sábado, 16 de mayo de 2015

ALTIplaneando

Aysa


Una crónica testimonial que da paso a una terrible y reveladora experiencia vicaria.

 
Fotografía de Jean Claude Wicky.
Edwin Guzmán Ortiz

Al minero Isaac Negreti Mamani, que estuvo atrapado dos
días y una noche al interior de la mina Siglo XX, en Potosí.


Nivel 450. Un haz de galerías laberínticas se adentra en la profundidad de la tierra, junto a las formas, es el olor y el sonido lo que prefiguran el recorrido. Un haz de luz ritmada por el paso hace posible que la avidez del ojo asuma el rumbo certero. Charcos de copajira, gotas luminosas pendientes de una comba rocosa, el tojo amenazante y las paredes de la galería trazando un itinerario circular.
Caminar solo en la mina, es otra forma de soledad. Caminar es caminarse, uno también es minero de sí mismo. Discurrir sigilosamente hacia el pique es discurrir por los propios pensamientos: los amigos, el matrimonio del sábado, la bicicleta para el Richard.
De pronto un ruido sordo, un estrépito de carga saturando el espacio en medio de un silencio oscuro. El eco de pedrones y el rumor aplastado de la ch’aja. El polvo, el polvo de voracidad envolvente como exhalación de fumarola, como ajayu de animal convulso, tras la luz nerviosa de una lámpara intermitente, copando el espacio cerrado, escondiéndose tras la oscuridad y atracando en los pulmones, ajeno a lo vivo, dueño de sí, en densas bocanadas de cachizo y casiterita.
Otra vez el silencio, la trocera que se alza implacable mutilando la luz de la galería. Conciencia espectral de la clausura, tierra y roca por arriba, roca y tierra por abajo, en lo que cabe un pequeño espacio donde sobrevuela un manojo de aire. Tierra que amenaza invadir el poco espacio que queda, tierra anónima e indómita, pedazos de roca ataucados se erigen cual apachetas en salvaje ritual, atorando el camino.
De pronto, el reino de la oscuridad. La más profunda y radical oscuridad. No aquella que el ojo escruta, no el color de la tiniebla. Aquella que se cuela por los poros e invade el cuerpo, esa que penetra y toma el fondo de los sentidos, la que circula como aire lúgubre por las nervaduras del espíritu. La oscuridad que cerca la epidermis, la que convoca la otredad del oído, la oscuridad que se masca y que se posa en febril necrología en el centro del cráneo.
La que deglute la conciencia y fecunda el miedo. Dueña de una sigilosa parálisis, esa que troncha la luz de la memoria y abre sus ojos a espacios imposibles. No la oscuridad humana, la de los párpados cerrados, la de la noche que late junto al rumor de arboledas cercanas, no la oscuridad que reverbera la muerte. La oscuridad que anega el ser y lo remite a la más terrible forma del yo: el yo sin yo a la deriva.
Los ojos brillantes, el escalofrío, la mudez. Sol interior, el pijchu rota excentrado dentro esa otra galería de fauce uvular, rota y clama el ánimo, gesta las fuerzas primordiales y las convoca a trabajar desde lo más recóndito del cuerpo. “Nosotros comemos de la mina que nos come”.
- Me paraba, me sentaba en un rinconcito. Harto he rezado. No puedo morirme decía. Me tienen que salvar decía. Prendía mi lámpara, de mi celular he tratado de llamar y nada, muchas veces he intentado y nada. Nunca me he sentido tan solito, nunca he tenido tanto miedo, tantas veces he escuchado hablar de los aysas a los qoyanchos, también de los muertos por el gas de la mina, de los que son poseídos por el sajra jap’isqa… ¿Y ahora me toca a mí, por qué?   
Casi febrilmente empezó recordar viejas historias. La de aquellos ocho mineros que murieron sepultados en el Cerro Azul, y cuya recuperación fue imposible debido a las miles de toneladas de roca que aplastaron sus cuerpos. Polvo fueron y en roca se convertirán.
O la de aquella galería por décadas enterrada y de pronto abierta, donde al fondo se encontró el cuerpo contrahecho y disecado de un minero con la lámpara de carburo en la mano, quién sabe alumbrando la ruta del más allá. O la de aquel paraje en una mina de Kami, llamada Cortez-wañusqa -donde murió el Cortez- debido a que en ese lugar desapareció para siempre ese minero trabajador y andariego. Así la reminiscencia de derrumbes, de muertes y de rescates fueron invadiendo su conciencia, y de pronto como percibía una luz de esperanza, al instante se precipitaba 200 metros por el cuadro mental de la impotencia y el miedo.
-¿Será castigo del Tío? ¿Será posible rogar mi salvación? ¿Será la montaña, cóndor que come las entrañas del minero? ¿Será que me sacarán? ¿Será que tardarán? ¿Será que podrán mover estas piedras malditas? ¿Será que podré aguantar, sin comida, sin agua, apenas con un poco de coquita? ¿O será que los sajras ya han tomado mi ajayu y no seré más que otro bulto que se quedará por siempre en la mina?
Palabras llenas de polvo dicen cosas que apenas entienden los labios que las profieren, nombres de dioses de la profundidad, promesas,  la esposa, los hijos, nombres que la penumbra disuelve y retornan otra vez a la saliva del minero. Lamentando su suerte, puteando contra el matapalos, creyendo escuchar voces y ruidos que se acercan.
- A quedar así enterrado y acabar en muerte lenta era preferible el aplastamiento, todo el peso de la Pachamama sobre mis huesos. Su tufo trasminando mis sentidos, la tierra ganando mi cuerpo, triturando mis últimas palabras, sorbiendo el último pensamiento. Era preferible.
Sin sol ni luna, y el parpadeo lánguido de la lámpara y la oscuridad que sienta sus cabales, el tiempo pasa y la espera parece detenida, expectante. Entre quedarse quieto, agazapado, contrito y mover uno que otro troje, no supo cuánto tiempo estuvo ahí abrazado a sí mismo.
-De rato en rato, sintiéndome vivo he gritado, con todas mis fuerzas he gritado, no he parado de gritar con todas mis fuerzas. Aquí estoy diciendo, estoy vivo diciendo, sáquenme, sáquenme, ha parado el aysa diciendo. ¡Ayúdenme!, rápido sáquenme…
Mientras se han paralizado las faenas de la mina, una convexa oruga de los guardatojos no ha cesado de abrir camino al derrumbe. Luces que se abren entre ratoneras, manos que empujan pedrones, rostros sudorosos y el ímpetu de más de 300 mineros en largas horas de trabajo. Tierra abierta, montaña eviscerada. Gritos y contragritos por fin se encuentran y lo demás es una nueva oportunidad a la existencia.

Ya en la cama del hospital don Isaac ha confesado – “Me he asustado, como ratoncito a un costado me he hecho. Grave como ratón he temblado allí adentro. Estaba diciendo ‘ya no salgo’. Yo he gritado y recién han llegado los trabajadores y me han salvado”.

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