domingo, 31 de mayo de 2015

Comentario

Los pasajes del truhan


Un comentario de Revolución, el nuevo poemario del chuquisaqueño Alex Aillón.



Alex Salinas 
           
Mucho he leído de Alex Aillón (Sucre, 1969), muchas veces también sin quererlo y el fragmento no siempre había sido de mi agrado. Sin embargo ahora me acerco al proyecto completo, Revolución (Editorial S, 2015) y podemos quizás comprenderlo un poco mejor.
Revolución dialoga con una larga tradición poética latinoamericana que se pregunta por el lugar de la escritura y del poeta en nuestras sociedades, durante los procesos de modernización que la ciudad promueve. Sin embargo, hoy en nuestro siglo XXI, una vez desaparecida la utopía política con la caída del Muro de Berlín (1989) y cuando el breve horizonte de futuro inaugurado por los movimientos sociales ha devenido en un proyecto de Leviatán hegemónico y autoritario, Revolución, a partir de una reelaboración poética, busca recomponer una visión hacia el futuro, con lo que hay, con lo que tenemos. Este parece ser el gran proyecto de Aillón.
En ese sentido, Aillón introduce el tema de la caída, el gran cataclismo que da inicio al viaje poético. Revierte la idea de la mujer como un mito, el acto erótico como algo que lleva al hombre más allá de lo cognoscible. La mujer, no obstante, ocupa todavía un lugar central, como el necesario detonante que lleva al poeta al vaciamiento, a encontrarse finalmente con un idioma que lo vuelva más humano.
Así, el lenguaje de Aillón es soez, deliberadamente impúdico. Se rodea de sus obsesiones, que a esta altura del juego, después de leerlo por muchos años ya, nos damos cuenta que no son sólo artículos del paisaje postmoderno sino que son verdaderos íconos de su existencia que se repiten en su obra: las figuras de la generación apaleada [beat] (de la cual Aillón se siente  heredero o quizás el último de sus mohicanos); los cybors, las referencias al Blade Runner de Ridle Scott; la lluvia cinematográfica, la de las lágrimas borradas por el temporal, pero también la del eterno símbolo de la regeneración, y de la ciudad (dónde cuando llueve, llueve en serio).
Encontramos por supuesto a sus mujeres: las imaginarias, siempre al borde de la cornisa, entre el abismo de la soledad y la completa libertad de la creación (Marilyn, Janis, Yoko); las reales, su madre, la esencial; y la muchas veces innombrada, que lo desnuda y lo reduce a un dolor vivo,  pero que también lo libera en la ciudad para “para aprender a amar en medio de las oscuridad / sin la seguridad de su destello”, para ser cuatro veces libre.
Respecto al lenguaje, debo volver a la deuda de Aillón con la generación beat estadounidense de la cual toma algunos rasgos, como el de atacar a las convenciones elitistas de la poesía, a las expectativas que se tiene de ella y acercarla al lenguaje del ciudadano de la calle para que éste se reconozca en él y comience a mirar de otra manera.
No hay en esto un regreso a un proyecto utópico aunque sí de resistencia al afán ordenador del discurso de la hegemonía política y económica del país, a la fragmentación de la convivencia social en miles de intereses individuales o partidarios.
En ese sentido, la función del artista es todavía la de un provocador, de un cuestionador de los slogans de certeza, de los pastiches del mercado y del Estado. No nos encontramos con un libro confesional (aunque algo de eso hay), la voz de Revolución es más una personae poetica, una creación dramática que casi siempre es traviesa, a veces también cruel consigo misma: “Me levanto todas las mañanas, me miro al espejo (si hasta doy pena)”, lo que le otorga el derecho a ser brutalmente franco para nombrar los paisajes de la cultura a la que se enfrenta.
Es la libertad que da la palabra y que a menudo se ignora. Las palabras, sus combinaciones, son máscaras que provienen del yo histórico, pero que sin duda lo exceden para crear una trama y tensión, una búsqueda, una caída o simplemente otorgarnos el placer de viajar por viajar.
Aunque en un principio Revolución parezca fragmentaria, observamos que los textos componen un fresco histórico-filosófico de una época, también un manifiesto respecto a la poética que le corresponde.
Cada texto, a la manera de Walter Benjamin, es más bien una suma de abreviados pasajes, iluminaciones sobre el lugar de la poesía y del poeta en la ciudad, a veces tan Charcas, tan sólo nuestra en sus referencias: “bajemos a la ciudad y pulvericemos unas cuantas comparsas, amor. Te miro y te haces enorme como un coloso. Tomamos unos cuantos rayos y millones de globos de color cruzan el universo mientras nos besamos”, pero más de las veces universal, como una extensión de una barbarie mayor a la cual la pequeña urbe andina no escapa, donde igual “suceden cosas feas” escribe Aillón, donde igual se mutilan a las mariposas y se asesinan y entierran mujeres impunemente.
Aunque la voz poética tanto circula por fuera como por dentro de la ciudad, ésta es el producto de la urbe y así como el poeta afecta e instiga a la ciudad con su lenguaje, el poeta también es afectado por la ciudad. En ese sentido, Aillón se apropia de la misma, la nombra como el centro de su reflexión poética: esta ciudad es el Imperio de los sentidos que gobernaré con palabras de hierro desde la altura del Churuq’ella”.
Con Benjamin, Aillón también comparte la visión de la historia como una catástrofe continua, una tormenta que está entre nosotros pero que llamamos progreso. Así, renuncia a toda teleología, a la confianza en un mañana mejor, lo que no obstante es aceptado sin desespero: “Dejad que las tormentas se acerquen a nosotros, porque nos enseñan que el reino es muy frágil y que su horizonte -el de la vida y el amor- es una frontera iluminada pero fugaz”.
Aillón no es pesimista, en el fondo es un romántico que nos ofrece pedazos de redención, la posibilidad de liberarnos (aun con dolor) del peso de la historia por medio del amor y la poesía: “La tarea del amor y de la poesía es dar a luz criaturas infinitas, con la capacidad de recorrer el infinito”.
Allí encontraremos la revolución, minúscula, a borbotones, como también en la ampliación de la ciudad, lejos de sus lugares comunes. No encontraremos campanarios, ni el sol descendiendo sobre rojos tejados; no encontraremos próceres, tampoco deseos de reparación.
En Revolución no hay ningún esfuerzo por ser cosmopolita, simplemente se está en la ciudad, como se está también en todas partes, dentro de una historia que transcurre en todos los lugares en el mismo momento: “Hemos muerto en Bolivia, en Teoponte, en Potosí, en Pando, en El Alto, en cualquier calle oscura de Lima, en las profundidades de Yambo en el Ecuador…”.
Como toda buena poesía, la obra de Aillón también debe preguntarse por los lugares de la belleza, aunque ésta ya no sea más eterna ni infalible, tampoco pavorosa en su enunciación. Y Aillón nos responde, aun desde su proyecto entrópico:“la belleza de las cosas se encuentra en su des/orden, en la evidente tristeza de su destino finito, en la monstruosidad feliz de su desaparición, de su fuga. Quizás de esa belleza provenga la solidaridad última del ser humano”.
He ahí tal vez la teodicea, la absolución de lo divino. Aillón da esperanza, alternativas y (quizás sorprenda), aun en la crudeza de su lenguaje, jamás renuncia a la posibilidad de Dios, aunque éste no se encuentre ya en la Selva Sagrada sino siempre en los márgenes de la existencia, a los costados de la líneas de demarcación, como mudo testigo de las formas del Apocalipsis en marcha. Acaso entonces, en un mañana no muy lejano, nos dice Aillón, comience nuestra “verdadera rebelión”.


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