Aysa
Una crónica testimonial que da paso a una terrible y reveladora experiencia vicaria.
Edwin Guzmán Ortiz
Al
minero Isaac Negreti Mamani, que estuvo atrapado dos
días y una noche al interior de la mina Siglo XX, en Potosí.
días y una noche al interior de la mina Siglo XX, en Potosí.
Nivel 450. Un haz de galerías laberínticas se
adentra en la profundidad de la tierra, junto a las formas, es el olor y el
sonido lo que prefiguran el recorrido. Un haz de luz ritmada por el paso hace
posible que la avidez del ojo asuma el rumbo certero. Charcos de copajira,
gotas luminosas pendientes de una comba rocosa, el tojo amenazante y las paredes
de la galería trazando un itinerario circular.
Caminar solo en la mina, es otra forma de soledad.
Caminar es caminarse, uno también es minero de sí mismo. Discurrir
sigilosamente hacia el pique es discurrir por los propios pensamientos: los
amigos, el matrimonio del sábado, la bicicleta para el Richard.
De pronto un ruido sordo, un estrépito de carga
saturando el espacio en medio de un silencio oscuro. El eco de pedrones y el
rumor aplastado de la ch’aja. El
polvo, el polvo de voracidad envolvente como exhalación de fumarola, como ajayu
de animal convulso, tras la luz nerviosa de una lámpara intermitente, copando
el espacio cerrado, escondiéndose tras la oscuridad y atracando en los
pulmones, ajeno a lo vivo, dueño de sí, en densas bocanadas de cachizo y
casiterita.
Otra vez el silencio, la trocera que se alza
implacable mutilando la luz de la galería. Conciencia espectral de la clausura,
tierra y roca por arriba, roca y tierra por abajo, en lo que cabe un pequeño
espacio donde sobrevuela un manojo de aire. Tierra que amenaza invadir el poco
espacio que queda, tierra anónima e indómita, pedazos de roca ataucados se
erigen cual apachetas en salvaje ritual, atorando el camino.
De pronto, el reino de la oscuridad. La más profunda
y radical oscuridad. No aquella que el ojo escruta, no el color de la tiniebla.
Aquella que se cuela por los poros e invade el cuerpo, esa que penetra y toma
el fondo de los sentidos, la que circula como aire lúgubre por las nervaduras
del espíritu. La oscuridad que cerca la epidermis, la que convoca la otredad
del oído, la oscuridad que se masca y que se posa en febril necrología en el
centro del cráneo.
La que deglute la conciencia y fecunda el miedo.
Dueña de una sigilosa parálisis, esa que troncha la luz de la memoria y abre
sus ojos a espacios imposibles. No la oscuridad humana, la de los párpados
cerrados, la de la noche que late junto al rumor de arboledas cercanas, no la
oscuridad que reverbera la muerte. La oscuridad que anega el ser y lo remite a
la más terrible forma del yo: el yo sin yo a la deriva.
Los ojos brillantes, el escalofrío, la mudez. Sol
interior, el pijchu rota excentrado
dentro esa otra galería de fauce uvular, rota y clama el ánimo, gesta las
fuerzas primordiales y las convoca a trabajar desde lo más recóndito del
cuerpo. “Nosotros comemos de la mina que
nos come”.
- Me paraba, me sentaba en un rinconcito. Harto he
rezado. No puedo morirme decía. Me tienen que salvar decía. Prendía mi lámpara,
de mi celular he tratado de llamar y nada, muchas veces he intentado y nada.
Nunca me he sentido tan solito, nunca he tenido tanto miedo, tantas veces he
escuchado hablar de los aysas a los qoyanchos, también de los muertos por el
gas de la mina, de los que son poseídos por el sajra jap’isqa… ¿Y ahora me toca a mí, por qué?
Casi febrilmente empezó recordar viejas historias.
La de aquellos ocho mineros que murieron sepultados en el Cerro Azul, y cuya
recuperación fue imposible debido a las miles de toneladas de roca que
aplastaron sus cuerpos. Polvo fueron y en
roca se convertirán.
O la de aquella galería por décadas enterrada y de
pronto abierta, donde al fondo se encontró el cuerpo contrahecho y disecado de
un minero con la lámpara de carburo en la mano, quién sabe alumbrando la ruta
del más allá. O la de aquel paraje en una mina de Kami, llamada Cortez-wañusqa
-donde murió el Cortez- debido a que en ese lugar desapareció para siempre ese
minero trabajador y andariego. Así la reminiscencia de derrumbes, de muertes y
de rescates fueron invadiendo su conciencia, y de pronto como percibía una luz
de esperanza, al instante se precipitaba 200 metros por el cuadro mental de la
impotencia y el miedo.
-¿Será castigo del Tío? ¿Será posible rogar mi
salvación? ¿Será la montaña, cóndor que come las entrañas del minero? ¿Será que
me sacarán? ¿Será que tardarán? ¿Será que podrán mover estas piedras malditas?
¿Será que podré aguantar, sin comida, sin agua, apenas con un poco de coquita?
¿O será que los sajras ya han tomado
mi ajayu y no seré más que otro bulto que se quedará por siempre en la mina?
Palabras llenas de polvo dicen cosas que apenas
entienden los labios que las profieren, nombres de dioses de la profundidad,
promesas, la esposa, los hijos, nombres
que la penumbra disuelve y retornan otra vez a la saliva del minero. Lamentando
su suerte, puteando contra el matapalos, creyendo escuchar voces y ruidos que
se acercan.
- A quedar así enterrado y acabar en muerte lenta
era preferible el aplastamiento, todo el peso de la Pachamama sobre mis huesos.
Su tufo trasminando mis sentidos, la tierra ganando mi cuerpo, triturando mis
últimas palabras, sorbiendo el último pensamiento. Era preferible.
Sin sol ni luna, y el parpadeo lánguido de la
lámpara y la oscuridad que sienta sus cabales, el tiempo pasa y la espera
parece detenida, expectante. Entre quedarse quieto, agazapado, contrito y mover
uno que otro troje, no supo cuánto tiempo estuvo ahí abrazado a sí mismo.
-De rato en rato, sintiéndome vivo he gritado, con
todas mis fuerzas he gritado, no he parado de gritar con todas mis fuerzas.
Aquí estoy diciendo, estoy vivo diciendo, sáquenme, sáquenme, ha parado el aysa diciendo. ¡Ayúdenme!, rápido
sáquenme…
Mientras se han paralizado las faenas de la mina,
una convexa oruga de los guardatojos no ha cesado de abrir camino al derrumbe.
Luces que se abren entre ratoneras, manos que empujan pedrones, rostros
sudorosos y el ímpetu de más de 300 mineros en largas horas de trabajo. Tierra
abierta, montaña eviscerada. Gritos y contragritos por fin se encuentran y lo
demás es una nueva oportunidad a la existencia.
Ya en la cama del hospital don Isaac ha confesado – “Me he
asustado, como ratoncito a un costado me he hecho. Grave como ratón he temblado
allí adentro. Estaba diciendo ‘ya no salgo’. Yo he gritado y recién han llegado
los trabajadores y me han salvado”.
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