La presencia de Tamayo
El espectro de Tamayo presente, entre nosotros, en pleno siglo XXI; una lectura de la puesta en escena de Percy Jiménez.
Alan
Castro Riveros
¡Ay del Reino de la Bestia cuando
en su seno nace un
corazón justo y una inteligencia verídica:
es el Dies Irae de su sombrío imperio!
Franz Tamayo, El Reino de la Bestia
El espectro de Tamayo
En
primer lugar, habrá que decir que a Franz Tamayo nadie le tuvo que rendir
pleitesía y él no rindió pleitesía a nadie. Él conocía la putrefacta factura de
los halagos y el porfiado venenito de las acusaciones. Es por eso que, cuando Felipe
Delgado -al finalizar la primera parte de la novela homónima de Jaime Saenz-
levanta la cabeza después de hacerle una reverencia, se percata de que Franz
Tamayo ha desaparecido.
Agudo
observador del indio y del cortesano, Tamayo recorría en sí mismo -con idéntico
carácter- todos los matices de la paleta social de Bolivia, y allí reconocía sus
más arraigados lenguajes.
Para
tal efecto, le bastaba con ir de sus tierras a algún palacio y pasar de pronto
por la casa solariega. Misterioso y con autoridad por aquí, menospreciado e
ignorado por allá, Tamayo era la encarnación resuelta de una contradicción
genética que con su nacimiento se hacía palpable en cada miembro de la sociedad
boliviana.
Atento
a las voces y temperamentos de aquel caos fragmentario, Tamayo estaba llamado a
reconocer, hilar y trastocar la integridad de su país. Tal el espectro político
(pensador de la polis) que en Tamayo
deviene ineludiblemente poético y, por tanto, frontalmente despiadado con la
Bestia. Y tal el espectro que el colectivo dramatúrgico Textos que Migran ha hecho
reaparecer en La Paz el pasado 23 de mayo.
Tamayo
La
apuesta de Percy Jiménez, el director de la obra titulada sencillamente Tamayo, es francamente lúcida. No ofrece
una imagen cerrada de aquel titánico poeta, y decide abrir su nombre en un
efervescente espectro de voces contradictorias, ya sean cavilosas, defensivas o
disimuladamente desesperadas que, entre todas, rondan alrededor de un espíritu
que interpela cualquier definición.
Esta
interpelación irrenunciable -que en Tamayo es vertebral- posibilita la
encarnación de una voz de ultratumba que canta para que las otras voces
continúen con las excavaciones en busca de su propio aliento.
De
tal manera, la opción por la polifonía revela que la lectura de Franz Tamayo no
puede cerrarse si no es hasta que se hayan iluminado todos los rincones donde
se esconde la Bestia. Habrá que añadir, en este sentido, que la composición
musical de Jorge Zamora (quien trabajó la música como una obra paralela y
autónoma), redobla el énfasis en las voces que van saltando del caos mientras
el canto ondula como un hilo secreto que traspasa todos los oídos.
El
mayor logro del drama Tamayo es haber
materializado con sincera potencia un espectro boliviano de hondas resonancias.
La poesía frente a la Historia
Aunque
el drama Tamayo comienza con una
imagen parecida a la ebullición de una televisión sin señal y un silencio
siniestramente caótico (opuesto al silencio musical místico), son solo tres las
voces que buscan comprender a Tamayo y uno el canto espectral que cifra y
excede ese trío a veces coral.
Las
voces hablan de Tamayo o de algo en ellos que habla de Tamayo. El canto del
espectro, la poesía atenta a la evaporación de la bestialidad, desbarata las
lecturas históricas de los tres personajes, haciendo desmayar a uno, ocultar a
otro y vociferar al tercero.
A
partir de ese punto, diríamos que el drama que nos ocupa esquiva
conscientemente cualquier discurso bovarista
de la otredad para explicar a Tamayo -lo cual, a estas alturas, hubiese sido
una penosa ingenuidad.
De
hecho, es muy posible que la ausencia de Franz Tamayo como figura articulante
de la literatura en Bolivia obedezca a un resguardo frente a la imposibilidad
de tratar su obra entera bajo las herramientas repetitivas y a veces burdas de
la crítica y la historiografía nacional. Es muy sugerente que la intensa
dimensión de Tamayo haya tenido que escapar de las chatas elucubraciones de los
libros escritos sobre él para encarnar como una voz rodeada de cuerpos febriles
en el escenario palpable del teatro. La interpretación dramática, al parecer,
es el lugar privilegiado para la reaparición cabal de semejante espectro.
Es
por eso que la poesía -como drama de la voz- opera graves transformaciones en
las voces de los historiadores que, en el escenario teatral, quieren atrapar el
espectro de Tamayo. Una de las voces habla de la abierta oposición de Tamayo -a
quien a veces parece percibir como a un contreras destinado al fracaso. Otro
personaje habla del linaje de Tamayo, y lo confunde con su propio origen y las
ridículas debilidades que lo llevan a torcer las palabras del poeta para
encubrir su cinismo. Y el tercero, algo adulador, habla de lo boliviano como un
racimo de defectos y virtudes sacramentadas de antemano por la naturaleza. Ni
para qué decir que el espectro de Tamayo, con su canto, desbarata estos
discursos en tres patadas.
Dies
Irae
Terminada
la obra, salí del espacio escénico El Desnivel y el espectro me acompañó hasta
mi casa. Con un mate de por medio, me puse a charlar con él y resulta que hay
que tener mucho tacto con el espectro, porque cualquier exabrupto lo hace
desaparecer.
No
está demás decir que la actualización de Tamayo en el siglo XXI es un trabajo
que comienza. Al boliviano le cuesta mucho verse a sí mismo, por temor a que se
le aparezca la Bestia en el espejo, pero Tamayo no tiene miedo de la cara infernal.
De tal manera, leerlo es imprescindible.
Isaac
Tamayo, -el padre de Franz, que escribió con el nombre de Thajmara el
maravilloso libro llamado Habla Melgarejo-
le dijo a su hijo que la aparición del tirano en Bolivia no es un accidente
cualquiera, sino el producto de los repugnantes vicios de la sociedad entera.
Franz,
por su parte, publicó un ensayo llamado El
Reino de la Bestia en 1920, que reaparece en el número 2 de La Mariposa Mundial en2000. Allí dice: “Fuimos mediocres e inferiores, como seguimos
siéndolo en gran parte, porque las verdaderas fuerzas invisibles que son la raíz
de todo progreso visible habían desaparecido del fondo de nuestra alma”.
Como
suele suceder todavía, las palabras de Tamayo enardecen la ira de los
empoderados. Esto se muestra ejemplarmente en un comunicado que leo en la misma
revista, donde el Concejo Municipal de La Paz resuelve, un 30 de abril de 1946,
“manifestar su solemne desprecio al excelso poeta y execrable ciudadano (...)
en el ocaso de su miserable existencia”.
A
todo esto, el espectro diría: Continente
de jimios, caricatura de razón.
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