domingo, 31 de mayo de 2015

Patio interior

Terruño e invención romántica


Antes de continuar con su repaso al romanticismo, con los grandes músicos del siglo XIX, el autor hace un pequeño salto al contexto del “Nuevo Mundo” y su veloz modernización.



Juan Cristóbal Mac Lean E.

En recuerdo de Rubén Vargas


Hay como un ruido de fondo que, inevitable y agazapado, nunca deja de amenazar estas páginas. Por ellas estuvieron pasando grandes figuras de Occidente, y varias de las últimas entregas atendían al fulgor del primer romanticismo alemán, de hace dos siglos.
Y el ruido de fondo al que nos referimos viene pues de esa vieja pregunta, siempre insinuada tras algún recodo, aficionada ella a interrogarse sobre las coordenadas históricas y geográficas de los textos, de su pertinencia en relación a lejanías y distancias, cortes y fracturas idiomáticas, cognitivas o de otra laya.
¿A qué le viene, puede plantearse, por ejemplo, eso de estar hable que te hable de Platón, de Kant, del romanticismo alemán, desde un tan remoto y pequeño punto de los Andes? Un tipo de respuesta, en la que por nada quisiéramos caer, consistiría en justificarse: al estar procurando indagar sobre la poesía, es casi obligado referirse a ciertos grandes jalones históricos por los que ella pasó, es imprescindible entender ciertas cosas -como el romanticismo-, hay que comprender lo que significó en su momento el surrealismo, la posición de Mallarmé, etc…
Si bien es cierta la casi obligatoriedad de muchas referencias y temas, sin embargo, el asunto no se agota en ello, pues es de mayor calado y concierne, directa o indirectamente, casi a una ontología del ser-de-lejos, de un ex Nuevo Mundo, o si quieren ya un pos Nuevo Mundo y del lugar que se ocupa, del no-lugar en que se está, junto a los juegos de identidades con sus cruces, reflejos, distorsiones y desvíos.
Pero este no es el momento ni quizá el lugar de intentar responder a cuestiones cuya vastedad excede al espacio al que, más o menos, procuramos atenernos. Más tarde replantearemos estas cuestiones, cuando lleguemos a las costas de la poesía latinoamericana y aun nacional.
De todas formas y antes de volver a lo nuestro, recordemos aún las líneas con las que Octavio Paz cierra El laberinto de la soledad: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.
Y ese libro, que sigue enormemente vigente, data de 1950. Ya tiene más de medio siglo. Se escribió antes de la llegada de Internet, antes de los smartphones y poco antes de que se desate el furor de la arrasadora globalización actual.
Si en 1950 ya le parecía a Paz (y no trataremos de retrazar aquí cómo establece tal conclusión) que los latinoamericanos habíamos llegado a ser, por primera vez, contemporáneos de todos los hombres ¿qué diría ahora ante la rápida reconfiguración de geografías y de historias que hoy se entrelazan siguiendo tan nuevas turbulencias y vectores?
En todo caso, ese hecho que vislumbraba Paz se ve hoy potencializado, sin cesar reactualizado, hasta a un punto en que, sin que centros y periferias se confundan del todo, hay de pronto una omni-ubicuidad en que se desleen de otra forma identidades y fronteras, pertenencias y raíces. Cualquiera, desde su computadora, puede conectarse con cualquier otra persona o lugar del globo, en un instante.
Entre los efectos de una situación así está también el hecho de que el legado que hace una determinada forma espiritual, un determinado arte a lo humano, de pronto se universaliza mucho más o, diciéndolo muy contradictoriamente: se da una universalización íntima, o íntima universalización y así por ejemplo cuando, ya se trate del romanticismo alemán, de una estatua hindú del siglo XII o una precolombina flecha de obsidiana mexicana, ocurre que el sólo hecho de ser hombre, no importa de dónde, ya me hace automáticamente legatario de todo eso -y también de los tesoros enterrados al fondo de los mares.
Ese es un sentido al mismo tiempo muy terrible y muy hermoso de la globalización extrema. Pero, usando ese mismo impulso, o su reverso, también debiéramos decir entonces que uno es, igualmente, el deudo, el deudor de todos los muertos y las víctimas: los indígenas acribillados, los judíos asesinados en los campos, los muertos en prisión (para lo que nos concierne, se trata del imperativo ético de estar del lado de las existencias encarceladas en Cuba, en Venezuela -y nunca del lado de los encarceladores). Que, de no ser así, tampoco nadie tendría derecho a ser legatario de nada, tal como lo planteábamos.
Todos esos razonamientos, sin embargo, aún tienen un pie en lo justificatorio al encarar la pregunta sobre los modos de pertinencia, habíamos dicho, respecto al hecho de andar escribiendo, encima en el suplemento de un periódico, sobre Platón, Kant, Novalis, etc., estando en un perdido rincón sudamericano.
Sin bien argumentos como los expuestos ya debieran bastar, por una parte, por otra no es menos cierto que nunca nadie tenía por qué esperar a la explosión demográfica y globalizadora actual para leer -con gran felicidad- textos como los que nos ocupan, en cualquier rincón del mundo. Con ello el péndulo, ya también, desdeña cualquier actitud justificativa y no se ciñe nada más que a la parte, digamos, de verdad o poesía, de cada o cualquier Obra.
Y a todo esto, ¿qué del romanticismo que nos ocupa, leído bajo tales luces? Pues precisamente es también, y en una medida nada desdeñable y paradójica, al romanticismo al que le debemos esa pulsión de universalidad desarraigada y su inesperada síntesis total o liquidación, hasta llegar a lo que hoy haríamos mejor en llamar cosmopolítica.
Y si bien es ante todo y primariamente a Kant de quien somos deudores de tal cosmopolítica, lo cierto es que ésta misma exigencia absoluta se reconoció primero, antes que en el campo de la historia y la acción, en el de la poesía y de las letras. Y ahí vino el rayo, absoluto, fatal y hasta entonces desconocido, proclamado por el romanticismo: que la vida misma, que el vivir mismo, se constituyan en poesía, ¡abreven de la poesía!
A todo esto, cualquier vínculo sagrado del habitar humano ya estaba en crisis. Y si se lanzaron, por decirlo así en masa -Holderlin a la cabeza- a ser de una buena vez aniquilados por los dioses o siquiera a sobrevivir como sus arruinados intérpretes, es porque sabían que ¡ya no había dioses!
Pero estaban aún tan presentes sus huellas pasadas. ¡Casi se las podía oler! Había que seguirlas. Y por ahí empezó a reactualizarse la tragedia inapelable en que vivimos de modos nuevos: la de la libertad individual como un absoluto.

Si bien hubiéramos querido cerrar aquí cuanto vimos e inicialmente nos interesaba del romanticismo, en los estrechos límites de nuestro proyecto, no podemos hacerlo, sin embargo, sin referirnos antes al prodigioso lugar que entonces tuvo la música. Beethoven, Schubert, Brahms, Schumann… De ellos y lo que hicieron tratará la siguiente entrega. 

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