sábado, 16 de mayo de 2015

Libros

La última novela de Homero Carvalho

Una aguda crítica a la antología de poesía boliviana que el autor beniano preparó para Visor.



Andrés Ajens 

En su novela La ciudad de los inmortales (2005), Homero Carvalho se demora en evocar la “Isla de la Poesía”, que, según afirma uno de sus personajes, fuera descubierta por Hernando de Magallanes en la Tierra del Fuego -es decir, hoy por hoy, entre Argentina y Chile.
Por estos días Carvalho vuelve a novelar poesía en un libro impresionante que, presentándose bajo la apariencia de una antología de poesía, enhebra otra sabrosa fábula de la susodicha isla, pero esta vez nacionalizada, “en” Bolivia (al comienzo del libro, el narrador habrá confesado una irrebatible “insularidad” característica de una cierta incierta Bolivia, con lo cual, por alegoría, la isla de la poesía y Bolivia no serían sino una y misma cosa).  
Que una novela se presente bajo la forma de antología, no habrá de sorprender: novelas en forma de intercambio epistolar, o de otras variantes formales más o menos desconcertantes, hay no pocas, y no pocas muy interesantes.
La última novela de Homero Carvalho tiene más de un nombre, inscribiéndose de entrada en lo que el narrador llamará luego dual “complementariedad” del “imaginario andino” (aunque más adelante el mismo narrador fustiga al susodicho imaginario, por su supuesta adicción al “fanatismo”).
Dos títulos y dos subtítulos: “Antología. La poesía del siglo XX en Bolivia”, de una parte. De otra: “Poesía boliviana. Donde la nieve y los ríos son míticos” (esto último viene también con un sub-subtítulo que reza: “Antología esencial”).
Entre la poesía escrita en Bolivia en el siglo XX (independiente, incluso, de la nacionalidad del escritor o escritora, lo que importaría ahí es que tal poesía haya sido escrita en Bolivia en el curso del siglo XX) y la “poesía boliviana” sin más (donde esta y sobre todo lo “esencial” que se le adscribe queda como un rematado enigma). Así, la dual asimetría entre la “antología” y la “poesía boliviana” fuera cuestión medular y no simple anécdota de la trama.
La trama se reparte en tres partes o momentos. El primero se presenta bajo la forma de un prólogo donde un narrador introduce tanto la “antología” como la “poesía boliviana” esencial. El segundo momento viene dado por una suerte de “canon” de la poesía boliviana del siglo XX (con pasajes de autores “consagrados”, mayormente fallecidos). El tercer momento y final es una suerte de epílogo donde el narrador presenta una “proyección” novelada del susodicho canon, es decir, una ficción de la poesía boliviana de fines del siglo XX y de comienzos del siglo XXI (donde lo boliviano en poesía viene ahí a ser enmarcado estado-nacionalmente, cuestión naturalizada y jamás interrogada en la novela).
El “prólogo” es una verdadera pieza de antología. El narrador se presenta no como alguien que sabe de literatura (boliviana, para el caso) sino como un simple lector: “yo me precio de ser lector … de la poesía de mi país”.
Y, claro, no estamos ante cualquier lector. El narrador-lector se identifica también como poeta indígena (del pueblo) movima, cuya lengua -según dicen los que dicen que saben- pertenece por ahora a la (no) familia lingüística de las “aisladas”. ¿La Isla de la Poesía? En cualquier caso, el narrador-lector-poeta-indígena se hace depositario de un “encargo” descomunal de una real editorial española, y simula irse de tesis sobre la poesía de su país a fin de cumplir su “ineludible” patriótico deber: “difundir la obra de nuestros poetas por el mundo de habla hispana” (la exclusividad del “habla hispana”, con todo, será luego felizmente desmentida).
Entre las múltiples tesis que plantea el narrador sobre “nuestra poesía”, un par de ejemplos. El narrador-lector-de-la-poesía-de-su-país postula, de un lado, una oposición esencial entre la poesía europea y la poesía boliviana y, más ampliamente, latinoamericana. Mientras la poesía europea sería de parte a parte “filosófica” y “abstracta”, la poesía boliviana sería “vital” y “real” (desentendiéndose tal vez algo apresuradamente del conocido dictum saenzeano: “vida y muerte son una y misma cosa”).
Afirma el narrador: “Si algo percibimos de los poetas de Europa… es que su poética es filosófica. Los ríos para ellos son pensamiento, abstracción. En cambio para los nuestros… el río es la vida misma, real y cotidiana…”.
Otra fabulosa tesis del narrador: aquella que sostiene que poetas y lectores paceños tienden a ser más idólatras y fanáticos que los cruceños: “En poesía… existen fanáticos que adoran a sus ídolos… En Bolivia, este extremo solo se da en la ciudad de La Paz… Los poetas y lectores cruceños son más democráticos… nunca las asumen [sus preferencias literarias] con fanatismo”.
Relanzando el proverbial tinku entre “Oriente” y “Occidente” como recurso narrativo recurrente, el narrador confirma tanto su filiación andina (que organiza de entrada el libro) como su móvil (o acuosa) identificación movima.
El segundo momento del libro está dedicado a los grandes poetas muertos o ídolos consagrados de la poesía escrita en Bolivia (los 13 de la fama son aquí al menos 14 o 15: Zamudio, Jaimes Freyre, Borda, Tamayo, Reynolds, Guerra, Otero Reiche, Cerruto, Saenz, Churata, Camargo, Wiethüchter, Urzagasti, etc.), el narrador, aunque estructuralmente capturado por el dualismo complementario andino, no deja de darse a la dura tarea de ir al rescate de perdidos poetas amazónicos para intentar equilibrar a los contrincantes de tal poético tinku. Tarea de cierto encomiable, tan mediolunezca como a ratos republicana. O, para decirlo en lengua movima: solopa:yy (“gracias”).
En cuanto a las “proyecciones”, epílogo del libro (el narrador reitera que su propósito habrá sido hablar “de la poesía boliviana del siglo XX y sus proyecciones”), brillan de modo inaudito: Nicomedes Suárez Araúz, Cé Mendizabal, Jorge Campero, Humberto Quino, Juan Carlos Orihuela, Clemente Mamani, Vilma Tapia, Jaime Taborga, Rodolfo Ortiz, Marcia Mogro, Juan Cristóbal MacLean, Rubén Vargas, Sergio Gareca y Jessica Freudenthal.
(Con lo cual, el narrador termina por equilibrar el tinku entre vivos/as y muertas/os). Pero la lista es no finita y habría que agregar desde ya a Eduardo Mitre, Pedro Shimoshe, Emma Villazón, Mónica Velázquez, Mauro Alwa, Benjamín Chávez, Marcelo Villena, Elvira Espejo y Claudia Pardo.
Que el narrador de esta ficción de Homero Carvalho sea su homónimo, sin identificarse sin más con él (con el autor o propietario del copyright, si se quiere), lo subrayan a las claras contraseñas diversas inscritas en distintos pasajes del libro.
Hay desde ya una serie de indicaciones “catastróficas” que (nos) avisan que Carvalho no puede ser sin más el narrador homónimo del libro: Carvalho jamás le hubiese llamado Estrellas segregadas al conocido poemario de Cerruto Estrella segregada, ni a Pirotecnia de Hilda Mundy jamás la hubiera llamado por su subtítulo: Ensayo miedoso de poesía ultraísta, y jamás le hubiera puesto como fecha de publicación el año 1937, etc.
Esos y otros erratones fueran demasiado visibles como para atribuírselos a un escritor de la trayectoria de Carvalho. De otro lado, a diferencia del narrador-lector homónimo, Carvalho jamás hubiera estropeado el quechua de los poemas de Elvira Espejo por desconocer sus más elementales marcas ortográficas (con toda seguridad Carvalho hubiera invitado como co-editor/a a un/a hablante/lector/a de dicha lengua; lo contrario fuera simple paternalismo q’ara, o movima colonizado absolutamente).
Pero. La prueba irresistible de que Carvalho no debe ni puede ser identificado absolutamente con el homónimo narrador de su más reciente novela está en que el susodicho narrador, a diferencia de Carvalho (la “persona”, “vital” y “real” si se quiere), es profundamente mezquino consigo mismo, al punto de incluirse él (el narrador) en la ficción de tal poética antología.
¿O a fin de cuentas el narrador no se incluyera a sí mismo sino a otro/a, al escritor y presidente de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia por caso, Homero Carvalho Oliva? (La hipótesis complementaria de un narrador masivamente ventrílocuo no ha de descartarse; por momentos -véase por caso la nota de presentación sobre Mónica Velázquez- la operación del narrador está literalmente habitada por la palabra de un escritor con una calculadora en la mano diestra y un terror infanticida ante la oscuridad y la incertidumbre en la siniestra).
La última novela de Homero Carvalho, en apretada síntesis sin síntesis: ¡de antología!


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