oponente, Bethe Correia, y retuvo el
cinturón de peso gallo de la división femenina. Esa noche Ronda demostró, una
vez más, que en el olimpo de su división está sola, sin nadie que amenace con
hacer temblar su reinado.
Pero yo no pensaba en ella, pensaba en Minotauro y
en su hermano gemelo, que también peleó y perdió contra Shogun Rua en una
revancha que se demoró diez años en suceder. Imaginaba, cuando todo acabó, a
los dos tratando de asumir lo que resulta tan difícil: el fin de algo, la
ausencia de ese algo que los define como cuerpos viejos, cuerpos que fueron
relevantes en un tiempo que ya no existe. Imaginaba el espesor del silencio entre
ambos hermanos y los riesgos que sobrevienen cuando la adrenalina se esfuma y quedan
a solas con la voz en la cabeza.
Mientras veía a Ronda entrando en la jaula con el ceño
fruncido y con una confianza arrolladora, pensaba en Minotauro y en un deporte
joven que ya ostenta un largo pasado, con héroes y villanos, con detractores y fans
incondicionales. Pensaba en Minotauro cuando tenía menos de 30 años y brillaba
en Pride, la organización que había juntado a los mejores luchadores de su
generación y los había enfrentado en combates feroces no exentos de glamur y de
la rareza extraterrestre de la cultura japonesa. Pensaba que esos días no quedaban
tan lejanos porque diez o doce años no puede ser tanto tiempo, pero diez o doce
años, en un deporte tan veloz, es lo que dura una carrera, es el periodo del esplendor
y de la caída de un artista marcial.
Al volver a casa tras la pelea de Ronda, yo también
me sentí un poco viejo.
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