Una reminiscencia
El Sucre de antaño, su gente, oficios y tradiciones que cada vez parecen quedar más lejos.
Gabriel Chávez Casazola
Me llegan noticias de Sucre, la ciudad donde crecí. Me dicen que en la misma fecha han muerto el último armonista, el celebérrimo don Román Romero, y el último “tata cura” ilustrado, el padre Valentín Manzano.
Es
como si se hubiera muerto parte de la vieja ciudad que conocí cuando era niño
o, peor aún, como si hubiera perdido otro retazo más de su espíritu.
En
memoria de ambos (y de la ciudad que ya no está, que ya no es), quisiera
compartir con mis lectores de hoy un texto de anteayer, es decir, de hace
muchos años, que escribí para Presencia Literaria cuando era de color sepia y
la dirigía Jesús Urzagasti, que publicó algunos de mis primeros escritos en
esas páginas enormes.
Fácilmente
este texto tiene unos 25 años, al punto que casi lo siento de otra persona, y
una versión retocada apareció en mi primer libro, un desliz juvenil de esos que
uno reconoce como hijos suyos pero mira al mismo tiempo con cariño y de reojo,
cual si fueran un Golem prematuro. Decía así este texto, tendido entre la
nostalgia y la reminiscencia:
“Hubo
un tiempo en el que las campanas (bronce mujer: varón son las estatuas) eran
algo más que parte del paisaje urbano. Cada campana tenía un sonido, que
ostentaba como un nombre, y le gustaba gritarlo cuando tañía las horas de la
vieja liturgia de los fastos.
Así,
cada iglesia tenía también una voz, un diferente modo de reunir a los fieles en
el alba. Pero además, cada iglesia tenía su loco. Y su sacristán. Y sus beatas
de verónica negra y nariz entrometida.
En
tanto el sacristán, generalmente un individuo jorobado, encendía las velas
espantando las ratas y alimañas, y las beatas repasaban sus rosarios con los
dedos de cera, el loco emitía sonidos tenebrarios, le hacía muecas al Señor de
la Sentencia, fastidiaba niños rubios que corrían -aún dormidos- por las naves.
El
loco iba delante en los entierros, en los desfiles, en las procesiones. Era el
más piadoso, el más cívico, el más engalanado de todos cuando la ciudad exigía
multitudes.
Su
mejor amigo y compañero de farras era el armonista, que lo mismo tocaba en
chicherías que en novenas. Pasaba, es más, de unas a otras con increíble
presteza. Será por eso que todavía, cuando por curiosidad uno se detiene a
escuchar las coplas de la Virgen de Guadalupe, el quechua de sus estribillos
suena a patio y bailecito, a zapateo y pañuelos en mano.
Esos
armonistas tenían algo muy importante en común con las chicheras, los locos,
los sacristanes y las beatas. Mantenían todos una invisible complicidad, eran
los únicos que podían descifrar una lengua hoy tan muerta como muerto está el
Sacro Imperio Romano Germánico: entendían el lenguaje de las campanas de Sucre,
que nuestros mayores entendieron también.
Aún más, se tuteaban con cada una de ellas, le tomaban confianza a la ‘chica’
de los canónigos, a la bronca de San Miguel, a las dulces de Santa Clara.
Nosotros,
hijos de nuestro siglo, hemos perdido quizás irreparablemente la capacidad de
comprender aquel lenguaje arcano y sagrado. ¿Irreparablemente digo? ¿O es que
todavía estaremos a tiempo de correr, arrojar este periódico a un lado y buscar
detrás de cada puerta a la última beata, al último loco, a la última chichera, al
último armonista, al postrero de esos viejos sacristanes, que seguramente
estarán muriéndose a estas horas detrás de alguna de esas puertas en un
cuartucho penumbral?
¿Por
qué no correr a buscarlos como al vientre de la amada y encontrarlos y
suplicarles que antes de exhalar su último suspiro, beberse la última gota de
chicha o de singani y decir amén Jesús, por favor nos enseñen el hablar de las
campanas?
Solamente
así podríamos enterarnos cómo, en las madrugadas de otro tiempo, las campanas
se tuteaban por entre los aleros de la villa y se decían mil augurios y
secretos sobre quiénes irían a nacer en ese día, quiénes a morir, qué doncellas
hallarían al galán atrevido y cuáles otras seguirían conservando in aeternum la pureza.
Es
verdad que el conocer ese lenguaje, esa sabiduría, posiblemente nos haría más
desdichados y sin sorpresa. Pero nada
sería ese pesar si pudiéramos aliviarlo cantando las melodías equívocas del último
armonista, bailando sus cuecas amortizadas por obra y fermento de la chicha,
causando la natural indignación de los fantasmas agoreros de las beatas en los
camposantos; recintos que nos alojarían, al cabo, con naturalidad, porque la
muerte individual importaría poco frente al poder sentir, ya cadáveres, el
párvulo doblar de las campanas de Sucre sin ti, sin mí”.
Ahora
que han muerto el último armonista y el último ‘tata cura’ ilustrado, me
pregunto si alguien hablará todavía el idioma de esas campanas. Y me pongo a
pensar en una canción de Joan Manuel Serrat que habla de un pueblo blanco que
ha visto hacerse viejo al cura, al cabo y al sacristán, y a la postre vio morir
a los tres. “Escapad, gente tierna”, prosigue la canción. Hace muchos años que
dejé mi pueblo blanco y busqué la luna que es un curucusí. Hoy por primera vez volqué la cabeza hacia atrás, para ver
si escuchaba las campanas doblar, pero ya no las pude oír.
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