sábado, 2 de mayo de 2015

Staccato

Tango negro

Un tributo al recientemente fallecido músico argentino Juan Carlos Cáceres.



Pablo Mendieta Paz

La muerte impone uno de sus tantos y enigmáticos caprichos y, en ocasiones, resulta problemático avenirse a la premisa del antiguo filósofo que a la luz de la más honda reflexión enuncia que ella es lo que se propone la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo, pues mientras alguien exista no existe la muerte; y en cuanto exista la muerte uno ya no existe.
Sin duda que esta proposición, de donde se infiere y se obtiene un efecto conclusivo, entraña una verdad incontestable; pero, ¿no se trata de un juicio apresurado y terminante en su carácter esencial si nos aferramos a la idea de que la vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos, así como observó otro pensador?
Ciertamente que una y otro son de naturaleza distinta, y a ello, a lo disímil, conduce cualquier propósito de discurrir acerca de la muerte; al punto de que es posible, en una de esas tentativas, afirmar que en determinados casos ella trae a la existencia a alguien que callada y discretamente pudo haber hecho en vida grandes obras, tan solo conocidas de manera muy fugaz o escasamente advertidas, pero que una vez ocurrida su muerte ésta se encarga de alumbrarlas y dar poderosa vida al autor. Esto ha ocurrido, a juicio de los críticos, con Juan Carlos Cáceres.
Fallecido recientemente, nació en 1936 en Buenos Aires y se formó en escuelas de Bellas Artes de esa ciudad. A muy poco de andar en la pintura, Cáceres no habría de escapar a la expansiva atmósfera artística de cada recodo porteño, y se lanzó a la música en la década de los 60 como connotado pianista y trombonista, instrumentos con los cuales habría de crear y ejecutar música intimista rebosante en colorido y emociones. 
Estudiante aventajado, por las noches se distanciaba de su formación estrictamente clásica para tocar en clubes de jazz donde ya, por aquel entonces, habría de desvelar un virtuosismo poco visto, y poco oído, en la interpretación de un género que si bien no gozaba de una considerable aceptación, él tuvo el ingenio de conferirle un sello distintivo, vigoroso, próximo al honky-tonk en ragtime (con mayor protagonismo de ritmo proveniente de la música africana que de melodía) -original de Nueva Orleans-, que paulatinamente fue congregando a más y más gente que acudía a entregarse a la audición de una música viva, sutilmente improvisada.
En mayo de 1968, seducido por las renovadas pinceladas de vida que delineaban a Europa, especialmente a Francia, Cáceres se instaló en París, donde el destino le deparó una sorpresa: fue ahí, y no en su natal Buenos Aires -como podría suponerse- que el tango lo atraparía para siempre.
El feliz giro hacia la música de sus ancestros no le impidió proseguir su carrera como ejecutante de jazz en clubes parisinos donde habían tocado también Dizzy Gillespie o Juliette Gréc; ni tampoco registrar, en 1974, su primer 45 revoluciones sobre un tema del Concierto para piano nº 25, de Mozart, en el que superpone su voz en un estilo hablado-cantado muy cercano al del cantautor Paolo Conte. 
Ya cantante, autor, compositor, por supuesto pianista y trombonista, y más todavía (pintor –como ya se dijo-, historiador y poeta), en toda su versatilidad enseñaba historia del arte o acompañaba musicalmente a la cantante y actriz Marie Laforêt (recordada por sus actuaciones en películas de tango como A pleno sol y El exilio de Gardel); era director de diversos grupos: Malón, fundado en 1972, Gotán, en 1979, y Tangofón, en 1992, o intérprete de otros.
En fin, con una vida musical ya plenamente madura, y casi enteramente capturada por el tango, el músico ensanchaba el género con audaces creaciones.
Sudacas (1995), Solo (1997), Murga argentina (2005), Utopía (2007), entre otros, fueron álbumes que descubrieron a un Juan Carlos Cáceres prendido por un tango liberado de códigos y recursos tradicionales, como a su modo lo hizo en su momento Ástor Piazzola.
Innovador, y de una creatividad exuberante, el artista se apropió de la esencia misma de la música latinoamericana para adherirla al tango y hacer de éste un ritmo que pudiera desenvolverse emancipado, libre de ataduras.
Entusiasmado por las grabaciones, declaró en cierta ocasión: “empleé veinte años para evolucionar en mi música y poder materializar mis proyectos. Como iconoclasta confeso, conseguí combinar un bandoneón con un saxofón y una batería; regresar a la percusión original; dar, como en el jazz, mucho espacio a la improvisación. En la década de los 40 había músicos que utilizaban instrumentos tradicionales del tango, añadidos a la percusión, y ya por entonces hacían música espuria, como son hoy mis creaciones surgidas de las raíces”.
Sin duda, todo un concepto de modernidad nacida de las raíces, como él decía. Pero cabe preguntarse: ¿de qué raíces? Cuentan los artistas de su entorno que, sentado al piano, Cáceres explicaba durante sus conciertos que para comprender mejor lo que era el tango había que tomar en cuenta la “historia renegada” de Argentina, su parte de africanismo. “Hay que concederle a África su legítimo lugar en la cultura argentina, pues de ese continente proviene la murga (música de carnaval sujetada a ritmo por tambores); y no debemos perder de vista -concluía- que el candombe, la milonga y el tango tienen su parte de negritud”.
Como creador de ese tango potente, “salvaje”, amalgamado a elementos africanos e indígenas (no hay que olvidar que el tango nació por la fusión de estas culturas, enlazadas a la gauchesca y la hispana), en 2013 se realizó un documental de reafirmación de las raíces africanas del tango, con Juan Carlos Cáceres como personaje central, denominado Tango negro, cuyo título es un homenaje a su álbum Tango negro y a la partitura Tocá tangó, una deliciosa melodía cantada por la enronquecida pero cálida voz de Cáceres:
“Tango negro, tango negro, te fuiste sin avisar. Los gringos fueron cambiando tu manera de bailar. Tango negro, tango negro, el amo se fue por mar. Se acabaron los candombes en el barrio de Monserrat. Más tarde fueron saliendo en comparsa de carnaval, pero el rito se fue perdiendo al morirse Baltasar. Mandingas, congos y minas repiten en el compás los toques de sus abuelos. Borocotó, Borocotó, chas, chas…”.

Sin estridencias ni arrogancia, más bien con la mesura propia de un creador favorecido por superlativo talento; de un innovador genial siempre fiel a su estética “afrotango”, su partida se ha encargado de alumbrar una obra silenciosa -aunque de exquisita y recia sonoridad-, y dotar a Juan Carlos Cáceres de vida fértil como perdurable compositor. 

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