Todas las vidas que llevaste
La autora de esta nota, aparecida originalmente en su blog, autorizó a LetraSiete su reproducción.
María José Navia
Hans Ertl fue uno de los camarógrafos de Leni Riefenstahl.
“El fotógrafo de Rommel”, le decían algunos porque ese general del régimen nazi
parecía preferirlo a todos los demás. Huyó de Alemania para quedarse en
Bolivia, filmando documentales, subiendo montañas. Es también uno de los
protagonistas de Los afectos, breve y
magnífica nueva novela del escritor boliviano Rodrigo Hasbún.
La novela sigue las ramificaciones de los Ertl: del
camarógrafo que cada cierto tiempo tiene ganas de desaparecer y se va lejos a
filmar ante la resignación de su mujer y la decepción de sus hijas (una de
ellas comenta: “Irse, eso era lo que papá sabía hacer mejor, irse pero también
volver, como un soldado de la guerra permanente, hasta reunir fuerzas para irse
una vez más”.), a su hija Monika que se casa “para escabullirse” y luego se
involucra en la guerrilla, a Heidi que vuelve a Europa o Trixi que lo observa
todo.
También sigue los pensamientos de uno de los amantes de
Monika (Reinhard), hermano de su marido, quien tiene con ella una relación
tóxica que lo consume (“Cómo era posible que alguien que nunca me perteneció
reapareciera todo el tiempo no lo sé, pero Monika siempre estaba presente,
mirándome coger con otras mujeres, juzgando mi cariño de mentira…”. Y también:
“Sí, si me apuran, esa es la definición de ella con la que me quedaría: la mujer
que luego hizo tanto daño”).
La atención de Hasbún es la de los detalles, de la historia
que se queda en los gestos. De las emociones inmensas contenidas en el
silencio. En un momento, Monika vuelve a visitar a Reinhard, ya otra (y
enamorada de alguien más) y la reflexión de él es inmensa: “La mujer a la que
más había amado en mi vida, esa mujer cuyo recuerdo llevaba atormentándome
años, la que me había ensuciado por dentro para siempre, dormía en el sillón de
mi sala y era una desconocida.” Para luego agregar: “Supe, era imposible no
saberlo, que ahora sí me había quedado fuera y que desde ahí daba miedo mirar”.
Los afectos es una
historia contenida, engañosamente sencilla. El talento está en eso, en esa
ilusión que esconde la eficiencia brillante con la que se manejan los puntos de
vista (tercera persona para Hans, primera persona para Trixi, Heidi, Reinhard y
un guerrillero sin nombre, segunda persona para Monika). Distintos enfoques de
cámara para una familia que se desmigaja, para una novela de extraños en
Bolivia y de una Bolivia extraña. Lo saben desde el comienzo también los mismos
personajes, lo sabe Heidi desde niña: “La Paz no estaba tan mal, pero era
caótica y nunca dejaríamos de ser extraños, gente venida de otro mundo, un
mundo envejecido y frío”.
Se trata de personajes extraños, extranjeros, y también un
poco sonámbulos. Personajes que no parecen habitar del todo sus propias vidas,
concentrados en futuros lejanos, decisiones no tomadas o la disección brutal
del presente que no permite entenderlo del todo. Dice Monika: “Te casas con un
hombre que lleva el mismo nombre que tu padre y eso no te causa gracia”. (…)
“En tu propia boda, al menos durante unos segundos, te sientes la mujer más
sola del mundo”.
Monika teme que su vida pueda resumirse en una sola frase,
que quede solo en eso (se obsesiona pensando “¿No sentir nada es sentir
algo?”): “También ha empezado a pasar esto: sientes cada vez más a menudo que
tu vida sí puede caber entera en una sola frase o, al menos, en unas pocas. (…)
Eres la que permanece una extraña ante sí misma. La ex depresiva, la casi
boliviana”.
También Trixi, la hermana “que se queda”, se vuelve una
presencia algo fantasmal en la novela al asumir una posición de testigo de los
actos de su familia en lugar de vivir su propia vida: “La realidad eran los
periódicos que empecé a revisar en la calle (en busca de Monika), los
noticieros que oía en la radio (en busca de Monika). La realidad eran los niños
y adolescentes a los que enseñaba un idioma que no sabía por qué los obligaban
a aprender. La realidad era la gente que se juntaba y se reproducía y permitía
así que las mentiras del mundo siguieran funcionando (…) Me volví una mujer
pegada a una radio. Me volví la obsesiva que revisaba de punta a canto todos
los periódicos en el puesto de la esquina de su casa”.
Sin embargo, desde su posición de testigo, la memoria
tampoco es refugio y así reflexiona: “No es cierto que la memoria sea un lugar
seguro. Ahí también las cosas se desfiguran y se pierden. Ahí también
terminamos alejándonos de la gente que más amamos”.
En un momento de la novela, Monika comenta para sí misma
como un espejo brutal: “Detestas los tiempos de espera, te devuelven a lugares
en los que prefieres no estar, a las vidas alternativas que no llevaste”.
Rodrigo Hasbún sabe lo que duelen los caminos no tomados y
cómo afectan el presente más de lo que se cree. Para explorar eso está la
literatura, tal vez. La buena, claro. La de Hasbún.
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