Los pasajes del truhan
Un comentario de Revolución, el nuevo poemario del chuquisaqueño Alex Aillón.
Alex Salinas
Mucho he leído de Alex Aillón (Sucre, 1969), muchas veces
también sin quererlo y el fragmento no siempre había sido de mi agrado. Sin
embargo ahora me acerco al proyecto completo, Revolución (Editorial S,
2015) y podemos quizás comprenderlo un poco mejor.
Revolución dialoga con una
larga tradición poética latinoamericana que se pregunta por el lugar de la
escritura y del poeta en nuestras sociedades, durante los procesos de
modernización que la ciudad promueve. Sin embargo, hoy en nuestro siglo XXI,
una vez desaparecida la utopía política con la caída del Muro de Berlín (1989)
y cuando el breve horizonte de futuro inaugurado por los movimientos sociales
ha devenido en un proyecto de Leviatán hegemónico y autoritario, Revolución,
a partir de una reelaboración poética, busca recomponer una visión
hacia el futuro, con lo que hay, con lo que tenemos. Este parece ser el gran
proyecto de Aillón.
En ese sentido, Aillón introduce el tema de la caída, el
gran cataclismo que da inicio al viaje poético. Revierte la idea de la mujer
como un mito, el acto erótico como algo que lleva al hombre más allá de lo
cognoscible. La mujer, no obstante, ocupa todavía un lugar central, como el
necesario detonante que lleva al poeta al vaciamiento, a encontrarse finalmente
con un idioma que lo vuelva más humano.
Así, el lenguaje de Aillón es soez, deliberadamente
impúdico. Se rodea de sus obsesiones, que a esta altura del juego, después de
leerlo por muchos años ya, nos damos cuenta que no son sólo artículos del paisaje
postmoderno sino que son verdaderos íconos de su existencia que se repiten en
su obra: las figuras de la generación apaleada [beat] (de la cual Aillón se
siente heredero o quizás el último de
sus mohicanos); los cybors, las referencias al Blade Runner de
Ridle Scott; la lluvia cinematográfica, la de las lágrimas borradas por el
temporal, pero también la del eterno símbolo de la regeneración, y de la ciudad
(dónde cuando llueve, llueve en serio).
Encontramos por supuesto a sus mujeres: las imaginarias,
siempre al borde de la cornisa, entre el abismo de la soledad y la completa
libertad de la creación (Marilyn, Janis, Yoko); las reales, su madre, la esencial;
y la muchas veces innombrada, que lo desnuda y lo reduce a un dolor vivo, pero que también lo libera en la ciudad para
“para aprender a amar en medio de las oscuridad / sin la seguridad de su
destello”, para ser cuatro veces libre.
Respecto al lenguaje, debo volver a la deuda de Aillón
con la generación beat estadounidense de la cual toma algunos rasgos,
como el de atacar a las convenciones elitistas de la poesía, a las expectativas
que se tiene de ella y acercarla al lenguaje del ciudadano de la calle para que
éste se reconozca en él y comience a mirar de otra manera.
No hay en esto un regreso a un proyecto utópico aunque sí
de resistencia al afán ordenador del discurso de la hegemonía política y
económica del país, a la fragmentación de la convivencia social en miles de
intereses individuales o partidarios.
En ese sentido, la función del artista es todavía la de
un provocador, de un cuestionador de los slogans de certeza, de los pastiches
del mercado y del Estado. No nos encontramos con un libro confesional (aunque
algo de eso hay), la voz de Revolución es más una personae poetica, una creación dramática que casi siempre es traviesa, a veces también
cruel consigo misma: “Me levanto todas
las mañanas, me miro al espejo (si hasta doy pena)”, lo que le otorga el derecho a ser brutalmente franco
para nombrar los paisajes de la cultura a la que se enfrenta.
Es la libertad que da la palabra y que a menudo se ignora.
Las palabras, sus combinaciones, son máscaras que provienen del yo histórico,
pero que sin duda lo exceden para crear una trama y tensión, una búsqueda, una
caída o simplemente otorgarnos el placer de viajar por viajar.
Aunque en un principio Revolución parezca
fragmentaria, observamos que los textos componen un fresco histórico-filosófico
de una época, también un manifiesto respecto a la poética que le corresponde.
Cada texto, a la manera de Walter Benjamin, es más bien
una suma de abreviados pasajes, iluminaciones sobre el lugar de la poesía y del
poeta en la ciudad, a veces tan Charcas, tan sólo nuestra en sus referencias: “bajemos a la ciudad y pulvericemos unas cuantas
comparsas, amor. Te miro y te haces enorme como un coloso. Tomamos unos cuantos
rayos y millones de globos de color cruzan el universo mientras nos besamos”, pero más de las veces universal, como una extensión de una barbarie mayor a la cual la
pequeña urbe andina no escapa, donde igual “suceden cosas feas” escribe Aillón,
donde igual se mutilan a las mariposas y se asesinan y entierran mujeres
impunemente.
Aunque la voz poética tanto circula por
fuera como por dentro de la ciudad, ésta es
el producto de la urbe y así como el poeta afecta e instiga a la ciudad con su
lenguaje, el poeta también es afectado por la ciudad. En ese
sentido, Aillón se apropia de la misma, la nombra como el centro de su
reflexión poética: “esta ciudad es
el Imperio de los sentidos que gobernaré con palabras de hierro desde la altura
del Churuq’ella”.
Con Benjamin, Aillón también comparte la visión de la
historia como una catástrofe continua, una tormenta que está entre nosotros
pero que llamamos progreso. Así, renuncia a toda teleología, a la confianza en
un mañana mejor, lo que no obstante es aceptado sin desespero: “Dejad que
las tormentas se acerquen a nosotros, porque nos enseñan que el reino es muy
frágil y que su horizonte -el de la vida y el amor- es una frontera iluminada
pero fugaz”.
Aillón no es pesimista, en el fondo es un romántico que
nos ofrece pedazos de redención, la posibilidad de liberarnos (aun con dolor)
del peso de la historia por medio del amor y la poesía: “La tarea del amor y de la poesía es dar a luz
criaturas infinitas, con la capacidad de recorrer el infinito”.
Allí encontraremos la revolución, minúscula, a
borbotones, como también en la ampliación de la ciudad, lejos de sus lugares
comunes. No encontraremos campanarios, ni el sol descendiendo sobre rojos
tejados; no encontraremos próceres, tampoco deseos de reparación.
En Revolución no hay ningún esfuerzo por ser
cosmopolita, simplemente se está en la ciudad, como se está también en todas
partes, dentro de una historia que transcurre en todos los lugares en el mismo
momento: “Hemos muerto en Bolivia, en Teoponte, en Potosí, en Pando,
en El Alto, en cualquier calle oscura de Lima, en las profundidades de Yambo en
el Ecuador…”.
Como toda buena poesía, la obra de Aillón también debe
preguntarse por los lugares de la belleza, aunque ésta ya no sea más eterna ni
infalible, tampoco pavorosa en su enunciación. Y Aillón nos responde, aun desde
su proyecto entrópico:“la belleza de
las cosas se encuentra en su des/orden, en la evidente tristeza de su destino
finito, en la monstruosidad feliz de su desaparición, de su fuga. Quizás de esa
belleza provenga la solidaridad última del ser humano”.
He ahí tal vez la teodicea, la absolución de lo
divino. Aillón da esperanza, alternativas y (quizás sorprenda), aun en la
crudeza de su lenguaje, jamás renuncia a la posibilidad de Dios, aunque éste no
se encuentre ya en la Selva Sagrada sino siempre en los márgenes de la
existencia, a los costados de la líneas de demarcación, como mudo testigo de
las formas del Apocalipsis en marcha. Acaso entonces, en un mañana no muy
lejano, nos dice Aillón, comience nuestra “verdadera rebelión”.
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