Rizomas y monstruos
Una minuciosa y profunda lectura de dos cuentos de Rizoma, el libro del peruano Carlos Yushimito que la editorial paceña La Perra Gráfica lanzará en las siguientes semanas.
Sebastián
Antezana
El
que podamos leer en el país un libro de Carlos Yushimito, y el que una
editorial nacional se anime a publicarlo, son una misma feliz noticia que viene
a seguir iluminando este buen primer semestre literario de 2015.
Rizoma es el título
con el que La Perra Gráfica (que ya antes publicó a Mario Bellatin) ha bautizado
este breve e ilustrado conjunto de cuentos, tres en total, que se publicaron
originalmente en otros libros del autor peruano: Rizoma y Los bosques tienen
sus propias puertas en Los bosques
tienen sus propias puertas (Peisa, 2013), y Los que esperan en Lecciones
para un niño que llega tarde (Duomo, 2011).
Estos
tres relatos de relativamente largo aliento -alrededor de 30 páginas cada uno
en esta edición- forman un pantallazo fugaz aunque elocuente de la obra de uno
de los autores latinoamericanos destacados de estos años.
Como
toda antología, incluso si breve, Rizoma
es desigual -en una opinión rápida diría que el cuento cronológicamente más
antiguo, Los que esperan, es el mejor
resuelto del conjunto, seguido de cerca por Rizoma-
pero, por las voces narrativas que propone y el alcance estético de su prosa,
que funciona a veces mediante una serie de pequeños estallidos que descolocan
al lector y le impiden la quietud, y otras, muchas, como un proceso de hipnosis
que lo sumerge en una realidad compuesta por múltiples capas que atraviesa
ensoñado, se concreta como un buen libro, escrito no en pocas instancias con
maestría y un dominio del lenguaje notable, y como una experiencia lectora en
definitiva recomendable.
En
Rizoma, Yushimito se vale de una
escritura envolvente y rica, abundante en alegorías/metáforas/comparaciones/símiles
que funcionan por debajo de la literalidad explícita y recuerdan, más bien, la
búsqueda constante de algo que yace en los niveles subterráneos de la
referencialidad.
Así,
la consecución de lo que se llama un “estilo”, una particular manera de decir el
mundo, de verlo y pensarlo, en Yushimito no se restringe a la experiencia
formal sino que, aunque a veces resulte desconcertante, tiende a concretarse
casi en una ética, una postura ante la escritura como sistema de
significaciones que quiere, al mismo tiempo, provocarla, ensancharla
constantemente, pero sin llegar a quebrarla ni ponerla en crisis.
Quiero
detenerme en el primero de los cuentos del volumen, Rizoma, uno de los dos mejores del libro y el que le da título. Es
un relato que se presenta como una construcción deformada -casi a la manera del
esperpento de Valle Inclán- de la situación gastronómica peruana contemporánea,
o como un desplazamiento de la misma llevado a un extremo distópico.
Desde
la perspectiva de un crítico que trabaja para una prestigiosa revista
gastronómica, asistimos a un desopilante paseo por la culinaria limeña y a una
reconstrucción de algunos temas que en el Perú de hoy parecen haber devenido en
dogma y que en el cuento se concretan en la aparición de una raza mutante de cinocéfalos,
hombres perro, caníbales portadores de un gen epidémico que lo consumen todo,
incluido el propio país, en busca de saciar un hambre insaciable.
La
distancia crítica respecto al referente, en este relato casi fantástico, es
clara: la gastronomía se presenta como la sublimación de la pesadilla cívica,
no la postergación de la sociedad sino su descomposición absoluta -una curiosa
forma de anarquismo capitalista basado en la gastrocanibalia (el consumo de las
propias reservas: “La evolución es, a fin de cuentas, un proceso selectivo de
carácter gastronómico. Los más fuertes comen. Y los más débiles son comidos”)-
que conduce a la descomposición de los discursos oficiales de la política y la
cultura, aquí vueltas sobre sí mismas, comidas y procesadas.
Por
otra parte, se trata de una pesadilla especulativa que tiene una clara genealogía
y que no es en absoluto -si uno sigue las crónicas de la Conquista y la Colonia
como manuales de usuario- ajena a la realidad latinoamericana precolombina ni,
por otra parte, a la peruana actual, en la que el único estomago insaciable es
el del Mercado disfrazado de pulsión nacionalista -aunque, en realidad, no
necesita disfrazarse porque el Mercado es, desde ya, una de las formas más
exitosas de los nacionalismos.
¿Qué
más? Pues está el título, rizoma, el deleuziano gesto de reconocimiento de la
inexistencia de un centro de poder/control/economía/gastronomía y, en lugar de
ello, la aceptación de un sistema diseñado como una red -de restaurantes y
críticos- de la que nadie puede escapar porque no tiene ningún centro, porque
incluso los espacios de resistencia están cooptados, porque el tejido que nos
engloba a todos asume que hay movimientos contrarios a él y, por lo tanto, los
abraza de antemano, los entiende y los tolera, anulándolos.
Frente
a este panorama hay, lo hemos comprobado, dos impulsos que sirven como respuesta,
el utópico y el distópico. Contra el primero, el ideal utópico vulnerable a la
dogmatización, contra la teoría revolucionaria que inevitablemente usa las
técnicas y herramientas del sistema actual para tratar de producir en vano una
transformación verdadera, el discurso distópico promueve voces que se le oponen
y, así, generan maneras de mantenerlo viable.
Rizoma se enmarca,
creo, dentro de esta línea, y ayudado por un humor notable logra conformar un
texto realmente destacado, un desplazamiento distópico que sin embargo genera
en nosotros, lectores, gracias a su capacidad narrativa, la sensación de una feliz
apertura.
Por
otra parte, el último de los cuentos del libro, Los que esperan, es otro acierto, incluso mayor que el anterior. En
breve, es la historia de un final del mundo, un escenario esta vez no distópico
sino apocalíptico en el que un periodista que trabaja en un diario cada vez más
dado a la crónica roja se dedica a buscar y escribir historias sobre monstruos,
personas que sufren alguna mutación (cuatro brazos, espina dorsal exagerada,
aletas en los pies, etc.) y que pasan a ser exponentes del catálogo de freaks del periódico y que, para el
público que los consume, son -para parafrasear a otro buen escritor- señales
que preceden el fin del mundo o, por lo menos, síntomas que señalan la
inminencia de escenarios catastróficos.
En
el relato, la sistemática afición etimológica que asoma la cabeza varias veces entre
las páginas es equivalente a la “monstruología”, una afición por desentrañar el
origen de los monstruos contemporáneos -“todos los días hay cuerpos que exceden
sus proporciones, cuerpos que adolecen de una fracción de normalidad o de
exactitud, cuerpos que se desvían y mutan, que pierden sus modelos”-.
El
gesto, entonces, parece remitir a un origen común del lenguaje y la deformidad
corporal -“hasta el siglo XVII se había pensado que los seres deformes, nacidos
del vientre humano, mostraban a menudo algo. Que no solo eran juegos de la
naturaleza, como Aristóteles creía, sino también signos que podían leerse,
interpretarse, propagarse”-que pone de manifiesto una pregunta, en el texto
sugerida: ¿Es, acaso, cada desplazamiento de lenguaje, un producto monstruoso?
¿Es la literatura, efecto particular del lenguaje, gesto ficcional, un discurso
bestial?
En
este escenario donde la monstruosidad parece ser regla y la normalidad la
excepción, Yushimito ofrece un fin del mundo a mitades desconcertante y entrañable,
que nos deja con varias preguntas y también algunas certezas.
Entre
ellas, la que indica que este librito -cuyo segundo cuento, Los bosques tienen sus propias puertas,
dejo aquí sin comentar para delegarle la amable tarea al lector- es una muestra
del talento y las intenciones narrativas de Yushimito, un escritor que,
afortunadamente, ya podemos conocer en el país y que es una bienvenida buena
noticia.
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