Terruño e invención romántica
Antes de continuar con su repaso al romanticismo, con los grandes músicos del siglo XIX, el autor hace un pequeño salto al contexto del “Nuevo Mundo” y su veloz modernización.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
En recuerdo de Rubén Vargas
Hay
como un ruido de fondo que, inevitable y agazapado, nunca deja de amenazar
estas páginas. Por ellas estuvieron pasando grandes figuras de Occidente, y
varias de las últimas entregas atendían al fulgor del primer romanticismo
alemán, de hace dos siglos.
Y
el ruido de fondo al que nos referimos viene pues de esa vieja pregunta,
siempre insinuada tras algún recodo, aficionada ella a interrogarse sobre las
coordenadas históricas y geográficas de los textos, de su pertinencia en
relación a lejanías y distancias, cortes y fracturas idiomáticas, cognitivas o
de otra laya.
¿A
qué le viene, puede plantearse, por ejemplo, eso de estar hable que te hable de
Platón, de Kant, del romanticismo alemán, desde un tan remoto y pequeño punto
de los Andes? Un tipo de respuesta, en la que por nada quisiéramos caer,
consistiría en justificarse: al estar
procurando indagar sobre la poesía, es casi obligado referirse a ciertos
grandes jalones históricos por los que ella pasó, es imprescindible entender
ciertas cosas -como el romanticismo-, hay que comprender lo que significó en su
momento el surrealismo, la posición de Mallarmé, etc…
Si
bien es cierta la casi obligatoriedad de muchas referencias y temas, sin
embargo, el asunto no se agota en ello, pues es de mayor calado y concierne,
directa o indirectamente, casi a una ontología del ser-de-lejos, de un ex Nuevo
Mundo, o si quieren ya un pos Nuevo Mundo y del lugar que se ocupa, del
no-lugar en que se está, junto a los juegos de identidades con sus cruces,
reflejos, distorsiones y desvíos.
Pero
este no es el momento ni quizá el lugar de intentar responder a cuestiones cuya
vastedad excede al espacio al que, más o menos, procuramos atenernos. Más tarde
replantearemos estas cuestiones, cuando lleguemos a las costas de la poesía
latinoamericana y aun nacional.
De
todas formas y antes de volver a lo nuestro, recordemos aún las líneas con las
que Octavio Paz cierra El laberinto de la
soledad: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de
todos los hombres”.
Y
ese libro, que sigue enormemente vigente, data de 1950. Ya tiene más de medio
siglo. Se escribió antes de la llegada de Internet, antes de los smartphones y poco antes de que se
desate el furor de la arrasadora globalización actual.
Si
en 1950 ya le parecía a Paz (y no trataremos de retrazar aquí cómo establece
tal conclusión) que los latinoamericanos habíamos llegado a ser, por primera
vez, contemporáneos de todos los
hombres ¿qué diría ahora ante la rápida reconfiguración de geografías y de
historias que hoy se entrelazan siguiendo tan nuevas turbulencias y vectores?
En
todo caso, ese hecho que vislumbraba Paz se ve hoy potencializado, sin cesar
reactualizado, hasta a un punto en que, sin que centros y periferias se
confundan del todo, hay de pronto una omni-ubicuidad en que se desleen de otra
forma identidades y fronteras, pertenencias y raíces. Cualquiera, desde su
computadora, puede conectarse con cualquier otra persona o lugar del globo, en
un instante.
Entre
los efectos de una situación así está también el hecho de que el legado que hace una determinada forma
espiritual, un determinado arte a lo humano, de pronto se universaliza mucho
más o, diciéndolo muy contradictoriamente: se da una universalización íntima, o íntima
universalización y así por ejemplo cuando, ya se trate del romanticismo
alemán, de una estatua hindú del siglo XII o una precolombina flecha de
obsidiana mexicana, ocurre que el sólo hecho de ser hombre, no importa de
dónde, ya me hace automáticamente legatario
de todo eso -y también de los tesoros enterrados al fondo de los mares.
Ese es
un sentido al mismo tiempo muy terrible y muy hermoso de la globalización
extrema. Pero, usando ese mismo impulso, o su reverso, también debiéramos decir
entonces que uno es, igualmente, el deudo, el deudor de todos los muertos y las
víctimas: los indígenas acribillados, los judíos asesinados en los campos, los
muertos en prisión (para lo que nos concierne, se trata del imperativo ético de
estar del lado de las existencias encarceladas en Cuba, en Venezuela -y nunca
del lado de los encarceladores). Que, de no ser así, tampoco nadie tendría
derecho a ser legatario de nada, tal como lo planteábamos.
Todos
esos razonamientos, sin embargo, aún tienen un pie en lo justificatorio al
encarar la pregunta sobre los modos de pertinencia, habíamos dicho, respecto al
hecho de andar escribiendo, encima en el suplemento de un periódico, sobre
Platón, Kant, Novalis, etc., estando en un perdido rincón sudamericano.
Sin
bien argumentos como los expuestos ya debieran bastar, por una parte, por otra
no es menos cierto que nunca nadie tenía por qué esperar a la explosión
demográfica y globalizadora actual para leer -con gran felicidad- textos como
los que nos ocupan, en cualquier rincón del mundo. Con ello el péndulo, ya
también, desdeña cualquier actitud justificativa y no se ciñe nada más que a la
parte, digamos, de verdad o poesía, de cada o cualquier Obra.
Y
a todo esto, ¿qué del romanticismo que nos ocupa, leído bajo tales luces? Pues
precisamente es también, y en una medida nada desdeñable y paradójica, al
romanticismo al que le debemos esa pulsión de universalidad desarraigada y su
inesperada síntesis total o liquidación, hasta llegar a lo que hoy haríamos
mejor en llamar cosmopolítica.
Y
si bien es ante todo y primariamente a Kant de quien somos deudores de tal cosmopolítica, lo cierto es que ésta
misma exigencia absoluta se reconoció primero, antes que en el campo de la
historia y la acción, en el de la poesía y de las letras. Y ahí vino el rayo,
absoluto, fatal y hasta entonces desconocido, proclamado por el romanticismo:
que la vida misma, que el vivir mismo, se constituyan en poesía, ¡abreven de la
poesía!
A
todo esto, cualquier vínculo sagrado del habitar humano ya estaba en crisis. Y
si se lanzaron, por decirlo así en masa -Holderlin a la cabeza- a ser de una
buena vez aniquilados por los dioses o siquiera a sobrevivir como sus
arruinados intérpretes, es porque sabían que ¡ya no había dioses!
Pero
estaban aún tan presentes sus huellas pasadas. ¡Casi se las podía oler! Había
que seguirlas. Y por ahí empezó a reactualizarse la tragedia inapelable en que
vivimos de modos nuevos: la de la libertad
individual como un absoluto.
Si
bien hubiéramos querido cerrar aquí cuanto vimos e inicialmente nos interesaba
del romanticismo, en los estrechos límites de nuestro proyecto, no podemos
hacerlo, sin embargo, sin referirnos antes al prodigioso lugar que entonces
tuvo la música. Beethoven, Schubert, Brahms, Schumann… De ellos y lo que hicieron
tratará la siguiente entrega.
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