Liborio Justo, Horacio Quiroga y Bolivia
Extraños y poco conocidos lazos entre el genial escritor uruguayo y un singular revolucionario argentino que estuvo cautivado por Bolivia.
Lupe Cajías
El alias “Quebracho”
era famoso entre los revolucionarios bolivianos en los años 40 y hasta el final
decepcionante de la revolución nacionalista de 1952, que había comenzado
derrotando al Ejército regular e imponiendo las milicias obreras y campesinas,
y cayó en 1964 traicionada por las renovadas Fuerzas Armadas.
Liborio Justo
(1902-2003), era el hijo rebelde del militar y expresidente argentino Agustín
Justo y de Ana Bernal, a su vez descendiente de un general que había
participado en la famosa “campaña del desierto”.
Militó primero en el
Partido Comunista Argentino y desde los 30 adhirió al trotskismo; llegó a
Bolivia por sus relaciones con el Partido Obrero Revolucionario (POR) que
alcanzó protagonismo desde la Tesis de Pulacayo (1946) y el sangriento sexenio
(1946-1952). Acá escribió sobre la revolución boliviana, la lucha de los
mineros y de los obreros.
Justo tuvo una
relación semiclandestina con María Helena Bravo, la última esposa de Horario
Quiroga (1878-1937), el escritor uruguayo considerado “maldito” y hasta “loco”
por sus textos de literatura negra, de historias tenebrosas y con una biografía
que supera aún sus cuentos más deprimentes.
Bravo (1907-1989) era
una escolar, amiga de la hija de Horacio ya cincuentón, cuando se enamoró
perdidamente de él para seguirlo a los rincones más inhóspitos de las
provincias, enfrentando la obvia oposición familiar y el cerco social.
Quiroga estaba marcado
por la muerte y la locura desde su propio hogar, donde presenció el suicidio de
su padrastro y la decadencia familiar, y las historias que difundía estremecían
al mundo literario, aun cuando en el inicio del siglo XX, la influencia de los
llamados escritores malditos franceses y el modernismo había ya dejado atrás
anticuados moralismos y tabús.
El suicidio de su
primera esposa, Ana María Cirés, adolescente que se aventuró con él en la selva
con la idea de convertirse en agricultores (casi ermitaños) marcó al escritor
uruguayo con un dolor misterioso que se reflejó hasta en su figura esquelética,
desaliñada y barbuda.
Ella, deprimida por
los continuos arrebatos de cólera del marido, ingirió un ácido que la mantuvo
agonizante durante ocho días. Ni los alaridos en medio de la espesa arbolada
calmaron el duelo eterno de Quiroga. Su primer amor fue otra chiquilla, María
Esther Jurkowski, quien había inspirado algunos de sus primeros cuentos.
También se suicidó su
mejor amiga, Alfonsina Storni. Más tarde, se suicidaron sus hijos, la muchacha
Eglé (1938), y el joven Darío (1952), que crecieron igualmente manchados con
los entuertos de la madre envenenada y obligados por su padre a resistir solos
en la noche oscura del monte o frente a animales salvajes.
Helena no conocía ese
entorno oscuro cuando aceptó dejar su Buenos Aires natal para seguir a Horacio
en su segundo intento por sembrar la tierra y dominar la floresta en el tórrido
San Ignacio. El escritor había abandonado Montevideo cuando mató sin querer a
su mejor amigo.
Bravo conoció el
carácter duro de Quiroga, sus celos, sus broncas, sus silencios, pero amó
siempre su inventiva, su decisión de fabricar todos los muebles de la casa con
sus propias manos, incluso la cuna de la hija de ambos, de cultivar sus propios
alimentos y de criar animales para tener leche o queso, huevos, carne. Un poeta
que a la vez sabía de química y de máquinas, era fotógrafo y plomero.
En ese ambiente
apasionado y febril, llegó de visita el joven Liborio Justo a Misiones, quien
no tardó mucho en enamorarse de ella, la esposa del admirado escritor, aún
bella con sus sencillos vestidos campesinos, tostada por el sol y contagiada por
el hermetismo de su esposo. Al contrario del cuentista, Liborio era un hombre
alto, fornido, de cabellos engominados y seguro de sí mismo.
Para ella, la visita
fue un oasis entre tantos días solitarios y sintió un cosquilleo amoroso, más apropiado
a sus 20 años. Las charlas, las caminatas facilitaron los besos furtivos. Sin
embargo, ninguno se animó a enfrentar la dureza, la fama, o la fuerza
espiritual del escritor. De esos recorridos por la Argentina más profunda, el
joven Justo escribió ensayos y relatos.
Cuatro años después, se
encontraron en la esquina de Callao y Sarmiento en pleno centro bonaerense,
cuando ella consiguió un permiso de su marido para volver unos días a la
civilización.
María Helena seguía
fascinada por la figura limpia y educada de Liborio, tan distante del primitivo
Horacio, y no faltó la vanidad de sentirse admirada por el hijo del Presidente
de Argentina. Él ya estaba más involucrado en la política y había viajado tres
veces a Estados Unidos para reuniones con los grupos revolucionarios. En 1936
quedó grabado su grito: “muera el imperialismo yanqui” y fue detenido por
subversivo, cuando en pleno acto oficial el Presidente F.D. Roosevelt visitaba
a su padre en el Congreso.
La única de la familia
Justo que no consideraba a “Quebracho” una oveja negra era su abuela. Los
viajes por ciudades industriales y los encuentros con intelectuales comunistas
lo habían alejado definitivamente de la línea pro soviética y fomentó la
difusión del trotskismo con su revista Claridad.
Quiso unir a todos los partidos de la IV Internacional.
María Helena se sintió
tentada a pedir el divorcio y enamorar oficialmente con Justo, pero la asustó
la vida con un perseguido político, después de las duras jornadas a orillas del
caudaloso Yabebirí, y optó por buscar una vida “más normal y civilizada” junto
a su única hija.
Poco después murió
Horacio después de ingerir cianuro en el hospital donde le confirmaron que
padecía cáncer de próstata; tenía 58 años.
Pitoca, la última hija
que conoció Justo en Misiones, se arrojó desde el noveno piso de un hotel, a
sus 60 años, en 1988. La tragedia de la familia también la alcanzó. La única
que murió anciana y en hospital fue María Helena.
Liborio Justo adoptó
el alias “Quebracho” quizá recordando esos días en la selva y ese arbusto
símbolo de los abusos contra los trabajadores agrarios en el norte argentino.
También usó el pseudónimo literario de Lobodón Garra.
Entre sus muchas
obras- algunas llevadas al cine- “Quebracho” publicó: Bolivia, la revolución derrotada (Cochabamba, 1967), texto
actualmente difícil de encontrar, aunque conseguí un ejemplar en un estante
callejero de libros usados.
Calificó el proceso
boliviano como “primera revolución proletaria en América Latina”, pero no dudó
en subtitular su clásico ensayo político social como “raíz, proceso y autopsia”
de los 12 años de gobierno del MNR.
“Quebracho” comprendió
que los mineros bolivianos eran la vanguardia de la revolución continental por
sus orígenes aymaras, la prédica anarquista y su capacidad de combate. Por eso
este libro es considerado su estudio más completo.
Existen varias obras,
folletos y artículos de Liborio ubicados en la selva de Misiones y en el Alto
Paraguay, paisajes poco conocidos por los porteños, aunque también la Patagonia
estuvo en sus preocupaciones literarias y revolucionarias, a partir de sus
escenas más salvajes y desposeídas. Rechazó ser considerado un escritor y
renunció a formar parte de las academias o sociedades.
Como un reflejo del
misterio de la vida, para casarse huyó con una joven judía, Nina Dimenstein,
compañera de vida y madre de sus tres hijos, y muy diferente a las damas del
Jockey Club con las que estaba emparentada su familia.
Vivió todo el siglo y para muchos argentinos
fue una leyenda, símbolo de la rebeldía más auténtica y libertaria. Renunció a
su cuna cómoda para ser migrante con los expatriados, ballenero, ermitaño en
Entre Ríos, campesino, obrero, escritor, periodista. Aunque criticó con igual
dureza a escritores como Jorge Luis Borges o a la Unión Soviética, no fue un
hombre de enemigos pues la autenticidad y austeridad de su vida cotidiana lo
hacía invencible.
En Bolivia, solo los últimos proletarios
ilustrados recuerdan a “Quebracho” y aún algún combatiente contra la dictadura
de René Barrientos tiene imágenes del guapo argentino que defendió a los
mineros en 1965. Lo demás es olvido.
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