[¿Alguien dijo bizarre?]
El efecto bizarre, que no bizarro. De eso y Benjamin, y Lacan y hasta Góngora… Y claro, Velásquez y Witkin.
Las Meninas (Autorretrato según Velázquez) (1987), de Joel Peter Witkin. Gelatinobromuro sobre papel. |
Rodolfo Ortiz
Zenón cerraba el puño de su mano derecha para
mostrar el dominio del sabio sobre las cosas. Comprehensio, decía, mientras acercaba la mano izquierda para
cerrarla sobre la otra. No por nada Zenón se convirtió en un “sabio” precursor
de aporías, las conocidas y revisitadas “aporías eleáticas” que tanto Lezama
como Borges irían a reutilizar en exceso.
La proliferación del barroco hasta hoy llegaría a
asumir ese gesto de captura de lo real que en última instancia se transforma en
un mecanismo de encubrimiento. Ese mecanismo, sin embargo, sólo es posible si
no dejamos que esa mano, la izquierda, se cierre por completo. La aletheia para Zenón o la prudencia
mundana del cortesano intrigante, según nombró Benjamin al ingenio barroco, son
el arte de la mano que se abre, de los dedos apenas extendidos que dejan
entrever no ya una inocente inquietud sino una segunda voluntad de dominio,
precisamente la del encubrimiento. Lo interesante de este mecanismo de
inocencia y artificio simulados, es que durante el surgimiento del arte barroco
como forma cultural la paradoja y la intriga que empiezan a operar en sus
gestos no son otra cosa que una técnica de manipulación y la conciencia crítica
de la finitud de ese poder.
La prudencia regulativa en las Soledades de Góngora es un ejemplo de esta tendencia hacia el
ocultamiento como forma de dominio. Una prudencia regulativa como tendencia a
la indeterminación semántica. Gracián, por su parte, también habría de
conjeturar que una mano plegada sobre la otra configura no solo un arte de la
sutileza y la seducción, sino también una “ponderación misteriosa” que opera en
el trabajo de la escritura.
El barroco, pulsado así, no deja de ser un
instrumento encaminado al engaño del rival, del despiste y la desconexión. De
la aporía como exceso negativo hacia el sentido. Si el barroco concentra una
fuerte carga unitiva que define un tipo de lector fuera del vulgo, el hiatus que se abre entre el carácter
regulativo y lo contingente prefigura una zona que oscila entre una poética de
la dificultad gongorina y una poética bizarre
pensada como un nuevo entrelazamiento que establece el lenguaje con el vacío
que lo sostiene.
El barroco, entonces, podría ser repensado menos como
un artificio de placer, que como un hiatus
irrationalis, para usar los términos que Lacan plasmó como título de un
impar soneto que escribió a sus 28 años. Un hiatus
problematizaría nuestra relación con el lenguaje y, junto a él, relevaría los
excesos que surgen de su regulación. En tal sentido, la invención barroca
transporta en contracara una modalidad de fisura que permitiría repensarlo (desde
sus orígenes seculares) a partir de una nueva forma de entender ese “cascarón
que encubre lo oscuro” que Góngora había planteado como base de su poética de
la dificultad.
Existe un recorrido fascinante a propósito de la
polémica gongorina sobre las Soledades,
un debate intrincado que se articula luego al concepto de “ponderación
misteriosa” insinuado arriba y que Walter Benjamin retoma de la Agudeza y arte de ingenio (1648 [1642])
y el Oráculo Manual y arte de prudencia
(1648) de Baltazar Gracián. Sería difícil desglosar aquí los pormenores de esta
“trompa bélica” del lenguaje barroco, propongo, sin embargo, escuchar el eco
explosivo que el título de estas notas comienza a insinuar. ¿Alguien
dijo bizarre?
Cualquier desvío atenta el provecho de significados
fijos. Así comenzó Góngora y por lo mismo fue acusado de haber alcanzado un “ramalazo
de la desdicha de Babel”, y así también lo sugirió Gracián en su Oráculo, quien al no tener “significados
fijos” simuló al menos encerrar “fondos” vedados a la mirada del lector, una mano
que cree comprender lo que la otra cree capturar y dominar, si retomamos a
Zenón. Lo interesante es que Gracián tematiza las operaciones literarias bajo
la forma de consejos prácticos y políticos. Pero allí donde el consejo llega a
proponer la idea de “prudencia”, como en el aforismo 56 donde se escucha “…en los conceptos, sutileza; en las obras, cordura”, allí Lacan abre
un hiatus donde escuchamos la
inadecuación y deformación entre pensamiento y realidad.
Se sabe que Lacan fue presentado como el Góngora del
psicoanálisis, así como Góngora fue bautizado por sus defensores como el Mahoma
de la poesía española. Lacan, en este sentido, fue sensible a la celebración
del barroco, pero también lo fue frente al proceso de inadecuación que esta
estética secular zanjaba entre el decir y lo dicho. Fue Fichte quien notó la
existencia de un hiatus irrationalis.
Llegó a conjeturar que el conocimiento histórico sería posible solo si
lográsemos alguna conexión con esa fisura. Y es aquí donde hiatus y bizarre se
abrochan para reimpulsar el artificio barroco como una inventiva de la siempre
fallida naturaleza.
La palabra bizarre,
que no habría que confundir con “bizarro”, florece en la abertura que quebranta
una antigua conexión y libera un saber. Si intentamos una definición de este
término usando un diccionario, por ejemplo, caeríamos de hecho en un gesto antibizarre, pues esta palabra incluso al
pronunciarla es en sí misma bizarre,
es decir, autónoma, como el Illimani, y por esto mismo, bizarre, sugiere un sentido siempre del lado de lo impar, de lo odd. Pienso en el cuento de Poe, “The
Angel of the Odd”, que Cansinos-Assens tradujo como “El ángel de lo grotesco”.
En este cuento el narrador introduce al personaje del ángel como alguien
portador de un acento en el habla que durante sus intervenciones e
interferencias llegaba a configurar precisamente un gesto bizarre. Poe, ese “oscuro ángel de la zona increíble” según Suárez
Figueroa, hace hablar a un ángel en un espantoso acento alemán que representa
el espacio de una práctica del habla perturbadora y trastocada. Un claro
precursor de las peregrinaciones de Gombrowicz en la Argentina, sin duda, pues lo
bizarre se engancha a un modo de la
interpretación, a un modo particular del habla que interrumpe el sentido y
desfamiliariza la lengua causando merecidamente imparidad.
Algo torna en bizarre
cuando algún orden diverge del sentido común y se desestabiliza. Diría a favor
de las reflexiones de Foucault, que un diccionario es lo menos bizarre que hay, aunque sería mejor
matizar, cierto uso habitual que se hace del mismo. Una práctica bizarre se define por su anomalía, su
irregularidad, su discapacidad. De allí la fascinación que nos habita por los
lenguajes mutilados, tartamudos, traslapados que celebran siempre las fisuras
del mundo. El genial fotógrafo neoyorquino Joel Peter Witkin elabora una
réplica bizarre del cuadro barroco de
Velásquez precisamente para perturbar, entre otras cosas, la categoría social de
disability que los angloamericanos
utilizan para domesticar aquello que llaman “impedimentos [impairment] físicos y mentales” de sus habitantes. En Las Meninas (1987) de Witkin el efecto bizarre irradia, en todo caso, no en un
encubrimiento si no en el mecanismo que pone a funcionar lo real. Aquello que operó
en el barroco como fundamento o “doctrina exquisita” debajo del vestido, aquí
es un espacio hueco conformado por un cuerpo, el de una Menina “discapacitada”,
a quien no se le han desaparecido mágicamente las extremidades inferiores, sino
que las expone en su faz de “par de piernas mutiladas” encima de aquello que
malamente la cubre. Si Góngora celebró el vestido de un serafín (a mi serafín vestido/ hallé de un azul
turquí/ que no se viste de menos/ que de cielo un serafín), aquí Lacan
celebraría el “demonio pensante” de lo que carece de fundamento. Y esto será
esbozo, sonetos mediante, de posteriores lucubraciones.
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