sábado, 16 de mayo de 2015

Parhelio

[¿Alguien dijo bizarre?]

El efecto bizarre, que no bizarro. De eso y Benjamin, y Lacan y hasta Góngora… Y claro, Velásquez y Witkin.

Las Meninas (Autorretrato según Velázquez) (1987), de
Joel Peter Witkin.
Gelatinobromuro sobre papel.

Rodolfo Ortiz

Zenón cerraba el puño de su mano derecha para mostrar el dominio del sabio sobre las cosas. Comprehensio, decía, mientras acercaba la mano izquierda para cerrarla sobre la otra. No por nada Zenón se convirtió en un “sabio” precursor de aporías, las conocidas y revisitadas “aporías eleáticas” que tanto Lezama como Borges irían a reutilizar en exceso.
La proliferación del barroco hasta hoy llegaría a asumir ese gesto de captura de lo real que en última instancia se transforma en un mecanismo de encubrimiento. Ese mecanismo, sin embargo, sólo es posible si no dejamos que esa mano, la izquierda, se cierre por completo. La aletheia para Zenón o la prudencia mundana del cortesano intrigante, según nombró Benjamin al ingenio barroco, son el arte de la mano que se abre, de los dedos apenas extendidos que dejan entrever no ya una inocente inquietud sino una segunda voluntad de dominio, precisamente la del encubrimiento. Lo interesante de este mecanismo de inocencia y artificio simulados, es que durante el surgimiento del arte barroco como forma cultural la paradoja y la intriga que empiezan a operar en sus gestos no son otra cosa que una técnica de manipulación y la conciencia crítica de la finitud de ese poder.

La prudencia regulativa en las Soledades de Góngora es un ejemplo de esta tendencia hacia el ocultamiento como forma de dominio. Una prudencia regulativa como tendencia a la indeterminación semántica. Gracián, por su parte, también habría de conjeturar que una mano plegada sobre la otra configura no solo un arte de la sutileza y la seducción, sino también una “ponderación misteriosa” que opera en el trabajo de la escritura.

El barroco, pulsado así, no deja de ser un instrumento encaminado al engaño del rival, del despiste y la desconexión. De la aporía como exceso negativo hacia el sentido. Si el barroco concentra una fuerte carga unitiva que define un tipo de lector fuera del vulgo, el hiatus que se abre entre el carácter regulativo y lo contingente prefigura una zona que oscila entre una poética de la dificultad gongorina y una poética bizarre pensada como un nuevo entrelazamiento que establece el lenguaje con el vacío que lo sostiene. 

El barroco, entonces, podría ser repensado menos como un artificio de placer, que como un hiatus irrationalis, para usar los términos que Lacan plasmó como título de un impar soneto que escribió a sus 28 años. Un hiatus problematizaría nuestra relación con el lenguaje y, junto a él, relevaría los excesos que surgen de su regulación. En tal sentido, la invención barroca transporta en contracara una modalidad de fisura que permitiría repensarlo (desde sus orígenes seculares) a partir de una nueva forma de entender ese “cascarón que encubre lo oscuro” que Góngora había planteado como base de su poética de la dificultad.

Existe un recorrido fascinante a propósito de la polémica gongorina sobre las Soledades, un debate intrincado que se articula luego al concepto de “ponderación misteriosa” insinuado arriba y que Walter Benjamin retoma de la Agudeza y arte de ingenio (1648 [1642]) y el Oráculo Manual y arte de prudencia (1648) de Baltazar Gracián. Sería difícil desglosar aquí los pormenores de esta “trompa bélica” del lenguaje barroco, propongo, sin embargo, escuchar el eco explosivo que el título de estas notas comienza a insinuar. ¿Alguien dijo bizarre?

Cualquier desvío atenta el provecho de significados fijos. Así comenzó Góngora y por lo mismo fue acusado de haber alcanzado un “ramalazo de la desdicha de Babel”, y así también lo sugirió Gracián en su Oráculo, quien al no tener “significados fijos” simuló al menos encerrar “fondos” vedados a la mirada del lector, una mano que cree comprender lo que la otra cree capturar y dominar, si retomamos a Zenón. Lo interesante es que Gracián tematiza las operaciones literarias bajo la forma de consejos prácticos y políticos. Pero allí donde el consejo llega a proponer la idea de “prudencia”, como en el aforismo 56 donde se escucha “…en los conceptos, sutileza; en las obras, cordura”, allí Lacan abre un hiatus donde escuchamos la inadecuación y deformación entre pensamiento y realidad.

Se sabe que Lacan fue presentado como el Góngora del psicoanálisis, así como Góngora fue bautizado por sus defensores como el Mahoma de la poesía española. Lacan, en este sentido, fue sensible a la celebración del barroco, pero también lo fue frente al proceso de inadecuación que esta estética secular zanjaba entre el decir y lo dicho. Fue Fichte quien notó la existencia de un hiatus irrationalis. Llegó a conjeturar que el conocimiento histórico sería posible solo si lográsemos alguna conexión con esa fisura. Y es aquí donde hiatus y bizarre se abrochan para reimpulsar el artificio barroco como una inventiva de la siempre fallida naturaleza.

La palabra bizarre, que no habría que confundir con “bizarro”, florece en la abertura que quebranta una antigua conexión y libera un saber. Si intentamos una definición de este término usando un diccionario, por ejemplo, caeríamos de hecho en un gesto antibizarre, pues esta palabra incluso al pronunciarla es en sí misma bizarre, es decir, autónoma, como el Illimani, y por esto mismo, bizarre, sugiere un sentido siempre del lado de lo impar, de lo odd. Pienso en el cuento de Poe, “The Angel of the Odd”, que Cansinos-Assens tradujo como “El ángel de lo grotesco”. En este cuento el narrador introduce al personaje del ángel como alguien portador de un acento en el habla que durante sus intervenciones e interferencias llegaba a configurar precisamente un gesto bizarre. Poe, ese “oscuro ángel de la zona increíble” según Suárez Figueroa, hace hablar a un ángel en un espantoso acento alemán que representa el espacio de una práctica del habla perturbadora y trastocada. Un claro precursor de las peregrinaciones de Gombrowicz en la Argentina, sin duda, pues lo bizarre se engancha a un modo de la interpretación, a un modo particular del habla que interrumpe el sentido y desfamiliariza la lengua causando merecidamente imparidad.

Algo torna en bizarre cuando algún orden diverge del sentido común y se desestabiliza. Diría a favor de las reflexiones de Foucault, que un diccionario es lo menos bizarre que hay, aunque sería mejor matizar, cierto uso habitual que se hace del mismo. Una práctica bizarre se define por su anomalía, su irregularidad, su discapacidad. De allí la fascinación que nos habita por los lenguajes mutilados, tartamudos, traslapados que celebran siempre las fisuras del mundo. El genial fotógrafo neoyorquino Joel Peter Witkin elabora una réplica bizarre del cuadro barroco de Velásquez precisamente para perturbar, entre otras cosas, la categoría social de disability que los angloamericanos utilizan para domesticar aquello que llaman “impedimentos [impairment] físicos y mentales” de sus habitantes. En Las Meninas (1987) de Witkin el efecto bizarre irradia, en todo caso, no en un encubrimiento si no en el mecanismo que pone a funcionar lo real. Aquello que operó en el barroco como fundamento o “doctrina exquisita” debajo del vestido, aquí es un espacio hueco conformado por un cuerpo, el de una Menina “discapacitada”, a quien no se le han desaparecido mágicamente las extremidades inferiores, sino que las expone en su faz de “par de piernas mutiladas” encima de aquello que malamente la cubre. Si Góngora celebró el vestido de un serafín (a mi serafín vestido/ hallé de un azul turquí/ que no se viste de menos/ que de cielo un serafín), aquí Lacan celebraría el “demonio pensante” de lo que carece de fundamento. Y esto será esbozo, sonetos mediante, de posteriores lucubraciones.

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